Llévame esta noche, una novela de Miguel Gomes

24/01/2021

El escritor Miguel Gomes. Fotografía de Manuel Sardá

Llévame esta noche (Bogotá, Seix Barral, 2020), de Miguel Gomes, se puede abordar desde tres planos de lectura. En primer lugar, como una obra autónoma que no requiere de conexiones ni referencias con otros libros del autor. En segundo lugar, como el sello o la cara de la novela Retrato de un caballero (Caracas, Seix Barral, 2015). Y en tercer plano, como parte de una obra precedida de múltiples resonancias en su vasta creación como cuentista desde hace más de dos décadas.

Empecemos por lo general para movernos hacia lo específico. Antonio López Ortega ha calificado a Miguel Gomes como «el más importante cuentista venezolano de su generación (la de los nacidos en los años sesenta)» (contratapa Viudos, sirenas y libertinos, Caracas, Equinoccio, 2008). Así pareciera avalarlo, entre otras cosas, el haber sido ganador en dos oportunidades del concurso anual del diario El Nacional, el premio de cuento de más prestigio y tradición que existía en Venezuela (entre ruinas nos vemos: la prominencia de este concurso se desvaneció, así como también se vino abajo la reputación del Premio de Novela Rómulo Gallegos). Gomes se hizo acreedor de ese premio con sus relatos «Lorena llora a las tres» (edición número 65) y «Julieta en su castillo» (edición número 67), y se convirtió en rara avis al ganarlo en dos ediciones casi consecutivas.

Muchos de sus lectores apostaban a que Gomes se quedaría anclado en el género cuento (prominente en la literatura venezolana), con sus ciclos narrativos que abarcan distintos libros que pasan por el mini cuento, el cuento y la novela corta. Carlos Pacheco habla de la «consistencia estructural de este proyecto cuentístico, reforzada por la imbricación en redes de ambientes, personajes y situaciones» («Las ficciones rizomáticas de Miguel Gomes», prólogo a Viudos, sirenas y libertinos).

Las resonancias de las que habla Pacheco son las llamadas conexiones intertextuales. Adentrarse en el mundo propio de los relatos de Gomes es tropezarse con personajes ya referidos en otros cuentos, lugares donde transcurren las historias o hasta con objetos como un libro llamado Arte y sexualidad en la cultura occidental, que da título a un relato. De hecho, en su oportunidad, Gomes afirmó:

Los rizomas narrativos (conexiones subterráneas que se van dando, como las de un tallo del que crecen ramas y raíces que se conectan de manera indefinida) constituyen un auténtico género que ha logrado con mayor eficacia lo que se proponía la novela: dar una sensación de vida, de totalidad de experiencia. (Entrevista con Carlos Pacheco, Papel Literario, diario El Nacional, Caracas, abril 5 de 2008)

La obra de Miguel Gomes es compleja, en el buen sentido de la palabra: un estímulo de descubrimiento cuyas conexiones se nos hacen visibles con sucesivas publicaciones a lo largo de los años en las que, de pronto, el lector de un cuento o de una novela se sobresalta al encontrar referentes familiares, lo que acabamos de mencionar de las conexiones intertextuales: ¿Quién era Jesús Morales? ¿Qué relato tenía lugar en Mystic? ¿Dónde es que hay otra escena en un Peep Show neoyorquino? ¿No es Ediciones Casal la misma que aparece en varios cuentos? Se trata, por supuesto, de una descolocación intencional del autor para crear un efecto espejo de la fragmentariedad de la vida.

Portada de la novela Llévame esta noche, de Miguel Gomes, publicada por la editorial Seix Barral | Imagen de Planeta de Libros

Los ejes temáticos que caracterizan la cuentística de Gomes están presentes en sus dos primeras novelas (ya se anuncian otros manuscritos en un prolífico horizonte). A Miguel Gomes parece que le ha ocurrido lo inverso que al narrador argentino Sergio Chejfec, que después de legarnos una serie de estupendas novelas, casi todas de unas ciento cincuenta páginas de extensión, sorprendió con su primer libro de cuentos, Modo linterna (2013), que se inicia precisamente en Caracas. Con la diferencia de que ahora Gomes parece indetenible en su nuevo impulso por la creación novelística.

