Detalle de la portada del libro "Fierce Attachments: A Memoir".
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¿Qué es un apego feroz? Un apego feroz es la relación de dependencia entre una persona y otra, la cual hace daño y genera culpa y victimización. Esta podría ser la premisa central de Apegos feroces, de Vivian Gornick, una escritora de reciente descubrimiento en español pero que publicó su primer libro en 1987; desde ese momento consolidó una vocación de escritura al dar el salto del periodismo hacia libros que ahora se definen como «de culto».
Vivian Gornick nació en el Bronx, en 1934. Hija de padres judíos, comunistas y obreros, creció en un entorno en el que la relación con su madre siempre fue tormentosa, motivo que sirve de eje central a Fierce Attachments: A Memoir. Al traducir el título al español se dejó en el camino la referencia de que se trata de unas memorias. Editado por Sexto Piso, fue elegido libro del año por la asociación de libreros de Madrid en 2015 y suma ya quince ediciones.
Gornick creció en un edificio donde la forma de vida se basaba en la dinámica de una comunidad íntima en la que los hombres están casi siempre ausentes del foco narrativo, en la que predomina la relación entre las mujeres de los distintos apartamentos quienes, a su vez, mantenían una estrecha relación de confianza al punto de que las puertas de sus casas estaban constantemente abiertas. Quizás esa convivencia fue la que llevó a esta escritora a forjarse como abanderada del movimiento feminista, aunque precisemos que a Gornick no le gusta que se refieran a ella como liberal, avanzada o feminista. Mejor «singular». Ella prefiere la palabra «singular».
Un término que aparece en Apegos feroces referido a la mujer que se encuentra y se siente bien en la soledad de la ciudad, tomado a partir del libro The Odd Women (1893), de George Gissing -que en español se tituló Mujeres sin pareja (aunque «Odd» también significa «impar», en este caso quiere decir «singular», «extraño»)- es el puente que conecta con lo que podría considerarse una suerte de continuación de sus memorias: La mujer singular y la ciudad (2015), publicado asimismo por Sexto Piso, el cual marca una distancia de treinta años en relación con Apegos feroces.
Vivian Gornick comienza a escribir en The Village Voice, un periódico semanal gratuito al que los neoyorquinos tuvieron, durante mucho, acceso cada miércoles: tras ser fundado en 1955 y contar con una prominente lectoría, deja de circular en papel en 2015, desparece en 2018 y resurge de nuevo en 2021. The Village Voice se convirtió en una plataforma para la comunidad artística de avanzados criterios en cuanto a la defensa de los derechos civiles, dando cabida a movimientos de minorías y asumiendo firmes posturas, como la de oponerse a la guerra en Vietnam. Fue también un medio usado por Norman Mailer donde en su momento colaboraron E. E. Cummings, Ezra Pound, Katherine Anne Porter o James Baldwin. Entre los nombres más recientes que aparecen en sus páginas podemos señalar el de Jonathan Lethem, quien escribe el prólogo de Apegos feroces, en el que señala: «Las memorias de Vivian Gornick tienen esa calidad endemoniada, brillante y absoluta que tiende a elevar un libro por encima de su contexto y provoca que sea admirado, con toda justicia como ‘atemporal’ y ‘clásico’».
Gornick publicaba, en promedio, un artículo mensual para The Village Voice antes de dar el salto a la escritura de libros. Cuenta la autora que cuando llevaba escritas unas cuarenta páginas de Apegos feroces no pudo continuar: se detuvo al tomar conciencia de que tenía muchos temas que resolver y definir respecto a su madre, pero no hallaba cómo abordarlos. Hasta el día cuando aquella peculiar mujer -curiosamente, la narradora no revela su nombre pese a que el libro gira en torno de la relación entre ambas- le cuenta sobre una niña que se disponía cruzar una calle en el Bronx y ella la detuvo porque el semáforo estaba en rojo advirtiéndole, además, que solo podía cruzarlo en verde, a lo que la niña respondió: «Señora, ¿qué le pasa? Usted no entiende nada. Es al revés de lo que dice».
Al relatar su madre aquella anécdota para Vivian fue como abrir una compuerta. La solución para resolver el bloqueo creativo en que se hallaba al querer contar lo que ocurría en el edificio -y al mismo tiempo materializar los modos de relación entre las mujeres- era relatar las conversaciones (o más bien discusiones) que a menudo tenían ambas mientras caminaban por las calles de Nueva York. Válvula de escape terapéutico: la ciudad como psiquiatra. Así, leemos escenas con diálogos memorables en la Sexta avenida a la altura de la calle Cuarenta, en la Quinta avenida, en la avenida Lexington (cerca de Hunter College), en la Octava avenida, en Bleecker Street, en la parte alta de Broadway, en la Novena avenida, en la calle Veintitrés (dirección oeste), en calle Cincuenta y Nueve, en Delancey Street, o en torno de lugares emblemáticos como el Lincoln Center, el edificio Time-Life o el puente de Williamsburg.
