90 años del Falke

13/08/2019

El domingo 11 de agosto de 2019, se cumplieron 90 años de la invasión del Falke. A propósito de esta efeméride, Prodavinci comparte justamente el capítulo «Domingo 11 de agosto de 1929» de la novela Falke, del narrador venezolano Federico Vegas

Detalle de la portada de «Falke», de Federico Vegas

Domingo, 11 de agosto de 1929

A las 4:30 a.m. el Falke fondeaba en Puerto Sucre. Era la víspera de Santa Clara y una noche densa anunciaba un día turbio y caliente. En esas horas no hablaba con nadie, tenía mucho en que pensar. Armando me había dado la noticia de que nos aguardaba en Cumaná el hijo de Emilio Fernández. Hasta entonces, el enemigo era un nebulosa con mil rostros, ahora tenía la cara y los recuerdos de nuestro compañero de universidad, de parranda y de brega. Carlos Emilio fue a Cumaná a pasar unas vacaciones justo cuando aparecen sus mejores amigos de visita. “¿Cómo es posible que no esté con nosotros”, me preguntaba, cuando sabía muy bien que nuestro valiente amigo siempre peleará al lado de su padre. En él pensaba, y en qué haría yo si alguien, bajo la más noble de las causas, viniera a atacar una posición defendida por mi padre y en la cual se juega la vida. No existe sacrificio más absurdo que un duelo a muerte con un amigo de la infancia.

Delgado empezó a preguntar si escuchábamos disparos. Linares Alcántara aún insistía en ir a Guanta a buscar carbón.

Con el barco armado y los prácticos margariteños guiándonos en la absoluta oscuridad, la insolencia de la tripulación se fue convirtiendo en melosidad. Sabían que su paga dependía de que tomáramos Cumaná. Juan bromeaba con la avaricia alemana:

—Será un verdadero cobro al vencimiento.

Entregué mis libretas en un sobre sellado a Pocaterra y le pedí que lo guardara en un lugar seguro.

—Que nadie lo abra. Si muero arrójelo al mar —le dije, con tono de testamento.

Pocaterra respondió ofendido:

—No venga a hablar ahora de fracasos ni de entierros. Tenemos mejor armamento y nadie resiste un fuego cruzado. No se preocupe tanto, Veguitas, sus escritos me son sagrados.

Con el armamento encima, y antes de unirme a mi columna, hablé con Armando. Le conté del diálogo con Pocaterra, y Armando me mostró otra cara de la misma moneda:

—No tengo ese problema. Le pedí que leyera los primeros capítulos de la novela para que se distraiga mientras nos espera.

Armando estaba feliz. Tenía hasta un aire burlón, como de juerga.

—¿Y no previste nada en caso de que te pase algo? —le pregunté.

—¿Tú has visto que alguien se muera dejando su novela por la mitad? Luego van a decir que no la terminé por flojera. Estoy tranquilo, Rafael, todavía tengo mucho por escribir. ¿No te das cuenta? Soy el protagonista y aún no tengo un final.

Faltando quince minutos para las cinco, Delgado ordena desembarcar. Algunas luces de la ciudad comienzan a encenderse. Toda Cumaná sabe de nuestro ataque y las familias adelantan la hora del desayuno. Con los primeros halos del amanecer se disipa buena parte de la bruma. Hoy será un día caliente.

Por la escala de babor baja a la primera piragua la columna al mando de Doroteo Flores. En seguida desciende a la segunda piragua mi columna, al mando de Linares Alcántara. Nadie habla. Todos presentimos que el silencio nos ayuda. Desde mi puesto estoy pendiente del rostro de Román Delgado Chalbaud. Armando está a su lado, sonriente, con su padre “espiritual”.

Nadie sabe dónde está Carlos Delgado. Oigo un susurro: “su padre lo encerró en un baño”. Tanta bulla e hidalguía para terminar metido en la guarimba. La excusa será que es apenas un niño. Puras promesas a la madre, porque Carlos tiene mi edad.

Luego se suma la columna que comanda Carabaño a nuestra piragua. Carabaño pregunta desesperado por su sobrino Arnaldo. Resulta que está con el grupo de Doroteo, en la otra piragua. Carabaño insiste en que su sobrino debe venir con él y nos hace perder tiempo. Cada viejo está cosido al amuleto de un alma joven.

Por último baja Delgado Chalbaud y sus oficiales al bote del propio Falke. Con ellos van las dos ametralladoras, al cuidado de Schneider, Zukal y Esser, nuestra legión extranjera. Para mi sorpresa, el cocinero polaco y sus dos mesoneros ayudarán con las cajas de munición y la de primeros auxilios.