Los temas de la narrativa gomesiana que predominan, tanto en los cuentos como en las novelas, son la Muerte (con mayúscula), la presencia de lo fantasmal, las relaciones de parejas con sus respectivos tormentos y traiciones, el erotismo, un protagonismo acentuado del competido mundo universitario en Estados Unidos o el desarraigo existencial al no pertenecer a ningún país o cultura en particular y ser a la vez parte de todas (Gomes cuenta con triple nacionalidad: venezolana, lusa y estadounidense).

La obra de Miguel Gomes está también marcada por la progresiva debacle venezolana y el mundo de los emigrantes europeos en busca de porvenir en una tierra donde las guacamayas ensordecen y el hampa asecha. Un humor inteligente recorre esta narrativa de notable erudición en cuanto a referentes literarios y musicales. Gomes resulta impecable en el uso del lenguaje, así como se embarca en la exploración de diferentes acepciones lingüísticas en las maneras de hablar de distintos países que incluye frases y citas en inglés, portugués e italiano que no comprometen en modo alguno la compresión general de los textos. De la misma manera se aventura en la reproducción de las distintas formas de hablar en español: un andaluz, un cubano, un malandro o un militante bolivariano. No es raro tampoco hallar reproducciones de anuncios, papeles, documentos, informaciones desconcertantes, nombres de bufetes de abogados, gacetas oficiales ficticias o declaraciones de tribunales populares para juzgar extranjeros enemigos de la patria.

Respecto a algunos rasgos de la literatura de su país natal en los tiempos del chavismo, Gomes señala, en su artículo «Ruinas, extranjería y transgresión en la nueva novela venezolana», la existencia de un ciclo de novelas de autores que dan testimonio de las ruinas de un país. No cabe duda de que Retrato de un caballero y Llévame esta noche, aunque con tonos muy distintos, uno más que todo picaresco y el otro más que todo melancólico, encajan perfectamente en este ciclo. Según palabras del propio Gomes:

Me refiero a la entrevisión de espacios amenazados, en pleno desmoronamiento o ya derruidos y fantasmales. Tampoco me ha de extrañar que el asunto se manifieste, con frecuencia, en textos donde los desarraigos –físicos o los que se producen en la memoria– tienen un papel fundamental. (http://revista-iberoamericana.pitt.edu/ojs/index.php/Iberoamericana/article/view/7727)

Es así como en su primera novela, Retrato de un caballero (entre las diez finalistas del Premio Herralde en 2012) aparecen hilos comunicantes con algunos de sus cuentos, lo que no impide, debemos enfatizar, tanto para Retrato de un caballero como para Llévame esta noche, la lectura autónoma de cada novela. He allí un mérito constructivo ambicioso de doble dimensión: crear unidades narrativas autosuficientes pero a la vez interconectadas, como podría ser la intertextualidad presente en la obra de Julio Cortázar, la familiaridad con la que se encuentra uno con Newark, Zuckerman y los desafueros sexuales al leer a Philip Roth o, mucho más atrás, a Balzac con sus novelas interrelacionadas que representan la sociedad de una época determinada.

Retrato de un caballero es una novela estructurada a manera de tríptico que va del panel izquierdo (Lucio furioso) al derecho (Lucio perplesso) y al central (Lucio innamorato). En el primer panel Lucio Cavaliero, sumergido en la vorágine de encuentros sexuales, padece de un recrecimiento anormal del pene, algo que muchos lectores podrían interpretar como un homenaje a Rabelais, o tomárselo literalmente. Sin embargo, en la mente del narrador se trata de una alegoría a la novela, su primera novela, donde un cuentista acepta finalmente las aspiraciones totalizadoras, “grandiosas”, de un proyecto creador más extenso. Así como Lucio tiene momentos anormalmente prolíficos en la escritura de la novela, paralelamente se produce este recrecimiento anormal del miembro masculino.

