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En su Poética, Aristóteles expone que al cantar las peripecias de hombres superiores, la tragedia enfatiza las virtudes de los personajes, su nobleza, coraje, capacidad de sacrificio y penetración en la realidad (mientras la comedia imita hombres inferiores, resaltando su fealdad y defectos). La tragedia, pues, presenta a los hombres mejor de lo que son, a contravía de la comedia, que los capta peor de lo que son.
Una de las características de la obra del fotógrafo Tito Caula es su ternura por quienes se pusieron en la mira de su lente. Sobre todo, paradójicamente, quienes los visitaban en su estudio para hacerse fotografías publicitarias. Podría decirse que no hay tal contradicción y que, cuando alguien contrata un profesional para que le haga imágenes promocionales, lo lógico es que estas destaquen sus mejores rasgos. Muy cierto. Pero Caula no solo acentuaba las virtudes que sus fotografiados creían tener, sino las que ignoraban que poseían. Caula era el fotógrafo de la vulnerabilidad, rasgo que captaba incluso -o, sobre todo- en quienes se habían pasado la vida ocultándola.
Me dicen que a veces albergaba conflictos respecto de su trabajo publicitario (es cosa de artistas la ambivalencia ante la faena por encargo). Inmigrante, como todos, forzado por las circunstancias, se dedicó a esta variante del oficio para mantener a su familia. Caula había nacido en Argentina, en 1926. En 1960, cuando la industria cinematográfica de la que formaba parte como realizador de foto fija en películas entró en crisis, hubo de emigrar; y él y su esposa Amparo escogieron Venezuela para compartir nuestro destino. Moriría, en 1978, venezolano. No era lo único que hacía. También hizo mucha crónica visual y trabajo documental. De hecho, es uno de los testigos más cabales de la peripecia venezolana de los años 60 y 70, con sus tensiones, sus contradicciones y sus destellos entrañables, que Tito Caula captó con esa piedad que es su marca. No es que no hiciera comedia con su cámara, pero, como advirtió Aristóteles al describir este género, el suyo era un humor “que no causaba dolor ni ruina”. Jamás se mostró cruel con sus personajes. Podía reírse un poquito, pero con ellos. No de ellos.
Tengo una tesis: el estudio, el corral acotado del sinfín, terminó siendo el espacio de su corazón (si no lo fue desde el principio). La prueba es la imagen que acompaña esta nota.
Esta fotografía de (circa) 1970 la hizo Tito Caula en Punta de Piedra, sector El Manzanillo, municipio San Francisco, ribera del occidental del lago de Maracaibo. Debe haberse tratado de un reportaje sobre el puente, dado que esa especie de acera terminada en el agua, donde están los niños, era el muelle hecho por las empresas que trabajaron en la construcción del puente para el trasiego del personal y la descarga de sus materiales.
La escala es inmensa. Tanto la natural como la construida. Aún así, Caula apiña a los niños, como libros ateridos en un anaquel donde sobra tabla. En vez de observarlos dispersos por el embarcadero, los hace posar en el ámbito que correspondería al estudio. ¿Por qué se acostumbró a tener sus personajes apretados dentro del margen de un telón de fondo? No. Porque ese cuadrado virtual es el de su afecto, su continente estremecido. Es como si quisiera mantener reunido, compactado, aquello que constituye el foco de su atención. Lo demás, por imponente que sea, no es más que el fondo. Un fondo, por cierto, intercambiable. Lo que cuenta son las criaturas virtuosas… trágicas.
Contemplamos esta foto el último día de octubre de 2021. Ese muelle terminó de claudicar hace poco. Se cayó. Ya no existe. El viento que hace medio siglo alborotaba el cabello de los niños campea ahora solitario (silbará, seguro, para que el silencio no lo abrume). Los niños deben estar regados por el mundo (el Zulia parece sometido a un proyecto de arrase y despoblamiento).
Pero no todo está perdido. En menos de dos semanas, el sábado 13 de noviembre, se inaugurará en el Maczul (Museo de Arte Contemporáneo del Zulia), dirigido por Anabelí Vera Marín, la exposición “Tito Caula: el registro inagotable”, en alianza con la Fundación Archivo Fotografía Urbana. La muestra, de casi un centenar de piezas, fue curada por Lorena González Inneco y Vasco Szinetar, autores del texto del catálogo. En algún lugar de la sala 4 del Maczul, una enormidad de dos niveles y luminosidad del otro mundo (el mundo del Zulia), estarán estos niños, mirándonos desde la era petrolera, desde la democracia y la fe en el futuro (una de las niñas orienta la cara de su hermanito hacia la cámara sostenida en el trípode del fotógrafo, ¿intuye la solemnidad del momento?, en que han de convertirse en mensajeros de la esperanza que encarnan…).
La imagen nos fascina. Insisto, los niños apretados, como creyones en su caja, sus piernitas morenas expuestas a la tibia brisa del lago; la actitud inocente, juguetona, confiada; las sonrisas apenas esbozadas como si compartieran el deleite del fotógrafo (ese placer punzante que nos produce el trabajo creativo hecho a instancias de otro). Y luego, toda esa agua en calma, la vibrante geometría del puente. Todo es promesa en esta imagen. Todo es cariño. Todo es Caula.
Milagros Socorro
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