Perspectivas

Mi salida de Maiquetía

Fotografía de Iker | Flickr

10/05/2021

Finalmente, luego de una inesperada permanencia de trece meses en Caracas cuando solo había venido por tres semanas, tomaríamos un vuelo que nos conectaría de nuevo con nuestra vida previa, la que ya de por sí había cambiado y se trataba, tal vez, de una ilusión de continuidad. Teníamos, sin embargo, que redirigirnos hacia el punto de partida, entre idas y venidas, despedidas y reencuentros.

Los días previos al viaje estuvieron marcados por la nostalgia anticipada. Saber que te irás en unos días del lugar que es tu raíz pero que, sin embargo, debido a las circunstancias de vida de ese lugar, y las creadas por uno mismo, obligaban a abandonarlo una vez más. Cada quien se forja su destino y dinámica de vida; en ese sentido no hay nadie más responsable: culpar a terceros sería evadir los actos propios y una desviación engañosa. Aun así, o precisamente por ello, me conmovía pensar en el momento de la despedida.

La dinámica atropellada de la vida en Caracas, al mismo tiempo, se constituía en aliada a la hora de matizar la partida. Habíamos llegado el 10 de marzo de 2020 y en menos de una semana decretaron el confinamiento y la suspensión de vuelos. Haber estado tanto tiempo de nuevo en el sitio de origen creó la rara sensación de haber migrado una vez más, de vuelta y ahora de regreso. Uno se entretenía tratando de organizar asuntos que quedaron suspendidos entre tantas partidas, intentar resolverlos, o más bien cayendo en la ilusión de que se dejaban resueltos y encaminados.

Habíamos hecho nuestro mejor esfuerzo en lograr la lista de objetivos propuestos para buscarle el signo positivo a la incertidumbre. Nos merecíamos un poco de paz después de tanto empeño. Tratamos de que nuestra partida estuviese signada por el orden dentro del caos. Pero no fue así. Para empezar, el vecino del apartamento arriba del nuestro –durante las tres semanas radicales consecutivas previas a nuestro viaje, que incluyeron una Semana Santa de ficción– se dedicó, violando las normas decretadas y con el aval de la indiferencia de la junta de condominio, a remodelar por completo su vivienda. Caracas es tierra de anarquía y de yo hago lo que me da la gana.

Las últimas tres semanas padecimos un martilleo insufrible, como si estallaran granadas fragmentarias encima nuestro desde las ocho de la mañana con la presencia, nada recomendable en pandemia, de una horda de obreros sin la debida protección, circulando por las áreas comunes como si se tratase de un edificio vacío, haciendo caso omiso a la amenaza del virus, con la variante brasileña que se transmitía entre los ciudadanos con la fuerza de una música sombría en un sambódromo. Las clínicas y hospitales de la ciudad estaban copados, sufríamos también ­–en parte– las consecuencias del libertinaje carnavalesco auspiciado por las autoridades. Muchas personas cercanas y conocidas se habían contagiado.

La penuria de los ruidos ayudó, paradójicamente, a ahuyentar el sentimentalismo de la despedida, a crear una sensación urgente de ya-no-aguanto-más-me-quiero-ir. Ello unido a las complicaciones inherentes a la vida venezolana cuya dinámica inoperante, engorrosa, plagada de alcabalas reales y metafóricas como si siempre se participara en un reality show de supervivencia. La suma de condiciones adversas hizo que cada día ansiáramos el momento del despegue.

Fue así como el domingo 11 de abril, último día de la decretada cuarentena radical de tres semanas consecutivas, teníamos pautado un vuelo de salida del país. Tragando grueso y con el corazón golpeado al mismo tiempo en las últimas horas antes del viaje nos montamos en el taxi de Manuel, con quien habíamos negociado los términos del traslado hasta Maiquetía: nos sentaríamos en los asientos de atrás para mantener la distancia social, los vidrios los mantendría parcialmente abiertos para que entrara ventilación, todos usaríamos tapabocas, nos abstendríamos de hablar en el camino (ya habrá tiempo en el futuro) y, como no tenía cambio, avisé que le pagaría con un billete de cien dólares y él tendría uno de cincuenta disponible para darme el vuelto. No problem.

Un requisito indispensable era que Manuel contara con un salvoconducto, con su autorización en regla. Además, llevaba en su carro una caja con mascarillas y potes pequeños de gel, en caso de que tuviera que hacer regalitos inesperados a la hora de un capricho de un guardia nacional o de un policía de Vargas (no me acostumbro a llamarlo estado La Guaira). Por fortuna eso no fue necesario, el salvoconducto fue suficiente para que nos dejaran pasar sin problema en una íngrima autopista Caracas-La Guaira. Llegamos a Maiquetía en un día soleado.

Cuando aterrizamos de España el ya lejano 10 de marzo de 2020 había gran expectativa dado que Juan Guaidó había regresado triunfal de su gira internacional y se esperaba un acontecimiento de escala mayor que, con pena ajena, no trascendió más allá de una marcha detenida a la altura de Chacaíto con unas bombas lacrimógenas. Todavía en las paredes de las calles de Caracas están pintadas consignas relacionadas al 10 de marzo. Venezuela es un país lleno de fechas que pudieron haber cambiado su historia, sin olvidar la memorable escena de la ametralladora con la caja llena de plátanos sobre el puente de Altamira.