La nota de contratapa en esta novela –que es también una suerte de memoria ficticia–, escrita por David de Sousa, es un juego literario. Si no se trata del mismo David que aparece en el relato «Cuento que da cáncer» (El hijo y la zorra, Caracas, Random House Mondadori, 2009), al menos sospechamos que pueda serlo. David de Sousa, académico y crítico literario es, a fin de cuentas, un heterónimo de Miguel Gomes, así como también lo es Lucio Cavaliero, el narrador al que se ancla el autor.

De Sousa y Cavaliero representan la realidad bicéfala en la que se ha debatido –entre dos aguas– Miguel Gomes en su doble carrera en la vida real, aunque no necesariamente incompatibles, como profesor universitario titular de literatura de la Universidad de Connecticut y como narrador. Y, por si fuera poco, en esta novela reaparece un tal Alexandre Gomes, profesor universitario de arte que viene de Brasil, rescatado de «Cuento de invierno» (Viudos, sirenas y libertinos), al que Lucio Cavaliero encuentra en la sala 608 del Museo Metropolitano pintando una copia del cuadro de Bronzino que da título a la novela. Es además el lugar donde se reúne, todos lo miércoles, una secta adoradora del retrato. Lucio Cavaliero y Alexandre Gomes materializan un proyecto a dos manos, Arte y sexualidad en la cultura occidental en el que Alexandre escoge pinturas eróticas y Lucio poemas que se pudieran relacionar con cada pintura, una ejecutoria de la llamada écfrasis, y que se convierte en un éxito editorial con más de dieciséis reimpresiones.

En la nota de contratapa de Retrato de un caballero David de Sousa agrega que Lucio Cavaliero es un «libertino cosmopolita de la más reciente decadencia venezolana». En la primera parte de la novela una reportera afín al chavismo, Migdalia Marcano, lo entrevista para una revista literaria llamada Tamanaco y lo reta al preguntarle: «¿Cuándo se atreverá Lucio Cavaliero con un formato de más aliento?». Cavaliero cavila con humor fino, sello emblemático de Gomes: «Poco me faltaba para implicarme en un caso de violencia de género: no sería el primer cuentista indignado que le daba una zurra macho a la novela». Migdalia publica su artículo titulado «Los que se fueron», dándole más bien una zurra inmerecida a Cavaliero solo por ser un escritor opositor, paliza que lo deja traumatizado.

Una amante casada mantiene a Lucio con mesadas quincenales, que además le permiten a este un alquiler neoyorquino. Hasta que la fase lucianesca de gigoló termina abruptamente y a tal punto desciende nuestro héroe a la miseria que tiene que trabajar aseando baños. Lucio vive en Queens, no tiene dinero y el gobierno bolivariano expropia su apartamento en Caracas. Su suerte cambia cuando, a través de otra amiga, logra emplearse en Ediciones Casal. En medio de esta renovada esperanza de bienestar se produce la muerte de su madre.

Bella, Isabelle Arciere, muere en Florencia, luego de padecer leucemia durante meses. Lucio no se enteró de la enfermedad de la madre, una omisión supuestamente deseada por ella. El narrador afirma que este «panel de mi retrato debería ocuparse, de hecho, de la muerte de Isabella Arciere». Lucio viaja a Florencia y conoce a Mariana, una contrabajista que resulta pareja de su madre. Con ella digiere el luto mientras caminan por las calles de Florencia. Se entabla una relación especial entre ellos al punto de que cuando fallece Mariana, esta deja sus apartamentos a Lucio, con lo que cambia de nuevo su situación: ahora disfruta de holgura económica. Lucio había comprendido que «Mamá había sido feliz con aquella mujer».