Mientras desciende por la escala, Delgado comenta en voz alta:

—Van a dar las cinco, ¿qué les parece?, y nuestro Pedro Elías no ha roto los fuegos por tierra. Pensé que íbamos tarde y ahora parece que es muy temprano.

Repite su gesto obsesivo de mirar el reloj. Luego parece caer en cuenta de que no está solo y le habla a la galería:

—Hay agua con brandy en todas las cantimploras.

Ya con todos sus hombres en el bote se dirige a Pocaterra que lo observa desde la cubierta:

—Si vencemos, sonarán las campanas de la catedral en unas dos horas. Usted queda a cargo. Le dejo cuatro hombres. Fórmelos en el puente. Suceda lo que suceda me salva el barco y que jamás caiga el parque en manos de nuestros enemigos. ¿Usted entiende lo que le estoy diciendo, Pocaterra?

Pocaterra no contesta. Esperamos. Delgado repite la pregunta:

—¿Me ha entendido bien, Pocaterra?

—Sí, lo entiendo.

—¿Tiene alguna duda?

—Ninguna, mi general.

En el barco se quedan Pocaterra con Carlos Delgado, más los recién llegados Russian, Salazar y el cirujano Gutiérrez, junto al resto de la tripulación alemana.

Embarcadas todas las columnas, fuimos remolcados por el vapor a un cuarto de máquina. El práctico avanzó a unos cien metros del muelle. El capitán Zipplitt estaría maldiciendo. Desde las cuatro de la mañana juraba que la artillería del castillo le iba a destrozar su Falke, mientras Doroteo le decía que esos cañones sólo servían para espantar los fantasmas de los piratas holandeses.

Cortan las amarras. El bote y las dos piraguas avanzan con el impulso que traen hacia el malecón. No tuvimos que remar mucho. El bote de Delgado toca la punta de un largo muelle y en seguida bajan todos. Zukal y Esser comienzan de inmediato a preparar una de las ametralladoras.

Doroteo y su gente van en la primera piragua por la izquierda. La nuestra se acerca a la mitad del muelle y sólo nos bajamos los integrantes de la columna de Linares Alcántara. Carabaño y los suyos continúan para atacar por la derecha.

El muelle tiene unos sesenta metros y llega directo al Resguardo. Está muy resbaloso, cundido de cagadas de alcatraz. Linares Alcántara nos ordena avanzar sin disparar un tiro.

Desde el Resguardo disparan contra la columna de Carabaño, que resulta la más visible. Desde mi puesto puedo ver sus siluetas recortadas contra el mar. Nuestra columna, en cambio, está mejor situada: la madera enmohecida del muelle no le permite al enemigo distinguir nuestros cuerpos.

Arrecian los disparos contra el bote de Carabaño que aún no llega a la playa. Al capitán Frontado, nuestro abanderado, le dan un tiro en la cabeza.

Frontado era el joven que vino en la Ponemas. Su padre le pidió a Carabaño que llevara a su hijo para que se fuera fogueando y resulta que es el primero en morir. Los demás lograban inclinarse para no exponerse demasiado, pero Frontado, para sostener una bandera inventada hace dos meses, debía permanecer erguido.

Las piraguas debían llamar la atención para dar tiempo a que Esser y Zukal dispusieran una ametralladora en la punta del muelle. Así ocurrió: los del Resguardo se ceban con las dos piraguas, que avanzan por la derecha y por la izquierda, y se olvidan de nosotros. Al penetrar en el agua las balas parecen aletazos de un banco de sardinas. Cuando Doroteo va llegando a la orilla arrecia el fuego y ordena a sus hombres lanzarse al agua y dispersarse.

Como Zukal se toma su tiempo montando la ametralladora en su endeble trípode, nuestra columna también inició un fuego nutrido contra las fuerzas del Resguardo. Les estamos disparando desde tres puntos. A los pocos minutos Delgado nos grita que avancemos hasta salir del muelle para darle vía franca a la ametralladora. Corremos hasta unas pilas de carbón mal cubiertas con un encerado y echamos cuerpo y frente a tierra sin movernos ni disparar.

Con una sola ráfaga sobre las ventanas del Resguardo salieron por la puerta nueve hombres gritando y con los brazos en alto. Corremos imprudentes gritando victoria. Eran tres aduaneros y seis policías. Alguien propone —callo su nombre— que debemos ejecutarlos en el acto, porque no conviene dejar prisioneros en este primer avance. Los desarmamos y encerramos en un pequeño depósito de herramientas. Delgado da sus órdenes al encargado de la custodia:

—Si dicen una sola palabra, meta el fusil por la ventana y dispare hasta que haya orden.