Apenas se detuvo el carro que nos trasladaba notamos numerosa presencia de la Guardia Nacional en las afueras de la única entrada al aeropuerto (antes se usaban dos entradas, dependiendo de la línea área a la que uno acudiera). Nos recibe un hombre vestido con traje blanco de bioseguridad y nos solicita que coloquemos las maletas de un costado. Nos pide las pruebas PCR y nos da instrucciones para que ingresemos a la cabina de desinfección que, a decir verdad, es la mejor que había visto durante nuestra permanencia. El doctor Julio Castro ha afirmado que esas cabinas no tienen mucha razón de ser, salvo la de un negocio en medio de las circunstancias pandémicas. Sin embargo, esta súper cabina te hacía sentir como si estuvieras en medio de la carretera nublada hacia la Colonia Tovar. Al salir teníamos las maletas del otro lado, también desinfectadas, a las que le colocaron una etiqueta con el loguito de un hombre que parecía Astroboy con traje blanco y con la señal: «Desinfectado con Covisol/Sanitized with Covisol».

Puertas adentro

Apenas cruzamos las puertas del aeropuerto nos asechó un hombre persistente al que le colgaban un montón de identificaciones, como si formara parte de una empresa organizadora de convenciones, vestido con colores y estilos policiales, infaltable chalequito, que nos mareaba con la verborrea sobre las normas de cada país y las condiciones de la línea aérea; parecía una consulta andante no solicitada de Google. Todo ello con la finalidad de ofrecernos el servicio de plastificación de las maletas, que rechazamos de inmediato. Nos costó librarnos del sujeto que ha debido desempeñarse como cuentacuentos en su pueblo natal.

En el área de las franjas del pasillo central no cubiertos por el piso de Cruz Diez se forma una fila en forma de L donde nos colocamos manteniendo el distanciamiento social. A pesar de que llegamos unas cinco horas antes del vuelo, ya había una larga fila de gente delante de nosotros. Las líneas cinéticas de Cruz Diez producen giros mentales de despedidas, lugares comunes pero genuinos en medio del desierto de aeropuerto en que nos encontrábamos.

Al mirar hacia el fondo la soledad retrataba abandono y desolación al tiempo que captamos que el nuestro era el único vuelo pautado para ese momento, qué digo momento, somos el único vuelo de la tarde y noche, el último del día que debía despegar a las 3:45 p.m. hacia Panamá, nuestra vía de escape. Se despertaba un sentimiento como el que expresa la letra de la vieja canción «Midnight train to Georgia»: «Él dice que regresa a encontrar/Lo que queda de su mundo». El mundo que se dejó atrás no hace mucho. Durante un año de espera no pudimos utilizar nuestros pasajes de regreso a España de la línea con la que habíamos viajado ya que no estaba autorizada y solo había arreglos para vuelos comerciales esporádicos y escasos a Madrid con la tal Plus Ultra, ahora investigada por sus fuentes de financiamiento.

Estamos estáticos con la mirada puesta en el vértigo del vacío. Llegan a la memoria visiones de años pasados en los que estos pasillos era un jolgorio de gente haciendo filas para vuelos que llevaban a tantos destinos en los continentes americano y europeo, cuando llegaban acá pasajeros desde Centroamérica y América del Sur para hacer conexión y proseguir hasta sus destinos finales, cuando podíamos habernos convertido en un hub dada nuestra estratégica posición a la cabeza de Sudamérica. El vacío que nos sacudía no era solo atribuible a la pandemia sino a la política: la desolación del aeropuerto se había empezado a consumar antes del Covid a medida que las líneas aéreas dejaban de operar en el país.

Se acerca una agente de la línea aérea, nos advierte que debemos tener a mano la prueba PCR. Nos pide los nombres para verificar que estemos en una lista que trae impresa y puesta sobre un block de cartón. Nos marca como presentes como cuando uno asistía al colegio y se tomaba lista del apellido y nombre: Plaza, Pedro. Luego de esta breve bocanada de esperanza la fila creciente, que ya no es una L sino más bien una U bien cuadrada, quedamos inmóviles durante largo rato. El avance es lento, parecido a cualquier gestión pública o como cuando uno ve las personas de la tercera edad detenidas frente a una agencia bancaria para cobrar una pensión efímera.

Los metros que avanzamos, poco a poco, son trozos de esperanza. Hasta que, tras mucho esperar, llegamos al primer punto de control donde estaba una guardia nacional bien arreglada, tanto así que su uniforme parecía el de una línea aérea castrense. Una línea aérea comercial de las Fuerzas Armadas no sería una idea descabellada en estos tiempos. Si existe la Harina de Maíz Centinela de la Guardia Nacional, la que promocionaba el ícono limonero Henry Stephen, que en paz descanse, y tantas otras empresas en las que los militares han incursionado bajo el lema «Hecho en socialismo», no sería de extrañar que existiera una Tiuna Airlines. La elegante y delgada oficial se encarga de constituir un primer filtro. Nos pide pasaportes y boletos, nos pregunta el motivo del viaje y cosas que parecieran triviales si no fuera porque, al tener el uniforme militar, da la sensación de que estamos saliendo más bien de Corea del Norte.