En el panel central, desde Salamanca, Lucio narra muchos años más tarde, en sus cincuenta, con la mirada puesta hacia las torres góticas de la ciudad, la torre de su padre –la del Aire–, frente a la que el viejo se sienta cada tarde a tratar de no acordarse de Venezuela. «Iba a ver a mi padre y vivo: no me pasaría lo que pasó con mi madre». Lucio encuentra un padre autoexiliado y entristecido por el derrumbe de Venezuela. El padre italiano, apegado a lo venezolano, a sus ochenta años, le dice que lo que quería era encontrar un sitio para esperar lo inevitable y sentencia:

Te consta que he viajado por los cinco continentes. Lisboa y Salamanca tienen el garbo, el tono, la ausencia que tanto se necesitan. Sus vivos están más vivos que nadie, no me malentiendas; pero el que se va de este mundo presiente ciertas puertas en esas ciudades que no se abren igual en otras. Si preferí Salamanca en vez de Lisboa fue solo, porque como sabes, soy un poco duro de oído y los portugueses, siempre tan recatados, tienden a hablar bajito.

Llévame esta noche

La primera frase de Llévame esta noche: «Usted no será un fantasma hasta que llore a sus muertos caminando por las calles de Salamanca», conecta directamente esta pieza con el panel central (y último) de Retrato de un caballero. Al comienzo de esta reseña habíamos dicho que había una segunda aproximación de lectura de la –hasta ahora– última novela publicada por Gomes, al constituirse en la cara o sello de una moneda. Mientras que Retrato de un Caballero resulta el compendio de las memorias ficticias de Lucio Cavaliero –construidas como novela y con nota crítica de David de Sousa, el más fiel crítico literario de Lucio desde siempre–, Llévame esta noche se constituye, por el contrario, en el libro de las memorias ficticias de David de Sousa (contadas también como novela), con la diferencia de que son relatadas directamente a Lucio Cavaliero: «tú mismo me advertiste que en esta ciudad (Salamanca) es fácil pasar a la Otra Orilla».

David de Sousa, a sus setenta y tantos años, es dueño de una casa en Figueira da Foz y Lucio Cavaliero es propietario de un ático en Salamanca. El profesor y el narrador intercambian propiedades durante un tiempo para experimentar qué puede ocurrir con sus gestas creativas. Es así como David, desde un renovado ambiente salmantino, emprende la escritura de esta novela de 426 páginas donde hace una remembranza de distintos episodios de su vida.

A medida que se adentra en el libro, el lector adquiere una sensación de presente temporal narrativo. Cada cierto tiempo o cada número de páginas o, más bien, cuando lo contado lo amerite, David regresa a la segunda persona, la que se dirige a Lucio, pero solo para recordar al lector desde donde parte el punto de vista: «Estamos en Salamanca muchos años más tarde y le cuento a Lucio aunque, en realidad, te cuento a ti, lector». David regresa y prosigue con los trances de su existencia que comienzan cuando viajó a Venezuela para asistir a las últimas semanas de vida de su madre, Alice, afectada por un cáncer, el cual hace metástasis a los setenta y tres años de la buena mujer.

En este punto no solamente podemos hablar de la correlación de las novelas en cuanto a arquitectura narrativa, sino respecto a la materia contada que abarca un tercio de la novela, lo que sería la primera parte, centrada presentar la muerte de la madre. De allí entendemos la obra pictórica de la portada, el cuadro Madre muerta de Max Klinger, de la misma manera que el Bronzino del Metropolitano corresponde a Retrato de un caballero. A lo que vamos: mientras que en que Retrato de un caballero la madre muere de leucemia en ausencia del hijo, en Llévame esta noche ocurre todo lo contrario, el opuesto argumental: el hijo, David, acude a presenciar el ocaso de Alice: «Ver morir una madre se parece al infierno».

