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En otras ocasiones se ha ocupado este espacio de la falta de médicos y de presupuestos para la atención de las enfermedades en nuestro siglo XIX. Para que no se queden las cosas a medias, hoy toca el turno a la desidia de los cuidadores de los pacientes en la misma época. Nos pone ante un cuadro sobre el cual conviene reflexionar.
La suerte de los enfermos no está perdida entonces solo porque, como se ha visto aquí en anteriores oportunidades, los gobiernos no disponen de presupuestos para la atención de la salud pública, sino también por la desidia de los empleados que deben asistir a los pacientes. Veamos lo que dicen al respecto dos Diputaciones Provinciales.
«Ninguna reforma de los hospitales es posible, porque se encuentra en el peor de los estados por el descuido de los empleados. Nada se podrá hacer, si no se castiga a los empleados», aseguran los diputados de Cumaná en 1837. La Diputación Provincial de Caracas describe un panorama desolador, para llegar a la misma conclusión. En un Comunicado fechado en 30 de noviembre de 1840, aseguran los representantes de la ciudad más importante de la república:
La vigilancia de los empleados de hospitales y casas de igual ocupación, lleva a la necesidad de salir de los empleados, o de castigarlos con severas reprimendas. Los establecimientos son una calamidad porque los empleados no cumplen con el deber por el cual se les cancela un sueldo. No medican al enfermo como han ordenado los médicos, no asisten a la limpieza de los salones, ni a la atención de los lechos, ni a las guardias establecidas después de las nueve de la noche, ni a mudar la ropa de los pacientes que sufren completo abandono. La comida falta porque la substraen para llevarla a sus casas particulares, sin remordimientos de conciencia. Debemos decir, con profundo dolor, que pasa lo mismo con los enseres como sábanas, orinales, mesitas de auxilio y silletas. No han valido las llamadas de atención que el Cuerpo ha hecho mediante documentos desde 1832, ni los consejos oportunos, ni las inspecciones, pues parecen burlarse de las medidas anunciadas, cuanto más severas más desatendidas. En las manos de ellos, está lejos la solución de un problema que no se puede arreglar, ni siquiera con el desembolso de importantes sumas.
La entristecedora descripción hace referencia a diez años, durante los cuales la suerte de los enfermos ha dependido de la indiferencia de aquellos a quienes atañe su cuidado. Un pliego de 1849, procedente de Ciudad Bolívar, refiere una situación idéntica: «No hay empleado que sirva para ver de los enfermos, dejándolos en soledad y robando sus enseres. Casi hasta resulta mejor buscar los auxiliares en otra parte, porque parece no haber piedad aquí para los pobres a quien Dios ha mandado a guardar dolorosa cama».
Es evidente cómo no mueve a los funcionarios la solidaridad, de cuyo aliento requieren para el cumplimiento de una misión al servicio de los seres humanos que sufren enfermedad, y que se encuentran en una situación de tal desvalimiento que los obliga a la reclusión en lugares donde solo encontrarán el crecimiento de sus trastornos.
Conducidos por la necesidad a depender de una negligencia que preocupa a los diputados locales, a los mandatos de una incuria cuyo tamaño obliga a la escritura de un trío de elocuentes documentos de denuncia, los enfermos no parecen estar de paso en un dispensario digno de su nombre, sino en un purgatorio que ha construido en Venezuela el escalofriante desdén de los enfermeros.
En textos anteriores se insistió en la permanencia de conductas del siglo XIX en el área de la salud, capaces de impedir salidas modernas y eficaces a los problemas sanitarios de la sociedad en nuestros días. O, si no se insistió, se sugirió la necesidad de tenerlas en cuenta a la hora de las explicaciones. El caso que nos ha ocupado ahora parece superado del todo, por fortuna.
Elías Pino Iturrieta
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