Superado este primer control nos colocan, con el debido distanciamiento social, marcado con círculos en el piso, en una suerte de orden con tramos cortos también en U cuadradas, al estilo de siga este camino para matar al monstruo. Estamos paralizados de nuevo por un buen tiempo. Los que quedaron afuera, previo al control de la oficial de Tiuna Airlines, donde estábamos hace unos minutos, parecen una raza cercana a la extinción.

El día anterior, tras hábiles maniobras para conseguir el rellenado de tinta del cartucho de la impresora, habíamos impreso el boleto de abordar. Se acerca un representante no sé si de la línea aérea o del aeropuerto o de ambas cosas y le pregunto dónde está la fila de los que ya tienen el boleto de abordar. En otros países el chequeo se hace mucho más veloz porque se permite, a los que se tomaron la molestia de hacer este trámite previsivo, ir directo a una fila más corta. De hecho, aquí en Maiquetía Copa tiene un letrerito que indica una fila aparte para los que viajan en ejecutiva y pasajeros con boletos de abordar ya impresos. Pero como tantas cosas en el país se trata de enunciados teóricos, manifiestos irrisorios. El caballero me responde que no hay una fila especial ya que me tienen que dar “el boleto de abordaje de verdad”. Esto quiere decir que, luego de sudar la tinta gorda para poner la impresora a funcionar, fue inútil. Los papeles que teníamos en la mano eran una ficción, no eran los de verdad, solo un montón de letras y números de buenas intenciones o ingenuidad.

La detención soporífera en la que caemos, con todo y la separación de espacio y las mascarillas, muchas de ellas dobles y portadas junto a caretas de plástico, hace que la gente empiece a conversar. Eso es algo que va en el ADN del venezolano, ponerse a hablar con desconocidos como si fuesen amigos de toda la vida; es un rasgo alegre, espontáneo y simpático con el que contamos, aunque a algunos les parezca un exceso de confianza. Un hombre echa el cuento de que ayer estuvo en un café que se llama Granier, que en España queda en cualquier esquina y vende pan barato pero que aquí reviste rasgos engañosos de superioridad nuevo rica (con su versión también de lujo en Miami, según entiendo).

Me habla una señora simpática y respondo con monosílabos o movimientos de cabeza, consciente de que se debe evitar conversar, sobre todo ahora que el aire, el natural o el del sistema acondicionado, falta desde hace rato y crea dificultad en la respiración. Llega una monja y se quita el tapabocas y yo, un poco destemplado, le pido, “Señora: ¿se puede colocar el tapabocas”, y me doy cuenta de que la llamo señora, de que no deja de serlo, pero tiene el hábito puesto y he debido ser más respetuoso. No por ser monjita puede dejar de contagiar a otro pasajero, pero igual me apeno por mi atrevimiento.

Ante la parálisis en el avance de los múltiples espacios delineados como cuadriculas, que también parece el sendero de búsqueda de un personaje en un videojuego cacemos al mono con el tanque de oxígeno en la espalda, se acerca el mismo funcionario para decirnos que hay un problema con Internet y que, por ese motivo, la fila está detenida. Me pregunto si el problema de Internet tiene que ver con la falta de aire y las fuentes de electricidad. Se siente asfixia, real y psicológica. Un pasajero, de esos tipos que a mí me generan desconfianza inmediata porque usa zapatos de cuero sin medias y chaqueta tipo traje de moda con las mangas afuera de los brazos, habla todo sobrado con un teléfono manos libres, va de aquí para allá, como si tratara asuntos vitales. Habla, en realidad, sandeces con poses de engreimiento.

Las voces detrás de los tapabocas se van alzando como un murmullo de hastío y a la vez de resignación, y contribuyen a agotar el escaso oxígeno. Por suerte, empezamos a avanzar de nuevo, lentamente, cada paso al siguiente punto marcado en el piso es una ganancia que no puede ser despreciada en la épica batalla que representa salir de Venezuela en el único vuelo pautado de la tarde/noche, donde uno supondría que precisamente por ese motivo todo debería fluir, cumpliendo los protocolos a la velocidad de la luz. Pero no es así y el lento avanzar es una procesión donde se pagan pecados no cometidos. Como todo lo que hace el venezolano en su vida cotidiana, este viaje se convierte en una prueba de resistencia.

Frente a los mostradores de Copa hay un tumulto de lentitud. Al costado una especie de parabán o falsa pared donde la Guardia Nacional revisa equipajes. Son maletas escogidas al azar o quién sabe con qué criterio, pero el hecho es que sospechamos que, dada la dinámica, luego de lograr un boleto de abordar de verdad en la mano todo el mundo debe esperar al lado de ese lugar designado para que la cuarta rama de las Fuerzas Armadas revise los equipajes. Esto ocasiona que el amontonamiento de las personas sea casi inevitable, porque el chequeo de cada maleta, y el grito a cal y canto de la funcionaria llamando al desafortunado que le haya tocado revisión, Orozco, Gerardooooooo, Martínez, Carolinaaaaaaaaaaa, tarda un mundo. Entonces pasan Orozco y Martínez con cara de ir al matadero. Los demás esperan hasta que les digan que pueden irse, que no les tocó revisión.