El tiempo nos coloca en mayo de 2013. Debemos acotar –porque las ficciones siempre parten de la realidad– que en esa misma época Miguel Gomes, el autor, regresó a Caracas por la muerte de su madre. Aquí ocurre, entonces, uno de los logros más deslumbrantes de la narrativa reciente venezolana: el tono intimista en el que, sin apuros ni ansiosos saltos temporales ni apresuramiento en las acciones (algo que nos recuerda las piezas de Victoria de Stefano y Ana Teresa Torres, respectivamente), se relata el progresivo paso del mundo de los vivos al de los muertos.

Me parece que no es común encontrar en nuestra narrativa una manera tan valiente y vívida de contar lo que significa presenciar el proceso de muerte de un pariente tan cercano. En un buen número de páginas magistrales se desnuda la convivencia con la madre en la cercanía del inminente deceso, su mirada, «los dedos de los pies, lívidos, unidos por la tristeza de pasos que no se dan». Ello aunado a que el narrador se fija en los adornos y fotografías de la casa que le disparan la evocación de episodios felices de la infancia o adolescencia y que contrastan con el declive de todo. David de Sousa nos lleva a la intimidad del cuarto de su madre agónica con una crudeza que sacude y nos deja abatidos:

Las horas del jueves gotearon, salieron de la bolsa de plástico donde dormían para bajar por el tubo transparente. Entraron sin ceremonia en la piel de mi madre; le navegaron por la sangre. El corazón aún resonaba en sus cavidades; en la columna descompuesta, atacada de tumores; en el hígado colmado de racimos negros.

David, que había nacido en Venezuela y estudió letras en la Universidad Central de Venezuela y luego se marchó, a mediados de los ochenta, a Estados Unidos a realizar una carrera universitaria, no solo tiene que afrontar el hecho de la muerte de la madre, sino el colapso del país. Tantos años sin venir y tener que ser testigo de los últimos días de vida de su madre, algo de por sí ya doloroso, y a la vez llegar a su ciudad en decadencia donde los delincuentes están «armados hasta la pituitaria».

Hugo Chávez había fallecido de cáncer dos meses atrás; en ese ambiente enrarecido se producen los acontecimientos que enmarcan esta novela –parte del ciclo narrativo que recrea la ruina del país–, aunque Llévame esta noche en menor grado que Retrato de un caballero. Digamos que el colapso está enfocado más hacia lo cotidiano (escasez, delincuencia, dificultad para realizar cualquier trámite, comportamiento de los chavistas) y menos en la macro política. Los episodios emblemáticos del Caracazo, los dos intentos de golpe de Estado de 1992, las elecciones de 1998, las iniciativas fallidas de desalojar a Chávez del poder, la corrupción y el narcotráfico son mencionados a lo largo de la novela, sin entrar en profundidades. Hay conexiones que producen risa. Aunque estemos ante la representación de una tragedia, Gomes no abandona el humor cuando reaparece Migdalia Marcano, la periodista que escribió aquel artículo devastador, ahora en el 2013 es nada menos que candidata a ministra de cultura.

En las páginas iniciales de Llévame esta noche se confunde lo fantasmal con los sueños. Ello conecta la novela con el cuento de Gomes que da título a la colección Un fantasma portugués (Caracas, Otero Ediciones, 2004): el del narrador anónimo que encuentra a su padre en el sofá de su estudio tres horas después de haberlo enterrado.

Aclarada la bruma de fantasmas y sueños, David se enfrenta cara a cara con la muerte que arriba al apartamento de la calle Carúpano, en la urbanización El Cafetal. La madre de David, portuguesa de nacimiento, es una enamorada de Venezuela negada a abandonar el país, como sí lo hizo el padre que se mudó a Figueira da Foz para controlar y manejar los chalés que mantiene en alquiler. De entrada, aquí se produce el desarraigo en relación con los propios padres, sin entrar en el del hijo. Las mejores amigas y vecinas del edifico de Alice o Alicia, como la llaman, son una gallega y una italiana, por lo que desde muchos ángulos en esta novela están marcados los distintos sellos de la narrativa de Gomes.