Frontado yace en su piragua que ahora semeja una urna gigante. Dos guaiqueríes heridos se alejan cargados por unos cinco compañeros.

Doroteo se acerca a conferenciar con Linares Alcántara. No logro escuchar una palabra de lo que hablan. Doroteo respira con estornudos mientras explica sus ideas con las manos. Linares Alcántara no le responde, simplemente lo mira con la boca cada vez más abierta. Doroteo insiste, grita y hace señas. No parece darse cuenta de que Linares Alcántara, con los primeros disparos, ya está agarrando el estilo suspicaz de los sordos.

Delgado comienza a organizar los hombres. Mientras nos formamos vemos a varios de nuestros reclutas soltar los fusiles y echar a correr. Al menos no se llevaron las armas.

Iremos al puente Guzmán Blanco. Doroteo será la vanguardia y avanzará por la izquierda. La columna de Linares irá por el centro. Delgado permanecerá en la retaguardia. Carabaño debe apartarse lo más que pueda y atacar por la derecha.

Al pasar el Resguardo entramos en una sabana despoblada y enfrentamos el amanecer. Siento en pleno rostro la primera luz de la mañana. Vemos unos niños que persiguen un cochino. Una anciana nos hace señas con un pañuelo. La dejamos acercarse y nos ofrece café. Doroteo nos exige que avancemos trotando y separados unos de otros para que no nos haga tanto daño una emboscada. Linares Alcántara no lo escucha y se queda inmóvil aferrado a su pocillo y soplando el café humeante.

Llegamos al comienzo de la calle Bermúdez. Los cumaneses la llaman la “Calle Larga”. Ahora si estamos en una línea de unas doce cuadras que desemboca en el puente sobre el Manzanares. Doroteo asegura que allí es donde nos espera Emilio Fernández.

Nos agrupamos. A Doroteo lo noto sereno, como a gusto, hay hasta cierta alegría en su semblante; tiene el aspecto de un torero antes de la faena. Delgado, en cambio, se ha ido poniendo tieso, como de alambre y yeso. Lo de marearse en tierra era cierto: camina con las rodillas entumecidas. Esta rigidez le da un aire de valentía y la estampa de un santo de iglesia.

Ahora son Delgado y Doroteo quienes discuten. No llegan a un acuerdo y se quedan mirando en silencio. De repente, Doroteo se voltea y ordena:

—¡Necesito tres que corten la línea del telégrafo!

Esa fue su manera de terminar la discusión con Delgado. No hay acuerdo entre nuestros jefes.

Nos informan dónde está la casa de Emilio Fernández. Delgado envía a Carlos Mendoza con cuatro hombres a explorar. Doroteo dice que es perder el tiempo.

—Emilio no durmió anoche en su casa —insiste—, ese nos espera atrincherado en el puente.

A nuestros reclutas hay que darles culatazos y empujones para organizarlos. Irán pensando: “¿Qué sentido tiene caminar con un fusil en la mano por una calle donde ayer compramos sal o vendimos sardinas?”.

A las dos cuadras hacemos un alto. Las tres columnas llegan al mismo punto con una diferencia de minutos. Ahora entiendo lo que preocupa a Doroteo: no tenemos vanguardia ni retaguardia. Esto parece más bien una carrera a ver quién llega primero al puente. Román Delgado no logra contenerse; le hablan y no escucha, tiene la vista fija en un solo punto.

Busco la mirada de Armando. Está abstraído. Observa la situación como rememorando algo que ya vivió. Tiene en los labios la sonrisa de quien lee un buen libro.

Mientras Doroteo y Delgado vuelven a discutir, descienden por la calle Bermúdez un camión y un automóvil. Vienen a toda velocidad y frenan a unos cien metros de nosotros.

—¡Que nadie tire! ¡Son de los nuestros! —ordena Delgado.

Doroteo no le presta atención y ordena a Zukal que emplace la ametralladora.

Apenas nos ven, los conductores de ambos vehículos tratan de dar la vuelta a toda prisa y chocan uno contra el otro. Varios pasajeros salen del camión y corren en dirección al puente. Del automóvil se bajan tres hombres y uno de ellos empieza a gritarnos. Doroteo lo señala y exclama:

—¡Ese es Emilio!

No hacía falta decirlo. Todos, tanto los que lo conocen de siempre como los que jamás lo hemos visto, sabemos que es Emilio Fernández. Tiene el pequeño machete en la mano y se golpea la pierna con la hoja. Delgado también comienza a gritar.