Vemos circular, entre pasajeros y por los predios del aeropuerto, un oficial del INAM con una especie de motocicleta silenciosa de tres ruedas. Es flaco, atento con su mirada, da vueltas, observa a la gente, se cuela entre los pasajeros, ¿será un soplón, un delator de delitos infundados? ¿Qué hace este hombre dando vueltas como si estuviera en un parque infantil? La modernidad del vehículo, como de vigilancia de un centro comercial, contrasta con: a) el Internet a velocidad del pleistoceno y b) el aire acondicionado que funciona a medias con espasmos moribundos y nunca con la suficiente potencia, como si tuviera asma. No estoy seguro de que el ruido que se oye, como el de una planta eléctrica, sea el del aire cuando se enciende o de algún aparato que tienen los del Comando Nacional Antidrogas.

Lo cierto es que cada vez que se apaga ese ruido se oyen joropos endiablados que acaban de darle un toque preapocalíptico al ambiente en medio de la inmovilidad. Las notas de la letra criolla al fondo, la épica libertadora cuando somos presos de la ineptitud, la que impone el sistema a la mente castigada y hostigada del venezolano, incrementa la sensación de asfixia que comenzó cuando se metió en nuestras casas el finado comandante durante horas obligatorias para verlo y escucharlo. Eso es lo que faltaba, que en medio de este estado de ánimo colectivo se oyera la voz del hombre de Sabaneta diciendo alguna patriotería; no me hubiera extrañado, porque a veces la vida en Venezuela parece un mal sueño.

Llevamos dos horas de espera y hemos avanzado algunos metros. La gente se distiende más todavía, hace terapia, conversa, cuenta sus vidas, descuida un poco el protocolo de bioseguridad, algunos confiesan asuntos personales. Otros hacen críticas de tonos generales, muchos callan, la mayoría calla –ocurre en Corea del Norte–, la gente calla por miedo. No vaya uno a abrir la boca y poner en riesgo ese fino hilo de luz que permite salir del país. Seguimos en carrera de obstáculos, como superando etapas de un videojuego que podría llamarse Venezuelan Inferno.

Llegamos finalmente a la fila correspondiente al mostrador que nos asigna la funcionaria, la misma que nos preguntó al principio por la prueba de PCR y que nos tachó en la lista de asistencia del colegio. Se mantiene ahora mucho menos distancia social, no más allá de un metro. La asfixia se atenúa en la mente con la esperanza de salir pronto de este proceso, que sin embargo se inmoviliza de nuevo. El Internet se cayó otra vez y ahora, estando más cerca, la espera se potencia a niveles de angustia y claustrofobia.

El hombre que habla de Granier y el pretencioso se oyen como voces elongadas que se superponen encima del murmullo colectivo. Ya me sé la vida de ambos y no quiero saber más de sus existencias porque no me interesan. Se apaga el sonido de la planta y vuelve a oírse la diabólica música llanera, Dios, no me vengan a hablar de actos de valentía, épica y logros continentales en medio de la demolición de la cotidianidad para un trámite que en cualquier otro aeropuerto del mundo sería como tomarse un refresco.

Seguimos pacientes, ahogados, sin aire, resistiendo. Son momentos a punto de desmayo. Hasta que nos toca nuestro turno y parecieran haber inyectado, como por arte de magia, no sé cuántos gigas al Internet porque, cuando finalmente nos toca el chequeo es veloz, toman nuestras maletas, verifican el peso, nos dan el pase de abordar y nos confirman lo que temíamos: todo el que se chequee tiene que esperar al lado del parabán a que la Guardia Nacional revise el equipaje.

Nos vamos hacia atrás y nos colocamos entre el gentío que espera desde hace rato, los que hemos subido de nivel en el videojuego. La funcionaria llama por nombre a los desafortunados a los que les tocó revisión, como si uno estuviera en una cola en el centro de Caracas por algún trámite: González, Eduarrrrdooo. “Se les agradece no agruparse, señores, no se coloquen al lado de este punto de control, favor apartarse”. ¿Pero a dónde nos vamos a apartar? Si nos apartamos nos entrecruzamos con los que están en fila manteniendo la distancia social respectiva, los que se encuentran en un nivel inferior al nuestro, en un mundo distinto, los que estaban detrás de nosotros, los que en vez de llegar cinco horas antes llegaron cuatro horas antes; qué poco previsivos fueron.

Somos una suerte de árboles sembrados sin orden, como plantados por niños de una clase de primaria. Llaman a pocas personas y luego se impone un silencio de espera que se guinda en el aire como una filosa cuchilla de indignación. Han pasado poco más de tres horas desde que llegamos al aeropuerto. Y, de repente, como si se tratara de un acto magnánimo, la funcionaria grita para que la oigan (¿por qué no le dan un micrófono?): “Ya se puede ir todos. Feliz viaje”.