De esta manera el libro toma también una dimensión cartográfica. Algo parecido ocurre en La mujer singular y la ciudad donde en vez de realizar las caminatas con la madre -aunque recuerda algunas- las hace con Leonard, su mejor amigo. Otra diferencia con Apegos feroces es que en La mujer… se registran hondas reflexiones sobre la ciudad, lo que ella representa y su relación con la chica particular, la que vive sola y no necesita pareja. Este tributo a Nueva York nos recuerda el de la escritora Maeve Brennan, otra mujer singular, quien vivió sola en habitaciones de hoteles, cuando no deambulaba por las calles. Hija del primer embajador de Irlanda en Estados Unidos, al terminar la misión de su padre decide irse a Nueva York para probar suerte y llega a trabajar para la revista literaria de mayor prestigio en su momento: en The New Yorker conoce la fama y la buena remuneración para luego, tras varios años de manejos irresponsable del dinero y de un divorcio traumático, caer en el infortunio. La mujer sola, que testimonia su relación con la ciudad a través de estupendas crónicas, pierde la razón y vive una época en los baños de The New Yorker para después terminar mendigando en las calles hasta acabar sus días en un sanatorio. Ese no es el caso de Gornick, a pesar de las áreas de coincidencia, ni tampoco el de Fran Lebowitz, cuya proyección fuera de Estados Unidos se ha catapultado por su serie de entrevistas con Martin Scorsese en las que la carismática conversadora habla primordialmente de su relación con Nueva York.
La segunda parte de sus memorias las escribe Gornick a sus casi ochenta años, por lo que es natural que su registro sea más reflexivo: ahora estamos ante una voz muy madura. Nueva York nutre a la escritora: andar por sus calles es la mejor compañía. La mujer singular y la ciudad pareciera dejar aparte los preceptos de los narradores de no ficción tan presentes en la literatura de Estados Unidos. Esta segunda entrega no parece una memoria pues algunos hechos se han alterado, consciente o inconscientemente. La construcción narrativa no es tan sofisticada como en Apegos feroces -lo que en forma alguna desmerece el gozo de la lectura-; así parece admitirlo la autora en una nota colocada en la primera página: «Aviso al lector: todos los nombres y rasgos identificados han sido modificados. Determinados eventos se han reordenado y algunos personajes son una amalgama de otros».
En Apegos feroces, aparte del montaje de diálogos tan genuinos, de los recorridos por la ciudad como desplazamientos terapéuticos y de la originalidad de contar la vida de ese edificio poblado de familias judías, la temporalidad no es lineal. El presente de esta obra es contando por una narradora que tiene unos cuarenta y seis años, mientras que la madre tiene unos setenta y siete. Así se produce un incesante juego entre episodios de ese presente con el pasado. Regresa a la infancia y registra vivencias desde los ocho años hasta que arriba a la adolescencia cuando vivía en el edifico del Bronx, es decir, los años que cimentaron la actitud de Gornick hacia el mundo. O cuando luego se mudaron al Lower East Side, donde hoy se puede visitar el Tenement Museum (Museo de Viviendas), ubicado entre el 97 y 103 del Orchard Street, y constatar las difíciles y hacinadas condiciones de vida de las sufridas familias que fueron asentándose allí en el siglo XIX, al punto de llegar a ser considerado en ese entonces el barrio judío más grande del mundo.
En casa se instala la claustrofobia en la tormentosa relación madre-hija. Allí hay un hermano que aparece de pronto pero que figura poco, quién sabe si debido a que Vivian Gornick no desarrolló un vínculo afectivo con él. O quizás porque pretendía solo retratar el mundo femenino. No lo sabemos; solo nos consta que el hermano es casi invisible en el relato. Algo que no ocurre con el padre, quien se halla presente pero a través del luto de la madre, tan egoísta y egocéntrica. Gornick habla del comportamiento de su madre tras aquella muerte:
La había embargado un sentimiento de pérdida tan primigenio que había acaparado toda la pena. La pena de todos. La de la esposa, la de la madre y la de la hija. La pena la había llenado y la había vaciado… Mamá era la que acaparaba el foco de la función, mientras nos movíamos sin lágrimas ni voz entre un lodazal de gris pesadumbre. Era como si su espectacular abandono nos hubiera absorbido a todos, como si nos hubiésemos convertido en espectadores de su propia pérdida en vez de estar de luto nosotros.