Se entiende muy poco de aquellos rugidos de saliva y furia. Son  viejos amigos, macerados desde hace años en un rencor de caudillos. Hacen su declaración de guerra mientras aguardamos pasmados sin saber qué hacer.

Doroteo jala a Delgado por el brazo.

—Apártese que voy a ametrallarlos.

Pero Delgado no lo escucha y sigue adelantándose mientras suelta desafíos y ristras de maldiciones. Mientras tanto, el chofer del automóvil ha logrado separase del camión. Emilio Fernández se monta sin prisa y se despide sin más aspavientos. Es entonces cuando Delgado reacciona y da la orden. La ametralladora dispara y varios tiros dan contra el camión, que queda inservible.

Avanzamos. Hemos destrozado nuestro primer botín de guerra. Delgado saca del camión un machete y exclama:

—¡Emilio dejó el machete! ¡Están abandonando el parque!

—El machete de Emilio es más pequeño y ya está esperándonos en el puente —dice Doroteo, que ya comienza a avanzar.

Delgado se enfurece y lanza el machete contra la calle. La hoja rebota con un giro inesperado y casi corta a Raúl Castro.

Le pregunto a Armando si no vio a Carlos Emilio al lado de su padre. No contesta. Debe estar pensando en aquella gloriosa Semana del Estudiante, cuando cargó con Carlos Emilio la bandera de Venezuela en la Plaza Bolívar.

Se nos une un grupo de cumaneses que salen de una pulpería. Varios tienen unas vestimentas grotescas, de carnaval, de parodia. Hay también largos sables con repujados de bronce, escopetas de cacería y hasta una lanza.

Van apareciendo las ruinas del terremoto. Por todos lados hay grietas y techos derruidos. Llegamos a una casa parte de bahareque y parte de tapia, que ha debido tener dos pisos y ahora está como si hubiera temblado hace una hora. Doroteo propone atrincherarnos en estos muros y esperar a que abra fuego Pedro Elías, pero Delgado ordena seguir:

—¡Vamos al puente!

Ahora habla con una serenidad de profesor con sueño. Doroteo es quien se desespera y alza la voz:

—En el puente no nos favorece el cambio. Debemos aguantarnos. Sólo tenemos quince minutos en tierra.

Observo las reacciones de los nuevos reclutas y hay desconcierto. Varios se han orinado encima.

Dejamos una ametralladora emplazada en la casa en ruinas. Caminamos otro poco y llegamos a una plazoleta. El Consejo de Guerra tiene una reunión que dura dos minutos. Delgado insiste en que nuestro objetivo es pasar el río Manzanares cuando antes.

—Hay que cruzar el puente —y, estirando el brazo, nos muestra su reloj.

Doroteo y Carabaño miran al suelo. El único que lo encara es Linares Alcántara, pero es para tratar de entender lo que dice. Delgado cree que lo está desafiando. Le arranca la bandera a Angarita y le ordena a Linares Alcántara:

—¡Agarre esta bandera!

Linares, por primera vez comprende lo que le dicen, y contesta:

—¡Yo no estoy aquí para cargar banderas!

Está muy disgustado. La sordera lo aísla y se pone cada vez más huraño. Ha conocido demasiada artillería y su tímpano debe tenerle alergia a la pólvora. Trata de explicar que alguien tiene que ir atrás previendo y organizando.

Doroteo está de acuerdo:

—No todos pueden ir adelante.

Delgado les contesta con una lentitud desesperante:

—Hay que avanzar. Tenemos mejores armas.

—Justamente, por el alcance es que nos beneficia la posición más que el avance —insiste Doroteo.

Pareciera que Delgado aceptará ese argumento pero en eso llega Carlos Mendoza con sus reclutas. Vienen de la casa de Emilio. Han matado a cuatro hombres, tres que vigilaban en los corredores y uno que apareció en el portón del corral. Traen un cajón de papeles lleno de telegramas y se sienten invencibles.

—Tienen las balas enmohecidas, por eso caen como moscas. ¡Hay que avanzar! —grita Delgado.

Doroteo hace un último intento:

—Una cosa es llegar a una casa abandonada y otra a una barricada con Tovar Díaz y Emilio Fernández.

Ya Delgado no lo escucha, se le ha contagiado el entusiasmo de Mendoza, y avanza solo por el medio de la calle. Marcha hacia el puente como dirigiendo un desfile militar. Va de uniforme blanco con arreos de almirante. Dirige la marcha erguido y a buen paso. Lo acompaña Angarita, quien porta orgulloso nuestra pesada bandera de colores chillones.

Debemos seguir a nuestro jefe. Él nos trajo hasta aquí.

