Poemas de la luna líquida

02/12/2022

Alejandro Oliveros retratado por Vasco Szinetar

Línea de sombra

A bordo del Nellie, Conrad mira
la costa del continente africano.
El vapor avanza sin prisas hacia
el delta del Congo. Por un instante,
siente que el Averno lo espera
en el próximo puerto: “Al Hades,
sin haber muerto”. Las aguas del río,
si un tiempo lúcidas, hoy son viscosas.
En tierra firme, los signos de un país
perdido. Aldeas y pueblos despoblados,
cultivos en ruina, sin pastos ni ganados.
Y a lo lejos, un caballo ciego galopando
hacia el río calcinado. Los hijos
en busca de sus padres, los padres
en busca de sus hijos. Conrad distingue
una línea de sombra en el horizonte:
“Todo huele a naufragio en estas tierras;
oscuras estrellas, lluvias que no riegan,
soles que se ocultan, sueños que se niegan,
el propio corazón de las tinieblas”.

De guerras y revoluciones

Poco sabíamos de guerras
y revoluciones. Los abuelos
hablaban de dictaduras
y, después de ellos,
los padres con historias
de cárcel y maltratos.
De nuestra ultima
guerra había
pasado un siglo
y las revoluciones
las conocíamos
por los periódicos.
Todo lejos
de nosotros y nuestra
prolongada paz.
Un día, sin embargo,
nos sucedió.
Como la peste,
la revolución se extendió,
arrasando campos
y ciudades.
Después de veinte años,
somos fantasmas
de un país fantasma.
Una tierra sonámbula,
abandonada
por sus habitantes,
que han cambiado
casa por refugios
y esperanzas por abismos.
El trágico absurdo
de las revoluciones
lo hemos, finalmente,
conocido.

Playa Blanca. Puerto Cabello

En esta casa nació mi madre.
Las aguas con su espuma
inundaban el patio y, al retirarse,
lo dejaban cubierto de anémonas
y estrellas marinas.
Nunca aprendió a nadar,
pero los hipocampos la llevaban
sobre las olas. No comió helados
en el Hotel Los Baños, ni bailó
sus quince en el club El Recreo.
Pero disfrutaba los paseos
a San Esteban los domingos,
y los juegos en el río que bajaba
con sus aguas heladas de la montaña.
Al regresar a casa la esperaba
el funche humeante de la tía Loreta.
Los años porteños de mi madre
terminaron tempranamente.
Sin embargo, lo recuerdo bien,
hasta el último de sus días,
sus grandes ojos reflejaron
el mar espumoso de Playa Blanca.

 

Canto a la luna. Poema imaginista

A Alessandro
Canto a la luna líquida
y su corona de espejos,
sus cejas anaranjadas
y su mirada de hielo.
Canto su voz transparente
como una espuma de fuego,
el brillo de sus largas manos
en el cual busco un reflejo.
Un canto a la luna que canta
viejas canciones de vidrio,
en yidish o en esperanto
cuando en la cama dormimos.
Que me envuelva con cristales
en un torbellino blanco,
o en su casa de montaña,
donde luz bebe el caballo.
Que me aparte las lámparas
y su amor no se detenga
cuando amenacen las nieves
o nos acosen las fieras.
Canto a la luna liquida
de mi infancia de mangos,
que se quede sobre el techo
y toque para mí el piano,
o que suene la marimba
como la suena Alessandro.

 

Cielos

Mucho antes que la tierra,
perdimos el cielo
de los trópicos natales.
Su luz incesante
sin escarchas invernales,
las nubes sin hielo
ni oscuridades. Y el azul
protector sobre mangos,
bucares y cañaverales.
También perdimos del trópico
las noches más cordiales,
las brisas del páramo
y la sal de los mares;
las estrellas del camino,
que aprendieron nuestros
nombres y vocales,
los sonidos conocidos
de grillos y jaguares.
Cuando cierres la puerta
y ajustes ventanales,
y tomes los caminos
para nada familiares,
mira el cielo que pierdes,
allí quedan tus señales,
los rasgos y los sueños
que fueron iniciales.
Más allá están las nieves
y crueles vendavales.

 

Mesas

Hemos aprendido
a comer
en mesas vacías.
Las sillas sobran
en nuestras casas.
Ya nadie se sienta
a compartir el aroma
de los hervidos,
ni los humos
de nuestras brasas.
Primero fueron
las apresuradas maletas
de los hijos. Después,
con sus libros bajo el brazo,
le tocó a los amigos,
por todo el mundo
pidiendo asilo.
Nuestras mesas
han perdido el equilibrio,
dos en una punta,
cuatro en el vacío.

 

Objetos

Con la mudanza
hemos dejado, sin puertas
ni ventanas,
los objetos en una caja.
La máscara veneciana
de un año nuevo lejano,
la jaula con sus helechos
y un búho de porcelana.
Se quejan en su silencio,
y por la noche sentimos
la tristeza de sus gestos;
un diálogo interrumpido,
más preciso y más sincero.
Yo siempre me he sentido
de parte de las cosas;
desde mi primer libro,
llamado Espacios,
donde canté sus alegrías
y penas a nuestro lado.
Cuando me toque el exilio,
se quedarán en la casa,
absortos ya y callados,
los objetos en una caja.

Historia

Mi historia
son recuerdos
de las pieles
que me han
rozado;
de los ojos que,
con rabia o amor,
me han mirado.
Algunos libros
mal recordados,
y cientos de versos
de grandes poetas,
entre ellos Machado.
La música
me abrió sus puertas
y hay en la casa
un piano,
que, de tarde en tarde,
han tocado
unas queridas manos.
Creí hablar
con Dios un día,
pero volví triste a la calle
al pensar que no me oía.
Ahora, en esta Milán,
vuelvo a hablarle,
pidiéndoles, al rezar,
que no deje yo nunca,
como ahora,
de amar y cantar

Anónimo de Siracusa

Lícidas de Siracusa dio la vuelta
al mundo en busca de las formas
perfectas. En Tebas, creyó encontrar
los senos más turgentes. Al cabo
de varios meses en Creta, fue a dar
con los párpados más ligeros
en una joven sacerdotisa de Minos.
Cerca de Mileto, en la costa de Anatolia,
admiró las torneadas piernas de una
bailarina. Los labios, los más rojos
y jugosos, pertenecían a una meretriz
de Éfeso, mientras que la cintura
correspondía a una princesa de Agrigento.
Al cabo de unos años, Lícidas volvería
a su palacio, sólo para darse cuenta
de que, todo lo que buscaba, lo tenía ya
en el cuerpo olvidado de su esposa.


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