David tiene otra gravedad que afecta su vida personal: la problemática relación marital con Helen, quien se queda en Nebraska mientras él viaja a Venezuela. Helen y David llevan una vida sin colorido en las llamadas Grandes Praderas, donde David se hizo profesor de la Universidad de Nebraska. Helen tiene un doctorado en música (no es músico, solo estudia esa manifestación artística), pero no ha podido realizar una carrera. La pareja tiene varios años sin tener relaciones sexuales. Ella sufre de depresiones y se entiende que es bipolar. Con el corazón en la mano, por los problemas de Helen, David viaja a presenciar la muerte de la madre. Muy sufrido con sus mujeres, se podría decir. En el relato se mantiene la tensión entre la muerte de la madre y los problemas con la esposa. Algunas de las llamadas de larga distancia son conciliadoras, otras resultan destempladas, insultos ocasionales en un inglés que suena muy franco y directo: My God, David, stop being such a snobbish bastard! You consider me nothing but a loony…

No solo hay una tensión con Helen, con su enfermedad mental; o con la madre, con su cáncer de colon, sino que también, y por si fuera poca la conjunción de malas fortunas, el padre, que está en Portugal, aunque distanciado de Alice, su esposa, no puede viajar a Caracas porque tiene que ocuparse de su propia madre convaleciente, Inés, la abuela de David, que tiene cáncer de cerebro. Son tres las mujeres que sacuden la existencia de David: su madre, su abuela (ambas agonizantes) y Helen (con sus ataques de ansiedad y desfases psicóticos).

Llegar a su antigua casa era encontrarse con enfermeras, pero sobre todo con sus vecinos de siempre: Emilia, quien tiene una particular cercanía tanto con Alicia como con su esposo. Felipe, el hijo de Emilia, que resulta como un hermano de la infancia de David. Andrés (al que no conocía), un médico que también ha estado pendiente de su madre y que es pareja de Felipe. Giovanna, la vecina italiana. Todos ellos constituyen un piso de apoyo y amistad incondicional en los momentos difíciles que atraviesa el protagonista. Gomes logra mostrar el deterioro de la madre de David, el cambio de su aspecto, verla casi como un cadáver, hasta una noche en la que queda solo con ella (a pesar de que Emilia se había ofrecido a acompañarla). Tiene que asearla y ayudarla con sus necesidades, y nos recuerda el libro de no ficción de Philip Roth, Patrimonio, en el que se cuenta la relación de un hijo con un padre convaleciente. David nos dice que asiste al «sepelio de alguien que no había muerto aún»; una vez enterrada la madre cuestiona a Dios:

Agnus Dei con antialérgico: la polifonía cogía vuelo, me mostraba las facciones del Altísimo sin importar que en otras ocasiones me dejaran indiferentísimo, aburridísimo, amargadísimo; la única mano de Dios en la que había creído se descomponía en el Cementerio del Este –se secaba: la habían embalsamado–. Una mano cada vez menos pálida, más parda, como la de las momias; la momia de Dios en una colina de las afueras de Caracas.

La madre que había orado a Dios –en portugués–, que agonizó –para colmo de males– el mismo día del cumpleaños de su hijo David, antes de dar su último aliento: Leva-me esta noite.