Pedro Elías aún no llega. Quizás está esperando para dar una sorpresa. Doroteo se acerca y nos ordena quitarnos las boinas azules:

—Con tanto sol van relumbrando.

Es verdad, nuestro azul ya luce plateado.

Se ha perdido la compostura de las columnas. Sólo interesa el puente donde nos espera la fiesta. Acompañando a Delgado van Angarita, Rojas, y Mendoza. Un poco más atrás vamos Urdaneta, Juan, Armando y yo. Por la izquierda avanzan Doroteo Flores y Raúl Castro. Carabaño ya salió por la derecha, con él va Julio Mc Gill. Cada vez que recuento a quienes me rodean, alguien ha llegado o alguien falta.

Faltan pocas cuadras para llegar al puente y de nuevo nos desordenamos. Delgado le comenta a Carlos Mendoza:

—Pedro Elías está muy cerca… ¡Claro! ¡Está esperando a que abramos fuego!

—Pero se estableció que él iniciaría el ataque —contesta Mendoza.

—Es que Pedro Elías no tiene formación militar y confunde las órdenes. Tanta sardina lo tiene confundido. Cuando llegamos a Peñas Negras tampoco hizo la contraseña. ¿Se fijaron que el hombre no usa reloj?

Descansamos en las esquinas y luego caminamos pegados a las paredes. Algunas están recién pintadas. La ciudad se va reconstruyendo a medida que nos acercamos al puente.

 

Ahora estamos solos. La ciudad se ha callado y se sienten nuestras botas retumbando en cada paso. Igual sucede con los correajes de los fusiles: al menor movimiento suenan como maracas. Nadie se asoma a las ventanas y han cerrado los portones. No hay viento. Estamos atentos. Se escucha una escoba que barre algún corredor. López Méndez se pregunta:

—¿A quién se le ocurre ponerse a barrer un domingo y tan temprano?

Aguardamos la señal de Pedro Elías, quien seguro nos está viendo avanzar. Debe tener algún vigía en alguna torre o en la copa de un árbol. Ya vendrá la señal y será estruendosa. Avanzamos otro poco.

Al principio sonó como un disparo, pero eran cien precedidos por una sola orden. La segunda andanada fue algo más abierta y las balas se quedaron rebotando entre las paredes de la calle. La tercera pareció de parranda por lo graneado, y fue la más mortífera. Perdimos el sentido de la dirección cuando el eco de los tiros nos llegó por atrás. Tal fue la garra del susto que, mientras caían varios de los nuestros y otros miraban de pie la sangre que brotaba de sus heridas, aún seguíamos pensando que la descarga era de Pedro Elías contra Emilio Fernández. Retrocedimos muy poco. De nada servía: las balas recorrían la calle entera de punta a punta y era más prudente buscar un saliente para protegerse.

López Méndez se aferra a un poste. Piensa que si cae estará muerto, pero el poste se le escurre entre las manos y termina con la barbilla en el suelo. Se arrastra un metro y se detiene. Se agarra la boca del estómago con una mano, con la otra espanta a un perro que quiere lamerlo. No llegó a disparar un solo tiro.

Julio Mc Gill está tendido al borde de la acera. “¿En que momento regresó a nuestra calle?”. No habla. Todavía nadie se queja. Cada herido está midiendo su dolor. Apenas me acerco a ayudarlo, alguien abre un portón y jala a Julio por una de sus largas piernas. El portón se cierra de nuevo. Sólo llegué a ver los brazos de una mujer. Hay diez reclutas tirados en la calle. Eran valientes: esperaron la excusa de un tiro en el pecho para estirar los dos brazos, colocar mansamente el máuser en el suelo, darse media vuelta y morir.

Edmundo Urdaneta se lleva la mano al corazón. Me cuenta que de niño tuvo unos quebrantos, una arritmia. Antes de la batalla nos unía una misma fortaleza, ahora cada quien recuerda su debilidad y se sabe diferente a los demás.

Comenzamos a disparar y cambia el olor de los hombres. El sudor arde y busca los ojos para no abandonarlos, y uno siente que los tiene llenos de vinagre. Cambia el aliento porque el estómago ahora está en la boca. Unas cosas son mas lentas y otras demasiado rápidas. La luz se hace muy fuerte y entre las sombras nada se ve. Hay partes del cuerpo que pesan o duelen, otras se adormecen. Uno cree sentir miedo y un segundo más tarde no le importa morirse. Algo da rabia y luego da risa. Sentimos odio por todos los hombres, incluso por los compañeros heridos y también por nuestros muertos. Poco después nos compadecemos hasta del enemigo, al que ya no podemos odiar más. Nada está adelante ni atrás, ni encima ni debajo, y las balas parecen brotar del suelo y caer del cielo.