Instante en el que es inevitable que lleguen a la mente las imágenes de las antiguas propagandas de Graffiti. Todos los que estamos amontonados esperando a que la Guardia Nacional verifique las maletas nos lanzamos en estampida hacia la puerta de ingreso a aduanas. Como camino rápido me voy a la delantera, Cañonero, Cañonero, Cañonero, volteo y veo a Ana, mi esposa, unos cuantos metros atrás, recuerdo ahora la película Carrozas de fuego, la música de fondo del compositor griego Vangelis con su cara de divo malhumorado. Y en esta carrera, por una décima de segundo, logro distinguir la soledad absoluta del resto del aeropuerto, el piso de despedida de Cruz Diez como un museo cinético cerrado al público. Llegamos en tercer lugar, no está mal, medalla de bronce, como lo máximo que llegué a ganar en las competencias que organizaba mi colegio en primaria, el Instituto Escuela. Estamos frente a un funcionario con traje blanco antivirus que escanea los pases de abordar de verdad. Nos da el visto bueno y pasamos.

Frontera/Nivel intermedio/Transición

Cruzada la puerta, subimos a un estatus más avanzado en el videojuego. Nos encontramos con un solitario y bien señalizado pasillo con advertencias de bioseguridad. Sorprende ver el nuevo sistema de control en el que las pertenencias personales que deben ser revisadas –correas, relojes, carteras, computadoras, objetos de metal, morrales y maletines de manos– se colocan en recipientes grises de plástico que se desplazan de ida y vuelta, producto de la acción de una máquina que realiza esta función similar a la de una línea de producción de una fábrica moderna.

Al terminar de colocar las cosas en los recipientes, avanzamos hacia una cabina de escaneo corporal (Body Scan) en el que el operador puede ver el cuerpo del pasajero como en una lección de anatomía. Se trata de un equipo sofisticado que detecta la presencia de drogas, explosivos o armas. No obstante, luego de pasar por la cabina de escaneo corporal tengo delante de mí dos mujeres oficiales de la Guardia Nacional. Una de ellas me hace señas para que me aliste a una revisión manual de cuerpo, algo que me pareció absurdo, contradictorio y temerario en tiempos de pandemia. ¿Es que acaso no confían en la capacidad de la nueva tecnológica con la que cuentan? ¿O es que, de todas formas, se quiere imponer la mentalidad militar/policial imperante en el país? Un cateo de este tipo sería pertinente cuando se detiene a un sospechoso en la calle.

Cuando supero este incompresible paso y debo decir que las dos oficiales no estaban de mal humor y hasta se reían entre ellas como dos adolescentes que bromean con picardía sobre la fiesta en la que estuvieron la noche anterior, tenían algo de inocencia que era, al menos, desconcertante. Volteo y veo que mi maletín de mano azul lo apartan para una revisión luego de pasar por el escáner sofisticado «Made in China». Un guardia nacional me pide que lo abra y que vacíe todo lo que tengo dentro de la maleta encima de la mesa de chequeo que está al final de la banda que escupe el equipaje de mano. Lo que pienso al instante es en la insalubridad en tiempos de Covid, de tener que echar todas mis pertenencias sobre una superficie donde otros pasajeros han echado también todas sus pertenencias. Además, apenas vacío el maletín el oficial empieza a tocar, a su antojo, muchos de mis objetos personales: abre carpetas, las mira, toca alguna medicina, unos cuantos tapabocas que llevo, libros, documentos todo revisado por unas manos que no sé si se encuentran desinfectadas con gel o alcohol.

El oficial vestido de verde me dice que ya puedo para cerrar mi maleta. Recojo las cosas, ahora desordenadas, y muevo mis pertenencias hacia unos asientos para echarles alcohol en spray. Con el enredo se me cae un bolígrafo al piso y el hombre pretencioso, que está causalmente a mi lado, le da una patada con su zapato de cuero que porta sin media. Digo en voz alta a mi esposa: “Viste que este señor pateó mi pluma para el otro lado”, el hombre se voltea con cara de susto. Me provoca insultarlo, pero me contengo. Tan salvaje fue su acto que el guardia nacional que acababa de revisar mi equipaje salió de su puesto y atentamente recogió el bolígrafo preguntando de quién era.

Unas horas más tarde, dentro del avión, la mala suerte: el hombre junto a su pareja, que tampoco dejaba de hablar por teléfono todo el tiempo, se colean y se sientan sin pagar el extra en la fila de emergencia al lado nuestro quitándonos la felicidad de pensar que estos puestos quedarían desocupados. Una vez invadido el espacio no asignado y justo cuando el avión despega y empieza a tomar altura sacan un montón de comida con olor fuerte a cebolla y embutidos. Se quitan las mascarillas, hablan y mastican como si estuvieran en la sala de su casa. Estamos apenas subiendo y la escena me parece fuera de lugar. Creo que las miradas que les dimos funcionaron. Siguieron masticando pero sin hablar, mientras continuaba el ascenso.