Luego del entierro de la madre se produce una metamorfosis en David y, al mismo tiempo, da un giro a la novela. El tono melancólico que conecta la Salamanca de Retrato de un caballero hacia el final y que continúa en la primera parte como un ahogo en el pecho del lector por la vívida narración de la muerte de una madre, se torna, en el siguiente tercio de la obra, una suerte de dandismo y liberación. El primer síntoma de ese cambio es que se le despierta un hambre voraz, como si con los alimentos estuviese supliendo la pesada ausencia; o tal vez el esfuerzo de presenciar la agonía fue tan intenso que debía compensar la pérdida de energía nutriéndose desaforadamente (materia de análisis para los psiquiatras): «El viaje por Caracas tuvo formas de alucinación, fiebre. Un hambre extraña las rondaba, las recubría de granos, como si la luz africana que tajaba el cielo fuese un esmalte corroído».

El hecho es que David pasa del duelo al descarrilamiento y se desata sexualmente: se convierte en una aplanadora, quiere llevarse todo por delante, irse a la cama con todas las que pueda: enfermeras, muchachas de servicio, antiguas novias, periodistas, jóvenes cursantes de la carrera de Letras. Doña Muerte le «afiló las pezuñas de macho cabrío en la cachondez del luto».

El tono narrativo –ajustado ahora a situaciones casi de farsa en medio de la desgracia venezolana y de las secuelas por la muerte de la madre– resulta, en esta segunda parte (a partir del entierro de la madre), lleno de humor y de detalles que causan hilaridad. Las mujeres con las que se va a la cama tienen siempre algún aspecto relacionado con los ojos: Trivia los tiene de dos colores porque había perdido un ojo; la Durango es estrábica; Raquel deja de ver por el ojo derecho ya que tiene catarata; y a Noemí del Casal le da conjuntivitis. 

En esta segunda parte toma las riendas, pudiéramos decir, el narrador de cuentos eróticos. Hay escenas realmente memorables que nos evocan los relatos reunidos en Viudas, sirenas y libertinos. Todo ello en medio del proceso de desmantelar el apartamento, de las asechanzas de la delincuencia (que casi le pisan los talones) y el entorno decadente del chavismo. Para colmo, Caracas, se insiste, «estaba hecha para sabotear el mundo interior de cualquiera».

David se toma en serio aquello de no estar solo en casa, de cambiar de ambiente, algo que los amigos estimulan para que coja aire ante tanto sufrimiento. Las amistades relacionadas con la Escuela de Letras de la UCV lo tratan de animar y así comienza a salir. Por estas páginas desfilan muchos autores, algunos con sus nombres reales; otros, ficticios. ¿Realmente importa la diferencia? Acá impera el sentido del humor, no se puede tomar nada literalmente. Está todo entremezclado, como una galería de retratos, una constelación de amigos y conocidos del mundo literario. En ese andar se produce un peregrinaje al lecho de enfermo de uno de sus grandes mentores, Fernando Fuentes, que sufre esclerosis múltiple y sordera aguda. También, a la casa de un poeta, Enrique Boada, especialmente significativo. Boada sufre de agorafobia y guarda en su vivienda un cuadro que es un tesoro.

Poco antes de partir, David de Sousa se entera de que otras personas de su entorno también tienen cáncer. No querían decírselo para no agobiarlo más. El cáncer multiplicado, como le pasaba a los lectores que leían «Cuento que da cáncer». David se halla contrariado a la vez que concibe, paradójicamente, que la muerte se vuelve monótona. Uno de los episodios más entrañables del libro es cuando Felipe le pide a David que suba al apartamento de Giovanna porque la gata Herminia mató a uno de los canarios de la italiana. Con el cariño que ella le tiene, que la distraiga y que cuando vaya a ofrecerle café o té coloque el cadáver del canario dentro de la jaula antes de que se dé cuenta de su ausencia.

David había regresado a la cotidianidad de la que había escapado. Una vez terminada la labor de desmantelar el apartamento de la madre, puesto todo en orden para que el padre lo vendiera, recuperados los libros de su biblioteca que enviaría a Nebraska y donados los otros, renovada su cédula de identidad vencida desde los años ochenta, se acerca el fin del viaje caraqueño.