Están sonando cañonazos en el castillo. Está muy distante y no nos pueden hacer daño. Puede que sea contra Pedro Elías. Los alemanes en el barco estarán pensando en lo bien que la pasaban en Hamburgo, mientras hacían largas colas buscando trabajo.

De pronto, el fuego enemigo disminuye.

—¡Estamos venciendo! —grita alguien.

Otra vez el mismo silencio de hace diez minutos. Ahora todos orinan como perros en cada esquina. Los heridos aprovechan la calma para empezar a soltar quejidos. Son monólogos extraños con diversos grados de delirio. Disimulan el tremendo asombro de estar metidos en algo tan serio. Se oyen pedazos de oración, mucha procacidad y algunas protestas por ese oficio lamentable que es desangrarse tirado en una calle. Alguien se da golpes en la pierna. Hay uno que ríe y llora y tose a la vez. Dos conversan como si estuvieran en catres contiguos de un remoto hospital. Un poco más allá hay otro que ya está rígido; tiene los brazos abiertos, absurdamente estirados, y el pantalón se le va llenando de hormigas.

Mientras agoniza, un recluta escarba el suelo con las uñas, como si quisiera hacer un hueco. Lo volteo y trato de calmarlo con un sorbo de agua pero no logro que mueva la quijada. Quiere seguir escarbando y manotea en el aire. Le digo al oído: “no te preocupes que te vamos a enterrar como se debe”, entonces se da media vuelta y acepta su suerte.

Corremos por la calle a tomar nuevas posiciones. Delgado insiste en continuar impávido por el centro. Mendoza está a su izquierda. Por la derecha van Urdaneta y Angarita, quien sigue con la bandera y ya está herido en una pierna.

Llega Doroteo a ver cómo nos va. Arrecian los tiros y Delgado grita:

—¡Mucho oído y atención! ¡Ahora sí es Pedro Elías!

Doroteo contesta:

—¡No mi general, esos tiros son para nosotros!

En ese momento le pegan a Doroteo y se cae como si lo hubiera jalado un gigantesco anzuelo. Delgado le pregunta:

—¿Sigues ahí, Doroteo?

Doroteo se levanta recostándose contra un muro y dice:

—Sigo completo; lo que me duele es que esta bala viene de nuestra ametralladora.

Delgado se voltea y observa su diezmada comitiva. Por primera vez recuerda que a sus espaldas el mundo también existe y le ordena a Urdaneta que vaya a chequear que está pasando con Zukal y Esser. Doroteo se acerca cojeando y propone irse con veinte hombres a franquear el enemigo.

—Ese Pedro Elías ya no va a aparecer —le dice a Delgado.

Delgado le contesta:

—Eso me suena a recular, ¿qué pasa, Doroteo? ¿No le gusta el plomo que vendemos por aquí?

No hablarán más. Doroteo se marcha cojeando sin decir una palabra. Delgado lo llama varias veces, le ordena que vuelva, al final con insultos. No hay respuesta ni verdadero mando.

Urdaneta camina en dirección a Zukal, quien le hace señas de que aparte la tropa. Nos adherimos a las fachadas de las casas para dejar pasar las ráfagas. No fue nuestra ametralladora la que le pegó el tiro a Doroteo, pero ahora sí que podría herir a cualquiera de nosotros, porque el trípode que le fabricamos no la sujeta bien y no deja de dar brincos.

Las ráfagas llegan a la barricada en el puente y barren dos árboles de cotoperí. De allí vienen los tiros más certeros. Caen las hojas y cae también un hombre. Por pocos minutos en Cumaná mandará nuestra ametralladora. Falta poco para barrerlos. Hasta que de pronto el arma se tranca y se calla. Zukal se agacha para examinar el mecanismo y le dan en el pecho. Se irá caminando lentamente, sin ayuda de nadie, y logrará llegar al barco.

Delgado luce mareado, tiene la boca llena de saliva seca que le sale por las comisuras como hilos de nata. Va rezando algún estribillo mágico. Estoy presenciando algo aterrador y me alejo. Voy caminando de espalda y al disparar me cuesta mantener el equilibrio. Delgado cree que la ametralladora ha acabado con el enemigo y avanza. Sea lo que sea, locura o posesión, está henchido de valentía.