Regresemos al momento en que me pongo la correa, el reloj, la chaqueta, guardo la cartera y el celular, trato de medio ordenar el disparate de cosas producto de la revisión inútil del guardia nacional y el desbarajuste que empezó apenas crucé la puerta de ingreso al aeropuerto. Los oficiales de migración del Saime tienen ahora un traje distinto al que conocía, se ven mucho más profesionales que antes. En eso el gobierno bolivariano no escatima y es común ver en el panorama caraqueño, me imagino que será lo mismo en el interior del país, la multiplicidad de uniformes, a lo que se agrega un horizonte visual urbano lleno de escoltas que parecen zamuros, vestidos de negro y armados que, como las aves, tiene sus horas del día en que se alebrestan. Es la revolución de los uniformes. Intimida y vencerás.

Mientras avanzamos poco a poco se acerca un oficial que nos pide los pasaportes, algo así como un paso previo al control migratorio verdadero, que no entendimos hasta que abrió el pasaporte de mi esposa que tenía estampada una prórroga. Nos advierte que tiene que verificar si es auténtica y me pide a mí que avance, que yo podía seguir adelante. Así que mi esposa se fue hacia el fondo donde había tres oficiales encargados de verificar en sus computadoras que las prórrogas fuesen legítimas. Y uno se pone a pensar que en Costa Rica, por ejemplo, para no comparar con países más desarrollados del Primer Mundo, uno solicita un pasaporte nuevo, bien sea en el Banco de Costa Rica o directamente en el Tribunal Supremo de Elecciones, se puede retirar en el sitio gestionado o enviado a casa por Correos de Costa Rica al cabo de una semana. No quiero ser chocante, pero toda esta tramoya a la que es sometido el ciudadano venezolano con la emisión y renovación de pasaportes y las alcabalas de las prórrogas es un reflejo de la parálisis de un país.

Mi esposa estaba tranquila durante la verificación. Desde marzo a octubre el Saime estuvo cerrado y se conoció de muchas estafas de prórrogas no válidas pagadas a precios insólitamente altos producto de la desesperación de las personas al tener vencido su documento de viaje. Ella logró la prórroga por sus propios medios, tras muchas noches de insomnio, luchando contra el sistema, sin acudir a gestor alguno y hasta se sentía airada para rebatir cualquier duda. Tras meses de paciente espera diluida en el sopor de la pandemia logró que se la entregaran en la oficina del Saime de La Trinidad. Nos habíamos desfasado en el avance y, sin muchas preguntas, me dejaron pasar.

Justo al inicio del área de aduana me coloco al lado de una gran pecera donde hay una representación en miniatura de un barco encallado en aguas profundas, no sé si símbolo del país. Hay unos pocos peces sobrevivientes girando dentro del agua. No se oía música alguna ni llamados a vuelos ni nada. No había nada en el ambiente que chispeara, prevalecía una sensación de neutralidad hueca. Oír el sonido tranquilizador del agüita en la pecera colocada justo en ese punto de salida de migración hacía un contraste gigantesco con lo que habíamos vivido. El tiempo parecía suspendido.

Se me ocurre tomarle un video corto a la pecera pero se coloca un hombre con traje semioficial del otro lado y se queda firme, estático, como una estatua, no sé si tiene que ver conmigo o si espera a otro pasajero. El hecho es que no me atrevo a sacar el celular. Si algo he aprendido en este año de la Venezuela actual es que una de las peores ofensas a las autoridades es filmar cualquier cosa; uno puede terminar preso. Al detener a una persona no hay medida legal que lo justifique, ni orden de Fiscalía ni nada, simplemente te llevan. Yo presencié dos arrestos de esa naturaleza. Uno fue en la época de la escasez de gasolina al inicio de la pandemia cuando se llevaron a un hombre de aspecto bonachón que filmaba el momento épico en que llegaba un camión cisterna a surtir de gasolina una bomba. Me contuve en sacar el celular para filmar la pecera –que era de lo más bonita– y su sonido tranquilizante, no fueran a pensar que con esa imagen difundiría en las redes un mensaje difamatorio sobre la metáfora del barco encallado en el fondo. Estando todavía en el país la moderación y el sentido común, la autocensura, entender la clase de sistema en el que vivimos ayuda mucho a sobrevivir y no terminar en una situación desafortunada.

En la espera me pierdo mentalmente. Con el sonido persistente del agua evado, estoy en un riachuelo en Choroní, en un manantial de aguas termales de Costa Rica, me veo en un barco explorador de Jacques Cousteau. Trato de pensar en cosas agradables mientras espero que a Ana la dejen pasar. Por un instante irracional pienso: ¿y si a ella no la dejan avanzar? ¿Qué hacemos? ¿Qué tendría que hacer? Vuelta a la patria, solo la ignota línea de migración me separa de regresar a la patria:

La ley universal cumplióse luego,
y vi en el alma, presta,
la mía disiparse,
cual mira en lontananza
torcer el rumbo en dirección opuesta
el náufrago al bajel que vio acercarse.