A partir de allí, la madre convierte la muerte de su marido en una religión: juzga y sentencia a todo el mundo. Cuando una mujer le parece que actúa de una manera que no le agrada dice que es «una mujer subdesarrollada», lo cual borda la comicidad, como en varias otras situaciones. El libro se debate entre la visión idealizada -la única que acepta la madre- sobre la relación con los hombres y las más normales de otras parejas. Para aquella mujer todo gira en torno de su verdad absoluta: la relación con su esposo fallecido y el resto: el universo de los pecadores. El que no actúa o piensa como ella es motivo de condena. Llena a la hija de culpas de manera despiadada, como en la escena cuando Vivian le cuenta una muy buena noticia y la madre actúa con indiferencia:
De pronto me siento desgraciada. Sumamente desgraciada. Una oleada de derrota me atraviesa. Me siento desolada, sin dirección ni objetivo en la vida, todos mis afanes diarios son confusos e insignificantes. Me quedo sin palabras. No solo callada, sino sin palabras. Mi madre se da cuenta de que me he hundido. No dice nada. Seguimos caminando, ninguna de las dos abre la boca.
En medio de los prejuicios morales de la madre surge la figura de Nettie. Ahora el dúo se convierte en trío. Nettie es una atractiva pelirroja que se dedica a la prostitución cuando su marido fallece, al tiempo que mantiene una relación simbiótica con las dos mujeres. Se convierte en parte de la familia para la madre en tanto la hija la idealiza. Hay una escena de posible seducción que no llega a consumarse en medio de la situación de luto por el padre. Hasta cuando se produce la ruptura y Nettie es excluida del círculo íntimo. La intensidad de estas relaciones se refleja justo en la primera página de Apegos feroces, que toma sin contemplaciones al lector:
Tengo ocho años. Mi madre y yo salimos de nuestro apartamento, que da al rellano del segundo piso. La señora Drucker está de pie, junto a la puerta abierta del apartamento de al lado, fumando un cigarrillo. Mi madre echa la llave y pregunta:
-¿Qué haces aquí?
La señora Drucker señala hacia adentro con la cabeza.
-Este, que quiere echarme un polvo. Le he dicho que ni tocarme sin pasar por la ducha.
Yo sé que «este» es su marido. «Este» siempre es el marido.
-¿Por qué? ¿Tan sucio está? -dice mi madre.
-Es un cerdo asqueroso -dice la señora Drucker.
-Drucker, eres una puta -dice mi madre.
La señora Drucker se encoge los hombros.
-No puedo montar en metro -dice.
En el Bronx, «montar en metro» era un eufemismo para ir a trabajar.
Vivian Gornick se independiza a los diecinueve años (aunque no corta el cordón umbilical) y se va a estudiar a Berkeley, California, luego de lo cual se casa a los veinticuatro con Stephan, un artista, un pintor. Se trata de una relación que solo dura seis años «nacida del fantaseo espiritual». Hay que notar que ella no hace la convivencia fácil y aquí, parece evidente, la hija se transforma -con todos sus defectos- en la madre. Hasta cuando él estalla por tanto reproche: «-¡Te ofrezca lo que te ofrezca, no te parece bien!… Nunca estás contenta, siempre estás disgustada».
Luego, sin haber transcurrido casi nada de su divorcio, se casa de nuevo. Esta vez con Gerald, un científico del que también se divorcia en menos de dos años: «Hasta muchos años después de dejar a Gerald, no comprendí que yo había nacido para encontrar al hombre equivocado». Llama la atención que este segundo matrimonio no es mencionado en Apegos feroces -obra que tiene un espíritu más ceñido a la no ficción-; nos enteramos de esas nupcias treinta años más tarde en La mujer singular y la ciudad.
En Apegos feroces sí destaca, luego de la ruptura matrimonial con Stephan, su vínculo con Davey, basado más que todo en el deseo sexual. Luego de lo cual sostiene una relación de varios años con un entusiasta líder sindicalista, Joe, un hombre casado. Aparecen varios episodios, hacia el final del libro, entre los cuales este la invita a un idílico y breve viaje al Caribe. Cuando llega la hora regresar le dice que la llevará hasta el aeropuerto, que viajará sola porque su mujer llega ese mismo día. Estos momentos son definitorios de su visión sobre los hombres, lo que llega a asumir como un camino: estar sola con la ciudad.