No puedo seguirlo, ni siquiera mirarlo. Me ocupo de los heridos. Uno de los mesoneros polacos, que era mi ayudante de enfermería, decidió regresar al barco y ya no sé donde está la caja de primeros auxilios. Solicitamos tela en algunas casas para detener las hemorragias. Salen trozos de sábanas por las ventanas. Enseguida se llenan de sangre y ruedan por la calle como coletos. Es la “sangre entre sangres dispersa” y el “almagre, oscuro y fuerte” que nos anunció Pío Tamayo. No es mucho lo que puedo hacer y de nuevo decido avanzar.

Pregunto por Doroteo. Alguien grita que se ha atrincherado por el borde del río junto a Raúl Castro. Más tarde me contarán que ellos fueron los únicos que hicieron daño al enemigo. Raúl, nuestro mejor fusil, se posicionó en unos escombros y disparó con serena puntería hacia los árboles donde estaban quienes nos diezmaban. Llevaba su sombrero Boer de ala ancha, y desde el otro lado del río alguien gritó:

—¡Tiren al del sombrero mejicano!

Entonces puso su sombrero entre unas piedras, se mudó de sitio y continuó disparando. Por fin la guerra se parece a las películas. En las prácticas de tiro Raúl nos advirtió que disparáramos en ángulo, “si no le pegas al primero le pegas al segundo”. Él fue el único que recordó su lección.

Algunos de nosotros, como Raúl y Doroteo, fueron dueños de la situación. Otros no hacíamos más que estar presentes, permanecer vivos y, cada tanto, disparar al erizado avispero que nos masacraba desde el puente.

Un grupo, comandado por Linares Alcántara, se organiza y se dirige a un cocotal situado más a nuestra derecha. No tendrán suerte y pronto van a regresar.

Los reclutas de la tercera columna, al mando del general Carabaño, están en desbandada. Carabaño llega solo y aturdido a nuestra calle. Apenas se asoma cae herido y se arrastra hasta una esquina. Todos insisten en sumarse a nuestro angosto infierno. Quieren estar con Delgado, quien parece tener una protección sobrenatural.

Sí, así tiene que ser, así fue desde el principio. Todo gira alrededor de Delgado. El hombre que debía permanecer en la retaguardia va de frente contra el puente con pasos de procesión. Nos convoca una y otra vez a este eje temerario haciendo gestos con los brazos y las manos abiertas como si dirigiera un coro de niños. Angarita está a su lado, pero su pierna está inerte y no puede caminar más. Delgado le arranca la bandera y continúa en dirección al puente. Las balas lo circundan. Él se mantiene impávido, gritando, retando a Emilio con viejos insultos que parecen rimar.

Ahora comprendo lo que está sucediendo, logro ver el fondo del abismo: son los espíritus quienes insisten en asegurarle la victoria. Siento náuseas. Me cuesta moverme. Es de nuevo el mareo de la tierra inmóvil para quienes vienen del mar. Sé que falta poco para que llegue mi bala y la espero ansioso.

No quiero ver más y volteo hacia atrás. Armando viene avanzando. Linares Alcántara, que una vez más está llegando a nuestra calle desde el cocotal, trata de protegerlo:

—¡Zuloaga, cúbrase en los zaguanes!

Al mismo tiempo, Doroteo aparece por la izquierda. Insiste en que tiene dominado ese flanco.

—¡Vengan por acá! ¡Esa mierda de calle no sirve para nada!

Nadie contesta.

Giro otra vez hacia el puente. La figura blanca va llegando a su meta. Ya falta poco. Camina como un vencedor que escucha aclamaciones. Bajo el sol de la mañana el uniforme se llena de una luz que sube por el cuello y afila el rostro. Ahora todos conocerán al hombre que pactó con la muerte. Lo saben los amigos que espantados lo acompañan, los guerreros que disparan golosos desde los árboles de cotoperí, las familias ocultas en el fondo de los corrales, los niños que nos suponen jugando a la guerra, las ancianas hartas de la bulla que les interrumpe el rosario, los moribundos en cuclillas y los que vivirán para echar el cuento. Hay tiempo para admirar el espectáculo. Delgado sigue en la Rotunda y desde allí ha venido a llevarse a Emilio Fernández. La figura predestinada se cree inmune a las balas y al azar, y sigue caminando. Su espíritu pretende ignorar que aún está vivo y perjura ser un muerto al que sólo mueve su fe en el odio.

—¡Emilio! ¿Dónde estás? —grita por tercera vez, harto de que nadie le responda.