Momento en que Ana se dirige decidida y con empuje hacia la caseta del Saime para entregar su pasaporte a la misma oficial que revisó el mío. Sale sin problemas, yo sigo al lado de la pecera. Me reitera que está orgullosa de que ella misma había hecho todo el trámite penoso de meses para renovar (solo por dos años) el pasaporte y de que no cayó en las manos inescrupulosas de algún gestor que la estafara. Entonces, ahora, como sacudidos por el efecto del paso de un huracán, unas cuatro horas y pico más tarde de haber puesto los pies en Maiquetía, de habernos despedido de Manuel, que llegó con su cambio de cincuenta dólares, de encontrarnos con la soledad del aeropuerto, en medio del silencio que sigue reinando a esta hora en la aduana de Maiquetía, avanzamos un poco para comprar dos botellas de agua.

Cada vez más cerca

El aeropuerto se ha modernizado. Hay muchas tiendas bonitas y de lujo que contrastan con la realidad del país, como si estuviéramos en un reducto del Hotel Humboldt renovado o en la urbanización Las Mercedes, tierra de la nueva plata. Estamos en presencia de la nueva realidad venezolana donde la pobreza mayoritaria convive con un lujo que podría asemejar más al que despliega la oligarquía rusa o china (más que la cubana), en donde la vanidad por los bienes materiales más costosos es muy apreciada. Así lo reflejan las tiendas a lo largo del aeropuerto muerto, muerto, muerto, porque no hay ruido ni de voces, ni de parlantes llamando vuelos, ni de gente exaltada. ¿Estamos de madrugada? No, claro que no, son casi las tres de la tarde.

Hay muchas casetas de seguros de viaje de varias empresas, entre ellas Qualitas. En cada puesto o tienda hay un empleado, expectante y callado, todo en un silencio pernicioso que da un poco de escalofrío. Paso a lo largo de un pequeño parque infantil con temas de aviación y, un poco más adelante, un anuncio gigante: «Seralblin: blindados en alquiler; hacemos tu camino seguro», colocado a la salida de una sala de espera VIP. Los negocios que están abiertos, que son pocos, se aprestan a cerrar apenas despegue nuestro vuelo. Hay varias máquinas nuevas de chequeo de equipajes sin estrenar en algunas puertas, con el plástico que todavía las recubre: «Safeway Systems». La pantalla con la lista de vuelos de ese 11 de abril me deja estático. Me arriesgo y tomo una foto para poder transcribir la lista de los únicos seis vuelos de un día entero en el Aeropuerto Internacional Simón Bolívar:

8:00 Estelar ES8733 Cancún
8:30 Laser QL2950 Panamá
9:00 Conviasa VO3736 Cancún
10.00 Avior 9V1214 Santo Domingo
13:45 Cubana 3311 La Habana
15:45 Copa CM 225

La vida pende sobre un hilo o del ala de un ángel.

Unas horas más tarde en Panamá, apenas aterrizamos, y como signo contrastante de las realidades, al salir del avión miré la pantalla de vuelos anunciados. En solamente un lapso de tres horas y media, desde las 6:02 p.m. hasta las 9:30 pm había viajes para Miami (dos vuelos), Los Ángeles, Toronto, Nueva York, Orlando, Medellín, Estambul, Bogotá, Cali, Ámsterdam, Ciudad de México, Lima, Santo Domingo, San José, Cancún, Ciudad de Guatemala.

Eso fue unas pocas horas más tarde. Ahora seguimos en la sala de espera de la puerta de embarque número 26, la única abierta en todo el aeropuerto. Por un motivo que desconozco hay muchas personas en sillas de rueda. Están alineados en cuatro filas simétricas, como si se dispusieran a avanzar en un desfile militar del 5 de julio, cada uno con un empleado del aeropuerto asignado para llevarlos hasta el avión, todo muy castrense. Veo a través de los ventanales cómo van cargando las maletas por la correa hacia el avión que parece alimentarse del equipaje con un hambre insaciable. La gente en la sala de espera mantiene el protocolo de la mascarilla, aunque se nota una que otra nariz rebelde que se asoma imprudente fuera del tapabocas.

Aprovecho para ir al baño antes de que nos toque el llamado de nuestro grupo. Me doy cuenta de que la limpieza de los baños también ha mejorado. Ya no existe la clásica botella de plástico con una hendija hecha con una navaja o cuchillo en la tapita para echar jabón azul a los pasajeros y tratar de cobrar una propina. Y como el dinero local no vale nada, no hay propina posible, salvo que sean billetes de un dólar, que escasean. Se podría decir que el upgrade de los baños es uno de los beneficios colaterales del nuevorriquismo minoritario de estos tiempos pecuniarios.

Regreso a la sala de espera. Cuando oímos el número de grupo que nos toca me extraña ver que se arman más bien dos filas, una de hombres y otra de mujeres. A medida que nos acercamos comprendo que se trata de un nuevo cateo corporal por parte de la Guardia Nacional, como si no hubiera sido suficiente el examen de los sofisticados equipos de escaneo «Made in China» que desnudan al pasajero como en una lección de anatomía, y la revisión física de la funcionaria de ese cuerpo fundado por el general Eleazar López Contreras. Mi esposa se coloca en la fila que corresponde a mujeres y yo me quedo en la de hombres y me voy acercando al cateo físico de despedida de la patria. Estoy frente a un tipo alto y corpulento. Lo que tengo frente a mí es una masa de color marrón y, como los pasajeros anteriores, levanto los brazos. Me ordena:

–Quítate el morral.