En Nueva York se convierte en profesora de escritura en The New School. Ya con varios libros publicados es invitada a dictar seminarios en la Universidad de Harvard y en la Universidad de Iowa, en la cátedra de no ficción. Cuando habla, Vivian Gornick mantiene una sonrisa espléndida y sus enormes ojos azules brillan como los de una niña traviesa; a veces echa carcajadas sinceras. Sabe reírse de sí misma y reconocer las cosas en las que se ha equivocado. Además de singular, parece una mujer honesta y muy inteligente.
Fiel a sus preceptos, hoy día vive sola en The Greenwich Village. Allí, en un apartamento lleno de luz -algo poco frecuente en Nueva York- recibe a Michael Kelleher, de la Universidad de Yale, para conversar sobre su último libro: Cuentas pendientes: reflexiones de una lectora reincidente (2021), una serie de ensayos cortos sobre escritores que la marcaron y que sembraron en ella una conexión emocional:
P: Me parece interesante lo que ha comentado de que recuerda poco los hechos y, sin embargo, algo más allá de esos hechos permanece. Me pregunto si podría comentarnos cómo funciona la memoria, sobre todo en una escritora como usted que se ha sumergido tanto en el tema de narrativa personal. Hay un deseo de llegar a los hechos concretos como sucedieron y, no obstante, parece usted reconocer que hay una verdad que se sostiene separada del andamiaje de los hechos.
R: Esa es precisamente la esencia. Lo importante, es del orden y la estructura que el escritor impone. Es lo que le da verdadero significado a la escritura. Lo digo para llamar la atención acerca de la idea de la superficialidad de los hechos. Yo he podido estar equivocada invocando algunos de ellos, pero lo que importa es la sensación que perdura a partir de esos hechos. Los hechos no son lo más relevante sino el orden y el arreglo que uno decide darles y la profundidad de las emociones que se revelan al escoger un determinado orden para contar las cosas.
Y es que los libros de Vivian Gornick calan precisamente por ese orden narrativo que crea propuestas estéticas y de estilo, y porque abarca la hondura de lo cotidiano. Su obra se conecta con la tradición de Joan Didion, sobre todo al compararla con libros como El año del pensamiento mágico o Noches azules; deslumbrantes tours de force de los sentimientos. Un sello de identidad que conecta a estas dos escritoras nacidas con solo un año de diferencia: en ambas prevalece una virtuosa representación de las emociones a partir de hechos reales, unos más trágicos que otros. Escritoras que, con el poder de la palabra sencilla y depurada, generan un cataclismo emocional en los lectores. Didion, eso sí, siempre mantuvo su rigurosidad en cuanto al apego y la importancia de los hechos concretos y de no deformar intencionalmente la realidad.
Por su parte, es posible que la vocación iniciática de Gornick durante muchos años parta de la escritura de reportajes de no ficción para The Village Voice y sus contribuciones en The New Yorker, The Atlantic Monthly o The New York Times. Esta dedicación influyó, probablemente, en un aspecto caracterizador de su propuesta estética: el uso de un lenguaje sencillo que aborda cuestiones muy hondas y que generan reflexiones sobre el mundo a la vez que otras que causan intriga, como el rectángulo invisible que identifica en su cuerpo: un espacio de aire limpio y despejado que comienza en la frente y termina en las ingles, y que se expande o se estrecha. Si el apego es feroz se estrecha; esos apegos feroces tan dañinos y de los que parece imposible romper el cordón umbilical. Si se siente libre el rectángulo se expande y no tiene obstáculo para que la escritura fluya. Dice: «El rectángulo es un fugitivo, un subversivo, un inmigrante ilegal en el país de mi ser. No tiene derechos civiles, se está escapando».
Cuando Gornick tiene el campo despejado excava en las profundidades de las emociones. Se trata de una escritora que hurga en la condición humana sin melodramas, pero apuntando a esas conexiones sentimentales y emocionales, que reconoce los fracasos para poder seguir adelante. Y qué manera de describir un fracaso para que a nadie le quede duda de lo ocurrido: «Aborté con las piernas contra la pared en un apartamento de la calle Ochenta y ocho Oeste, con Demerol inyectado en vena por un médico cuya consulta era la esquina misma de la calle Cincuenta y ocho con Décima Avenida».
Colocar una sonrisa ante la adversidad, ser fiel a los principios -que son intransferibles porque de lo contrario sería catequizar-, haber sido víctima de la culpa por intentar romper el cordón (cualquier cordón), asumir la soledad como una postura política. Una mujer valiente: la mujer singular.
Pedro Plaza Salvati
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