Los antiguos griegos y la península de Crimea

12/02/2022

La relación entre los antiguos griegos y la península de Crimea es más antigua y su importancia más decisiva de lo que se piensa. Hacia los siglos VII y VI a.C. se declaró una terrible crisis entre las ciudades griegas. El aumento de la población y la escasez de recursos suscitó una serie de revueltas y estallidos sociales a lo largo del mundo griego, lo que determinó el surgimiento de las tiranías, pero también una serie de movimientos migratorios por todo el Mediterráneo, desde Marsella (Massilia) en Francia y Ampurias (Emporion) en Cataluña hasta Chipre y el Mar Negro. Así, las diferentes poleis organizaron y patrocinaron expediciones con el fin de que muchos de sus ciudadanos se asentaran “lejos de casa” (apoikías). Los apoikétês, lejos de pretender el dominio de los territorios en que se habían asentado y el sometimiento de sus aborígenes, intercambiaban productos con ellos, estableciendo una red de factorías comerciales a la vez que seguían manteniendo estrechos vínculos con su “ciudad madre” (mêtrópolis).

Estas oleadas migratorias, lo hemos dicho, expandieron la cultura y los productos griegos por todo el Mediterráneo, pero también por el Mar Negro, el viejo Ponto. Esto especialmente en las fertilísimas tierras de la costa norte, donde desembocan los ríos provenientes de las planicies rusas ricas en ganado, cereales y buena pesca. Los primeros griegos que se asentaron en lo que hoy es la península de Crimea llegaron desde Mileto, ciudad anatolia (en la actual Turquía) famosa por ser la cuna de la filosofía. Los milesios llamaron Táuride a esta región por el nombre de su etnia aborigen, los tauros. Pronto la actual península fue llamada Khersónêsos Tauriké, la “Península de los tauros” (khersónêsos significa “península”), o simplemente Tauris.

Las primeras colonias se asentaron al este de Crimea, sobre el actual estrecho de Kerch, que los griegos llamaron Bósforo Cimerio, entre el Mar Negro y el Mar de Azov. La primera ciudad, Panticapeo, fue fundada por colonos milesios a mediados del siglo VI. Panticapeo al oeste y Fanagoria al este, fundada por colonos venidos de Teos, controlaban un lado y otro del estrecho y cobraban peaje por el paso de las mercancías. No hay que suponer que ambas ciudades eran extraordinariamente prósperas. Panticapeo era tan rica que acuñaba sus propias monedas de oro y plata. Pero no solo estas dos ciudades. Entre los siglos VII y V a.C. se fundaron otras por toda la península, casi siempre por colonos milesios o megarenses, ciudades que compartieron el próspero destino de Fanagoria y Panticapeo. Es el caso de Teodosia, importante puerto para el comercio de cereales con Atenas, y de Cimérico o Mirmecio, que llegó a ser la ciudad más rica de la región. Ninfeo, fundada entre el 580 y el 560 a.C. por colonos samios, fue conocida por su producción de cereal y por haber sido una base militar ateniense. Quersoneso, importante puerto comercial, fue fundado en el siglo V por colonos dorios provenientes de Heraclea Póntica. Sus ruinas, declaradas en 2013 Patrimonio de la Humanidad, se conservan cerca de la actual Sebastopol.

Claro que no todo fue comercio y prosperidad. Si los tauros no opusieron mayor resistencia a los colonos griegos, éstos sí tuvieron que vérselas con los terribles escitas, pueblo nómada y guerrero cuya influencia se extendía hasta las estepas rusas y el Mar Caspio. La fama de los escitas como pueblo salvaje y belicoso se propagó por toda la antigüedad. Plinio el Viejo (NH VI 88) decía que eran altos, rubios y con los ojos azules, lo que corrobora Amiano Marcelino en su Historia Romana (XXXI 2.21), y Estrabón, en su Geografía (XI 8, 1), nos recuerda sus hábitos nómadas y guerreros. Pablo, en Colonenses 3: 11, los menciona como pueblo bárbaro por excelencia: “…no hay griego ni judío, circunciso ni incircunciso, bárbaro ni escita, siervo ni libre, sino que Cristo lo es todo y en todos”.

En el año 494 a.C. Mileto se rebeló contra el dominio persa y fue destruida. Atenas, entonces ascendente potencia marítima, vio una oportunidad de oro para sustituir a la antigua metrópoli en el comercio con sus ricas colonias pónticas. En Contra Leptines (31-35), Demóstenes cuenta cómo en poco tiempo Atenas pasó a importar de la Táuride las dos terceras partes del trigo que consumía en un año. Los atenienses, a su vez, les vendían sus apreciadas cerámicas, mientras que otorgaban exenciones y privilegios a los marinos provenientes del Ponto en los puertos que controlaban, que eran la mayoría.

Crimea en la mitología

Poco a poco se fue configurando entre los griegos un imaginario sobre la existencia de riquísimas tierras más allá del Bósforo, pobladas por gentes belicosas de costumbres bárbaras, los “bárbaros del norte”. Heródoto (IV 5) refiere una tradición según la cual los escitas eran el pueblo más joven de la tierra, el último antes de llegar al país de los hiperbóreos en el extremo norte. Los tauros también contaban que por allí pasó Heracles, la vez que robó el ganado del gigante Gerión, aunque esta tradición tiene muchas variantes.