Así como Retrato de un caballero es un tríptico, la tercera parte de Llévame esta noche se materializa con el retorno a las Grande Praderas. Luego de varios retrasos a causa del clima, llega a medianoche a su casa. Lo que le espera no es precisamente la calidez del hogar. «Tras el infierno venezolano, el purgatorio nebrasquense». De inmediato se entera de que el abuelo Lourenço –tras la muerte de Inés, la abuela– acaba de fallecer. Su padre en Portugal ocupado con la muerte de su madre, luego de su padre. Su hijo en Venezuela ocupado con la muerte de su madre y ahora los desafíos que encuentra al llegar a casa.

Claro que él era consciente del deterioro de la relación: «Helen y yo éramos amigos, parientes. No me imaginaba, para nada, un futuro marital. Sabía que la persona que cada noche dormía a mi izquierda, a unos centímetros, se hallaba en otro país; es más, en otra época, a la cual yo no iba a regresar». Al año de haber estado en Caracas, Helen decide optar por caminos distintos. Luego llega el divorcio, la venta de la casa. David se muda a un sótano. Se queda un tiempo en Nebraska. Consigue un puesto en la universidad de Yale y se muda de ciudad. Ahora frecuenta a Lucio Cavaliero: se ven una vez por semana.

En los juegos literarios que establece el narrador no solamente están David de Sousa, el crítico; Lucio Cavaliero, el narrador; Alexandre Gomes, el profesor de arte y pintor brasileño; sino que además, como un juego infinito de espejos, aparece un tal Miguel Gomes, al mejor estilo de Pessoa: «¿Te acuerdas de Miguel Gomes, el heterónimo que, jugando, nos inventamos una vez para ver cómo reaccionaba Alexandre si alguien leía una relación de sus aventuras gremiales?». Aquí podríamos aplicar lo que una vez dijo Sergio Ramírez en la presentación de una novela suya: «Uno dentro de la novela es Dios, tiene el poder absoluto de decidir todo, quién vive, quien muere, las cosas que ocurren. Fuera de la novela creerse Dios es estar loco.»

La novela suma saudades. David pasa el Thanksgiving solo en Nueva York; va al Metropolitano, se obsesiona con Mantegna, le dice a Lucio que se abstuvo en esa oportunidad de visitar el Bronzino porque lo harían juntos, un día miércoles, no podría ser otro día sino cuando se reúne la secta literaria. Como su hotel estaba enfrente de un Peep Show, en la tentación de la soledad se mete y presencia una orgía, un teatro sadomasoquista que termina en redada policial de la que se salva por un pelo, y que nos recuerda el cuento «Los misterios de la plaza del tiempo» (Viudos, sirenas y libertinos), aunque en circunstancias muy distintas.

Luego de cavilar opciones, David decide irse a vivir a Europa y comparte unos años en Figueira da Foz con su padre. Se aproxima, al mismo tiempo, el fin del intercambio de las propiedades entre Sousa y Cavaliero en donde pasaron un tiempo escribiendo en ambientes distintos. Estas últimas páginas, que transcurren en Salamanca, son como un atardecer melancólico y conectan con el inicio de la novela que se vincula con lo fantasmal: «Nadie se vuelve espectro mientras tenga con quien confesarse». Hay una conversación con el padre que termina dando sensación de redondez a la novela –una novela con final abierto–, luego del inesperado descubrimiento de que los extremos de la tragedia (Tánatos) y los de la comedia (Eros) de la primera y la segunda partes no se corresponden con el terreno intermedio de la vida. David dice:

Tan entrenados estamos para el luto que el nuestro no parece un diálogo, sino una corriente de pensamiento… Hasta que nos visite la Muerte: la recibiremos con copitas de oporto o madeira y pastéis de nata.

Entonces, cae el telón. O la noche. Sigue la vida.


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