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Este año se cumplen 120 años del nacimiento del pintor ruso-americano Mark Rothko. Para conmemorarlo publicamos a continuación un poema de Alejandro Oliveros recogido en su libro Espacios en fuga (Pre-textos 2012) en el que hace un homenaje a la vida y obra del artista plástico.
XXIX
MARK ROTHKO: RETROSPECTIVA MUSEO GUGGENHEIM 1978
Entre los fondos verdosos
que se deslizaban como
musgo maligno a través del
paisaje de las primeras
telas, se presentía una
perspectiva de tristezas
y suicidios. Las sinuosas
formas celulares fueron
sumergidas por un vasto
horizonte de texturas
y colores. La sintaxis
del sueño convertida
en escombros, escenario
de tragedia, espacio
de retirada. Y, siempre,
la obsesión de convertir
toda referencia en mancha,
todo movimiento en suspenso,
en línea borrosa y aire.
Por el vértigo de la rampa,
en el descenso sin fin,
los azules se retiraban
frente a tierras y naranjas;
una fugaz presencia solar
desplazada por ocres y rojos;
ladrillos oscurecidos
por la fatiga y el insomnio,
el desgaste del valium
y la sed profunda. Hacia
un abismo invisible se dirigía
obligada la mirada, que
se detenía, interrogando
el resplandor del verano
lacerante, mientras
la claridad se ausentaba
de los enormes lienzos
y el día se reducía
en los planos sin salida,
y en las paredes que giraban
y nos acercaban al horror
de una oscuridad sin pausa
y el ronco silencio del
vacío circular y sin aire.
Un domingo antes, oculto
en la helada soledad
del parque, te demoró
la palidez sin retorno
que se extendía hacia aquel
Oregon de la infancia.
Durante esa tarde ventosa
de febrero, el negro
se extendió todo sobre
el blanco, como un cerco,
un coro de criaturas
ciegas, encapuchadas,
cada vez más cercanas
e insoportables. Podías
oírlas camino al estudio,
de espaldas al oeste perdido,
soñando la luz de Rusia
con ojo miope de aneurisma.
Un día más y pocas horas
de otra larga madrugada,
la navaja de afeitar,
las fidelidades de una
botella y un frasco
de somníferos para
desaparecer entre las aguas.
Lentamente aparecieron
los tonos que desplazaron
a los rojos vinosos y
sangrientos. Sombras con un mar
de noche absoluta. Allí
estaban, con su oscuridad
de espejos: negros y grises,
negros y blancos, negros. Hojas
de un árbol fulminado,
esquelas mortuorias en el
acrílico suspendido,
áreas reducidas y
precisas, tamaño apenas
para cubrir tu rostro
de judío atormentado,
para ocultar el viscoso
fluido cuando oscuramente
escapaba de tus venas.
Alejandro Oliveros
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