Quizás el relato que más ha hecho en la configuración mítica del Ponto sea el de Jasón y los Argonautas. Jasón era hijo de Creteo, rey de Yolcos, un pequeño reino al este de Tesalia. Sin embargo a Creteo lo destronó su medio hermano Pelias. Jasón pasó su niñez junto al centauro Quirón. Cuando cumplió veinte años marchó a Yolcos con el fin de reclamar el trono arrebatado a su padre. Entonces Pelias, comprendiendo el peligro que representaba el muchacho, le encargó una misión imposible: ir a la Cólquide, al pie del Cáucaso en el extremo oriental del Ponto, y traer el vellocino de oro, una piel de carnero de oro que permanecía allí en un árbol, guardada por una serpiente inmensa que nunca dormía. 

La historia del Jasón y su increíble viaje fue contada en el siglo II a.C. por Apolonio de Rodas en un largo, larguísimo poema, las Argonáuticas. Jasón embarcó en la nave Argo junto con un grupo de escogidos héroes, los Argonautas. Después de haber superado innúmeros obstáculos y aventuras, Jasón y los Argonautas llegaron a la Cólquide, donde, con la ayuda de la hija del rey, la princesa y hechicera Medea, pudieron robar el vellocino de oro. Resulta que Medea se enamoró perdidamente de Jasón. Ambos volvieron a Yolco con el vellocino y tramaron la muerte del rey Pelias. Expulsados de Yolco, se refugiaron en Corinto, donde vivieron felices por unos años. Sin embargo Jasón se enamoró de Creúsa, la hija del rey de Corinto, y repudió a Medea. Entonces ella tramó la más cruel de las venganzas: acabó con la vida de Creúsa, pero también con la de los hijos que había tenido con Jasón.

La terrible historia de Medea inspiró, como sabemos, las tragedias de Eurípides y Séneca, pero también poesías como la Heroida XII de Ovidio. La princesa enloquecida de celos que, llevada por la pasión, comete el peor de los crímenes se ubica en la confluencia de todas las transgresiones: mujer, bárbara y hechicera, madre y asesina. Medea encarna los extremos de una tierra cuyo apartamiento geográfico se vuelve metáfora de todo lo que la mentalidad griega tiene como opuesto a su idea de razón, mesura y civilidad.

Una segunda tragedia de Eurípides nos lleva de nuevo a los lejanos litorales de la Táuride. En 414 a.C. se estrenaba Ifigenia entre los Tauros. El adivino Calcas ha predicho a Agamenón que solo sacrificando a su hija Ifigenia a la diosa Artemis podrá conseguir los vientos favorables para zarpar hacia Troya. Agamenón accede al sacrificio de su hija, pero en el último momento la diosa lo impide, sustituye a Ifigenia por un ciervo y la traslada al lejano país de los tauros. Por un tiempo Ifigenia se convierte en la sacerdotisa del templo de Artemis, encargada de sacrificar a todos los extranjeros que lleguen al país. Un día llega Orestes, hermano de Ifigenia, que ha asesinado a su padre Agamenón y cumple una orden de Apolo: para ser purificado tendrá que robar la estatua de Artemis y llevarla a Grecia. Orestes es prendido y llevado ante Ifigenia para que lo sacrifique, pero después de un breve diálogo ésta reconoce a su hermano e idea un plan para que ambos puedan escapar y volver a Grecia. Lo lograrán con ayuda de Atenea. Dos princesas: Medea, bárbara y hechicera; Ifigenia, griega y sacerdotisa. De nuevo la contraposición entre centro y periferia, civilización y barbarie. No por nada será Atenea quien favorezca a los fugitivos.

Triste final para una historia que no termina

En el 405 a.C. Atenas y Esparta estaban en el vigésimo sexto año de la guerra. La población de ambas ciudades, así como de las demás envueltas en la conflagración, se encontraba diezmada y su economía exhausta. Los espartanos habían ratificado a Lisandro como navarco, capitán de su flota, sin duda entusiasmados por sus recientes resultados contra la armada de Atenas. En una especie de ofensiva final y sin duda siguiendo consejo del traidor Alcibíades, se proponen cortar las tres arterias de la economía ateniense: el estratégico pueblo de Decelia, que dominaba las comunicaciones al norte del Ática; las minas de plata de Laurión y el vital estrecho del Helesponto, por donde pasa el suministro de cereales proveniente de la Táuride y el Ponto. Ante un riesgo real de hambruna, los atenienses no tienen otra opción que enviar ciento ochenta naves de su maltrecha flota al encuentro de Lisandro, en el mismo lugar donde había sido la Guerra de Troya, el mismo donde se libró la decisiva batalla de Galípoli en 1915.

La batalla de Egospótamos, por la que desapareció el poderío ateniense cambiando para siempre la historia de Grecia, no fue en realidad una batalla sino una acción astutamente planificada. La historia es contada por Jenofonte (Helénicas II 2.1) y Diodoro Sículo (Biblioteca XIII 103.1), aunque sus versiones no coinciden. Parece que Lisandro nunca atacó. Mejor preparado y equipado, esperó pacientemente a que los atenienses desembarcaran en busca de suministros. Entonces capturó sus naves, haciendo prisioneros a entre tres y cuatro mil marinos. Solo doce trirremes escaparon. La flota ateniense estaba aniquilada. Sin capacidad de transportar comida desde las colonias del Mar Negro y con las vías terrestres cortadas en Decelia, el hambre hizo el resto. En marzo del 404 Atenas se rendía. Ya sabemos la historia: las murallas fueron demolidas, se instauró un gobierno títere filoespartano y la ciudad comenzó una larga decadencia de la que ya no pudo recuperarse. Y con el destino de Grecia cambió también el de sus colonias del Ponto, que ya no tuvieron cómo vender sus productos.


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