Este documental venezolano está peleando la dura batalla de llegar a los Oscars.
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¿Qué es una Nación, más allá de conceptos políticos y retóricas legales?
A pesar de distancias, cambios de clima, de geografía, de los documentos, ¿de dónde sacan su fuerza esos los elementos que insisten en conectarnos?
¿Cómo es que nos vamos convenciendo de ficciones acordadas como la Patria?
En esa casa de la memoria que es la escuela nos dijeron que el nombre de Venezuela es el resultado de haberle recordado al conquistador la idea de una Venecia pequeña, por las casas en los lagos y los deltas de los ríos.
Vamos a partir de esta idea, heredada y antigua, para hacer el ejercicio de imaginar que los canales de Venecia son minados por un sedimento intraducible, haciendo que los nuevos niveles del agua pongan en evidencia la desigualdad, el hambre, las urgencias producto de una devastación cuyo origen reside en un poder que queda muy lejos de ahí, pero es capaz de llevarse todo por delante.
Un poder que termina atrapado en la metáfora de ese fango que nunca debió llegar.
En Venecia quizás sería noticia. En una pequeña Venecia, en cambio, una verdad de ese tamaño tendría el aspecto de una fábula alucinada, cuya verdad podría pasar desapercibida para un planeta que insiste en ocuparse de Venecias más grandes.
No en Congo Mirador, un pueblo flotante desde donde se puede ver una luz silente, azarosa e inesperada: el inexplicable fenómeno meteorológico que es el Relámpago del Catatumbo, un rayo que no cesa pero que tampoco truena.
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Once upon a time in Venezuela (Anabel Rodríguez, 2020) es un documental venezolano que está peleando la dura batalla de llegar a los Oscars, después de haber tenido un recorrido impecable por festivales como Sundance. Cuenta la vida en un pueblo que muchas personas en Venezuela ignoran: Congo Mirador.
Aunque sea casi desconocido, el tino de este documental fue conseguir en un pueblo flotante a punto de desaparecer el relato contemporáneo de un país escindido por el filo de una nueva desigualdad.
Un pueblo devenido en metáfora completa y compleja de lo que somos, pero en especial de algo que Foucault describiría como esto-que-estamos-siendo.
Así como el comienzo de la Nación se dio al nombrarla entre palafitos alucinados, la directora Anabel Rodríguez parece haber conseguido registrar en su documental el final de algo propio de nuestro relato-nacional.
No un desenlace, sino más bien el final de un imaginario que parecía infinito pero que ahora, en medio de esto-que-estamos-siendo, parece devenir en otra cosa.
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Mientras en las paredes de la casa de Tamara un ideal transformado en póster y los grafitis de “Chávez Vive” parecen haber detenido el tiempo, el sedimento que se acumula en el lecho del lago que sostiene las casas de Congo Mirador es una prueba irrefutable que le recuerda que el tiempo ha pasado.
Tamara es una inesperada resonancia de Aunty Entity, el personaje de Tina Turner en Mad Max: beyond Thunderdome (1985), sólo que como si hubiera sido escrita por Gabriel García Márquez como parte de un reportaje y jamás para una novela.
Es difícil atenderla con la simpleza de una antagonista, porque Once upon a time in Venezuela tiene vínculos muy sólidos con lo real, de modo que cuesta reducirnos al simplismo de buenos y malos.
Tamara no es sino un doloroso resumen de los hábitos que el hombre-nuevo ha aprendido en este Bartertown más tropical que apocalíptico, con suficientes excusas revolucionarias y apoyo de la burocracia local.
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El trabajo de postproducción de un documental siempre es una fase de hallazgos: se filma todo cuanto se pueda de la verdad y, días después, la verdad te golpeará con rudeza delante de los monitores, al verte en eso que filmaste.
Un relámpago eterno que insiste en no tronar. Los miedos transformados en acostumbrarse al hambre. Un pescado transformado en una pistola. Un barco atrapado por la vegetación del trópico. El delirio de un hombre protegido por un pájaro. Unas elecciones que ya no recordabas. Pacas de dinero en efectivo que hoy no servirían de nada. Una tortuga llena de petróleo que oye cómo la imaginan hecha en sopa. La candidez de un carnaval que se deforma hasta volverse una comparsa capaz de resumirnos en la alegría de ser vistos. Una escuela que se va quedando sin alumnos. Niñas que se lavan los pies con gasolina, mientras intentan crecer en el infierno. Una maestra sin honda ni piedras, pero delante de Goliat.