Y Emilio responde. Delgado parece escucharlo porque ahora sus gritos son respuestas que tienen cierta ilación y elegancia. Hasta que lo hieren en el muslo y cae al suelo indignado por semejante error del destino. “¡Calma, calma! ¡No fue nada!”. Trata de incorporarse. El pantalón blanco está cada vez más rojo y le pesa. Usa el asta de la bandera como un enorme cayado que agarra con las dos manos. Da tres pasos y toma su pistola. Pierde el equilibrio y apoya la mano que sostiene el arma en las anchas espaldas de Pancho Angarita. Pancho hace un último esfuerzo y se arrastra gateando, hasta que no puede más y se retuerce de dolor con descaro. Delgado le dice:

—Cúbrase conmigo… ¡Angarita!… ¿Eres tú?

No logran avanzar. En nada pueden ayudarse. Delgado se sienta en el suelo. Ya no pregunta ni responde. Angarita se recuesta a su lado. Pareciera que ha terminado la batalla. No se hablan, no se miran, sólo se acompañan y descansan.

Carlos Mendoza se acerca y trata de levantar a Delgado. Este se incorpora de nuevo y una vez más cree poder avanzar. Quiere hacerlo demasiado erguido y al primer paso cae de rodillas. Continuará arrodillado, sin ninguna humildad ni compostura. Comienza a entender que algo anda mal, muy mal. Necesitaría varias horas para convencerse totalmente de su desatino y varios años para aceptar su fracaso. Pero sólo le quedan segundos de meditación, porque ha recibido otro balazo en el bajo vientre. Tanta sangre no puede ser cierta. Nada tiene sentido. “¡Qué disparate!”.  Mira el reloj por última vez. Suelta la bandera y se agarra la herida con ambas manos. Forma un cuenco como si fuera a beber de un manantial y grita:

—¡Traición!

Se va a inclinar como un musulmán para orar, pero carece de  fuerzas y le pega la frente al suelo con un golpe seco. Se levanta un poco, mira a Mendoza y por fin, mientras coloca la mejilla en el pavimento, confiesa la verdad:

—Ya está.

Son las siete y cuarto de la mañana. Tenemos dos horas en tierra y Delgado está muerto a diez metros del puente Guzmán Blanco.

Urdaneta llega y nos reporta que Zukal se ha ido y Esser está tratando de reparar el mecanismo de la ametralladora.

Armando viene subiendo por la calle. No tiene la boina azul. Usa el sombrero de fieltro. Lo veo como a una cuadra. Está expuesto y dispara desde un punto fijo. Lo están cazando. Urdaneta se devuelve a ayudarlo. Lo empuja hacia una bocacalle y lo instruye sobre cómo avanzar. Le da el ejemplo cruzando de dos saltos la calle y entrando en un zaguán.

Armando no responde. Está recostado contra la vidriera de una venta de automóviles mientras observa las escenas de su novela inconclusa.

Ahora Urdaneta cambia de idea y le grita:

—¡Armando! ¡Rompe la vitrina y sal por el fondo! ¡Nos tienen precisados!

Pero nunca ha roto una vitrina en su vida, y sé bien que no lo hará. Todos le gritamos y él se ríe de nuestro escándalo. Creo ser el único que Armando está viendo e insisto en mis señas. Muevo mi fusil para que entienda que debe romper la vitrina con la culata. Armando levanta la mano y me saluda. ¿Sabrá que Delgado ya está muerto? Uno de los dos presagios de Madame Tebas no se ha cumplido. Su maldición ahora está sola. ¿Recordará lo que hablamos hace un siglo en la cubierta del Falke?

Hoy sé que Armando nos miraba a todos,  a la calle y a la ciudad entera, a la vida y sus torpes escenarios. Una vez más mi amigo es el centro de todo cuanto acontece. Lo que sucede tiene sentido gracias a su presencia, a su firme intención de dar testimonio. Él debía ser nuestro testigo, el más imparcial, el que todo le interesa por igual. Es en ese momento de despedida cuando caigo en cuenta del cariño con que Armando nos observa. Su desprendimiento le impone a la muerte una gracia que la hace comprensible y hasta propicia. Decide cruzar la calle. Pega un gran brinco. Cae en un pie y se voltea para disparar hacia el puente antes de dar el segundo salto. Apenas gira, una bala le da en el pómulo y casi lo decapita.

Estoy a medio camino entre los cuerpos de Delgado y de Armando. Disparo hacia el puente varias veces. No veo a ninguno de los nuestros en pie, sólo hay muertos y heridos regados por el suelo. A uno le sale humo por la espalda, otro canta un aguinaldo. Trato de hacerles vendas con tiras de sus propias camisas, y en segundos se empapan y brotan de nuevo los riachuelos. Camino dos pasos esperando una bala que aún no llega. Apunto, pero estoy rodeado de moscas que buscan mis manos llenas de sangre. Las veo posarse en la mira y caminar por el fusil hacia mis ojos.


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