Telón de fondo

Los lamentables cementerios del siglo XIX

02/05/2020

Una vecina de Caracas, Juana Torres, nos conduce al acuciante tema del descuido de los cementerios en nuestro siglo XIX. En 1840, describe ante el Jefe Político una escena aterradora.

Los animales sacaron el cadáver de mi padre, Juan Torres, de su tumba, y se comieron los huesos en la calle a la vista de los pasajeros, siendo estas las horas en que no aparecen, y que no se toman medidas para evitar estas horribles cosas, que no son la primera vez que pasan. 

De Turmero viene la primera referencia sobre el mal estado de los cementerios en la época. Un documento de 1832 señala que ninguno de los lugares dispuestos en el cantón para la inhumación de cadáveres está protegido por tapias. Por consiguiente, 

… con dolor se ha visto que los perros han descubierto en la sepultura de los cadáveres algunos de sus miembros, lo que es demasiado ofensivo a la decencia y aún a la salubridad pública. 

En 1839, los habitantes de Barinas manifiestan su desazón por el mismo motivo: «El estado de desprotección permite la entrada de perros al Cimenterio, para horror de la ciudadanía que descubre restos esparcidos en la mañana por lugares del centro, inmediaciones del mercado y de la cárcel pública. Por eso es que muchas familias prefieren enterrar los deudos en el solar de las casas, sin licencia del Eclesiástico, ni del Jefe Político, con riesgo para sus familiares y vecinos». En 1842, la situación del camposanto de La Victoria, el cual ni siquiera puede usarse para su natural función, obliga a que se lleve la denuncia a las páginas de El Venezolano: «Hoy existe sin portón, sin lumbre, sin capilla y sin estar encalado por dentro ni por fuera, rodeándolo el monte a la altura de las paredes. Ningún uso se hace de él, ni podrá hacerse en mucho tiempo». 

Una carta enviada al ministro del Interior en 1848, procedente de Guanare, solicita ayuda para construir una pared y una puerta en el cementerio, «pues los perros profanan los restos de los recién enterrados, especialmente de las familias pobres que se ponen en la superficie». Poco después llega de Barquisimeto una noticia parecida, que evidencia preocupación:

Hubo animales que entraron al Cimenterio y se comieron dos cadáveres mal enterrados, de los que están en la parte posterior. La situación se descubrió a los días, por falta de vigilancia, pues que no hay manera de pagar un ayudante del Ecónomo, para el celo de un lugar importante y obligatoriamente concurrido. El padre Vicario quiere pedir para remendar el portón, pero todavía no lo hace esperando una opinión sobre tratar unas formas que desdicen de las costumbres de religión y respeto de la población, siendo mejor apalabrar una discreta colaboración.

Hora el descuido conduce a la vergüenza por unos episodios que dejan mal paradas a las autoridades civiles y religiosas, aunque también a la generalidad de los vecinos que ni siquiera han enterrado adecuadamente a sus difuntos. ¿Conviene tratar el tema en el púlpito? El Vicario y el Jefe Político sugieren una solución más sigilosa, según se comunica al gobernador. 

En los archivos no reposan respuestas frente a tales denuncias, ante unas irregularidades que han debido crear preocupación. Hasta en Caracas se requiere la intervención de la autoridad por un motivo semejante. La tierra del camposanto es húmeda, hecho que facilita el descubrimiento de los despojos y el consiguiente banquete de las alimañas. Si se considera que en 1839 reposan en el lugar más de 12.000 difuntos, estamos ante un problema que incumbe a toda la ciudad. Cuando se enferman unos alumnos internos del Colegio Independencia, en septiembre del mismo año, las dolencias se atribuyen a «los vientos del cimenterio». La fetidez provocada por los enterramientos realizados de manera irregular, o por las comilonas de los perros y los gatos, llegaba hasta el dormitorio del plantel. Es curioso que los deudos no hayan consignado un número mayor de reclamos, capaz de conducir a medidas eficaces del municipio. 

Pero también es curioso que el asunto del descuido de los cementerios, que incumbe tal vez a la indiferencia de los deudos y a unas peculiares conductas funerales de los antepasados, no haya provocado mayor atención de los colegas historiadores. Lo poco que ahora se ha descrito puede invitarlos a una búsqueda más profunda, antes de que la memoria de unos asuntos de trascendencia para la comprensión de las relaciones sociales sea depositada en una fosa común.


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