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Natalie es una maestra. Una maestra en Congo Mirador. Un pueblo donde las urgencias están tan mezcladas que alcanzan para dividir a los muchachos en magnitudes, en lugar de grados escolares: un salón donde están los grandes y otro donde están los pequeños.
Ella no es la protagonista, sino otro resumen: no hay en Natalie mayor lucha política que la de la resistencia. Una suerte de buena voluntad acompañada por los empujes y la inercia que consigue según se le antoje a la política local, más la alegría que consigue en los pequeños goces de lo cotidiano.
En Congo Mirador, una maestra es un rayo que ilumina cuando puede, pero sabe muy bien los riesgo que corre si un día decide sonar.
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¿Por qué Once upon a time en Venezuela debería sonar en los Premios Oscars?
Volvamos a aquella casa de la memoria que es la escuela y el cuento de Venezuela traducido como “Pequeña Venecia”: los poderes suelen encargarse de que existan mecanismos para fijar sus versiones.
En un mundo dominado por las polarizaciones, y en especial por las solidaridades automáticas, es natural que haya quienes sigan creyendo que el caso de Venezuela puede resumirse en asuntos de Derecha versus Izquierda.
Y ahí es cuando historias como este documental tienen el camino más difícil.
Es evidente que Once upon a time in Venezuela no cuenta (ni contará) con el apoyo de quienes ejercen el Poder en Venezuela, de modo que toda la estructura de lobby y de publicidad que debe llevarse adelante para que los miembros de la Academia decidan que ésta sea una de las películas que van a ver hasta el final se está haciendo gracias a colaboraciones, crowfunding y mucha terquedad.
Aún así, esto no responde a la pregunta: ¿por qué Once upon a time en Venezuela debería sonar en los Premios Oscars?
Cuando entré a mis primeras clases de Lingüística en la universidad, recuerdo que entendí que el afijo –zuela estaba ahí para algo más. Si bien había decidido dar por cierta la versión de que Venezuela podía leerse como “pequeña Venecia”, también entendí que palabras como “mujerzuela” no significaban “pequeña mujer”.
Construir una narrativa amerita espacios de representación que sean capaces de explicarnos, por encima de las ideas de Nación, Patria y cualquiera de esas otras abstracciones que cambian tanto cuando las escribes con mayúscula.
El relato conseguido por Anabel Rodríguez, descriptivo y visualmente poderoso, conduce a interpretaciones desideologizadas pero concluyentes.
Esta película no va a reparar Congo Mirador, pero puede hacer algo más grande: puede salir al mundo a contarnos de una manera distinta, sin evadir la complejidad de la crisis ni los excesos del Poder, pero consiguiendo en un pueblo-flotante una manera prudente y eficaz de cifrar el tamaño de lo que se vive en Venezuela… y visibilizarlo con la potencia relatora que tiene el cine.
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Cuando la gente se va de Congo Mirador puede llevarse su casa. Es un pueblo que desaparece en la distancia: la migración consiste en casas que flotan y se van, con su gente y con sus bienes.
Hay, quizás, una lección en esos fundamentos que son capaces de moverse hacia otro lugar. Más allá de las ganas de irse, esta película asoma la posibilidad de contarnos las historias incluyendo al otro.
Con sus decepciones. Con sus correlatos. Con sus argumentos.
Y recordarnos a nosotros mismos que, cuando queremos avanzar en una dirección común y posible, esta casa sabe moverse.
Sólo así llegaremos a esa coordenada en el tiempo cuando hablar de todo esto sea necesario, no como denuncia sino como ejercicio fiel de la memoria.
No dejar que se nos olvide lo vivido, aprender de las decepciones y de los aciertos y hacerlo juntos para que, más pronto que tarde, hablar de este dolor sea hablar de un pasado que nos obligue a empezar diciendo que Érase una vez en Venezuela…
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Puede ver Once upon a time in Venezuela en Cine Mestizo, plataforma dedicada exclusivamente al streaming de películas venezolanas. También está disponible en la plataforma de Gran Cine.
Willy McKey
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