Había levantado los brazos con el morral puesto y eso no le agradó para nada al oficial, quién sabe por qué capricho. Me lo quito, lo coloco en el piso y levanto de nuevo los brazos. El hombre me revisa con una proximidad desagradable e innecesaria. Además de lo exagerado del acercamiento físico, era sin duda un atentado al protocolo que se debe mantener en pandemia. Como es más alto que yo, y ante el desagrado cuando empieza a tocarme el cuerpo en distintas partes, y como casi siento su respiración al hablarme, no puedo hacer otra cosa que cerrar los ojos de mi cara que sostenía una mascarilla N95 y una careta de plástico. Eso tampoco debió agradarle.

–¿Pa’ dónde vas tú? ¿A qué te dedicas?

–A Costa Rica y soy administrador –le respondo con una profesión genérica para que no dé lata. No entré en detalle de que tengo pasaporte costarricense, lo guardo como un arma de último recurso para una denuncia de atropello de maltrato a un ciudadano de otro país. Mi viaje, por los momentos, lo hago con el pasaporte venezolano donde está estampada la visa de residencia de España, nuestro destino final. A medida que revisa sigue con las preguntas.

–A Costa Rica… ¿Pero tú de dónde eres?

–Soy venezolano pero tengo residencia en Costa Rica.

Mientras ocurría el interrogatorio a menos de medio metro de distancia corporal –jodiendo de facto todas las normas de bioseguridad implementadas por las autoridades del aeropuerto, así como las jodió el que manoseó mis pertenencias en la maleta de equipaje personal– me empezaba a hervir la sangre porque sentía sus manos grandes que tocaban con fuerza mi cuerpo, como si yo fuera un criminal detenido en medio de una redada de narcotraficantes o malandros armados hasta los dientes en la Cota 905. Como siento que el hombre me tomó una suspicacia inmerecida o una rabia gratuita, por instinto le digo:

–Mira, esa que está en la fila de al lado es mi esposa. Estamos viajando juntos.

–Ah… esa es tu esposa.

Sube el cateo desde los tobillos hacia arriba y entonces, en el último avance, me agarra las bolas y siento una de las mayores indignaciones de mi vida. Ni siquiera un médico urólogo se atreve a tocar de esa manera los genitales de un paciente. Siento que voy a estallar. Le doy un coñazo, le pego un grito, una patada en sus bolas, lo denuncio, todo en cuestión de segundos está sintetizado en ese manoseo que sería sujeto a denuncia y cárcel en cualquier país civilizado, pero no en un régimen donde no hay nada que proteja al ciudadano. Pienso que fue una ofensa a propósito para que yo reaccionara y entonces me ordenaría que me apartara de la fila y, luego de estar un año en Venezuela, con todas y sus cosas positivas que tuvo esta inesperada larga estancia, donde lo bueno superó con creces lo malo a pesar de la crisis, y donde llegué a sentir que este es el punto de regreso algún día del nomadismo en el que me encuentro, estaba en el aire, lo sentí, que si había una mínima reacción de mi parte todo se vendría abajo. Callé, como callan tantos venezolanos humillados para no terminar injustamente detenidos o en una situación de penuria. El oficial me devuelve mi pasaporte con desprecio y rabia, como diciendo, me caes mal y esta vez te perdono. Y yo por dentro decía… mejor no lo repito, ya se lo imaginan.

Ana me esperaba desde hacía varios minutos en el túnel de entrada al avión. Voy hacia donde ella está. Tiemblo de indignación. Le cuento lo ocurrido. Se queda abismada. Me trata de consolar. Repito maldiciones, yo que no soy de maldecir. El avance dentro del túnel de pasajeros es lento y me pongo a pensar por qué en este último momento de despedida mi integridad física y moral fue atropellada con semejante violencia y atrocidad, como para que no me queden dudas de cómo se bate el cobre en la vida de mi país natal.

Entramos al avión manteniendo la distancia social en la fila. Rociamos nuestros asientos con alcohol. Coloco la maleta azul desordenada en el compartimiento superior y el morral debajo del asiento delantero. No pienso quitarme la mascarilla en todo el vuelo. Había ya tomado el agua suficiente para evitarlo. Veo hacia afuera de la escotilla. Al rato el avión retrocede, parece mentira que vayamos a despegar. La última vez que estuve en Venezuela fue en abril de 2018, en aquel momento recuerdo que no pude contener las lágrimas al ver alejarse de mi vista las montañas de la cordillera. Este momento también lo temía, pensé que me iba a desmoronar, irse siempre es una manera de perder, en mayor o menor grado, los afectos. Pero cuando el avión levantó vuelo no sé si producto del año en pandemia y lo difícil que resultó salir de Venezuela, atravesar las amenazas en varios niveles de una suerte de videojuego, para mi sorpresa me embargó la alegría de sentir que empezaba a recobrar mi libertad.


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