Jorge Luis Borges en la Biblioteca Nacional de Argentina en 1971. Fotografía de Eduardo Comesaña | Museo Nacional de Bellas Artes (Argentina).
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En «Las uñas», texto que pertenece a El hacedor, Borges habla de los dedos de sus pies, a los que «no les interesa otra cosa que emitir uñas: láminas córneas, semitransparentes y elásticas» (Jorge Luis Borges, Obras completas 1923-1972, Buenos Aires, Emecé, 1974, p. 785). «Guardados» en La Recoleta, sus pies «continuarán su terco trabajo, hasta que los modere la corrupción». Sí, las uñas (y la barba de su cara) seguirán creciendo en su muerte. Así lo sentencia el poeta, a modo de mínima profecía. Quién sabe si pensó en cortárselas antes de morir. Cortárselas para entregárselas a Naglfar, la nave de la mitología nórdica hecha enteramente de las uñas de los muertos.(i)
Borges debió conocer las profecías nórdicas de las Eddas y no es extraño que escribiera sobre las uñas, si consideramos su profundo conocimiento de la mitología escandinava. Posiblemente sabía que en el Völuspá de la Edda póetica, la völva o vidente le anuncia a Odín que, llegado el tiempo aciago del Ragnarök, Naglfar navegará las aguas rumbo hacia Vígríðr, el campo de batalla donde morirán los dioses.
En El hacedor hay un texto titulado, precisamente, «Ragnarök». Allí los dioses, harapientos y vencidos, aparecen en un sueño sobre la tarima del Aula Magna de la Universidad de Buenos Aires, donde son baleados por Borges y la multitud.
Así visto, la muerte y el sueño se relacionan estrechamente, y el fin del mundo de igual manera. El hacedor, este libro maravilloso que mezcla géneros, y uno de los más personales de Borges, cierra con un poema, «Arte poética», que en la segunda estrofa, se lee así:
Sentir que la vigilia es otro sueño
que sueña no soñar y que la muerte
que teme nuestra carne es esa muerte
de cada noche, que se llama sueño.
Otro poema, «Ein Traum», publicado en La moneda de hierro (1976), también refiere a la muerte y al fin del mundo como pertenecientes al territorio onírico. El poema, por cierto, según testimonio de la señora María Kodama, le fue dictado a Borges en sueños:
Una mañana nos despertamos en Estados Unidos y él me dijo que iba a dictarme un poema, al que le puso un título en alemán, «Ein Traum», que quiere decir un sueño. Es un poema muy breve donde el protagonista es Kafka. Borges siempre corregía, vivía corrigiendo. Ese poema me llamó la atención porque al cabo de dos reediciones no lo había corregido. Entonces yo le pregunté: «Pero Borges, qué extraño. Corriges todo y eso no». Y él me dijo: «Ah, no puedo, porque ese poema no es mío, ese poema me lo dictó Kafka en un sueño. No es mío, es de Kafka, entonces yo no lo puedo tocar». Y es el único poema en toda su obra que jamás fue corregido.
El enigmático poema fue dictado y también protagonizado por Kafka. Veamos:
Lo sabían los tres.
Ella era la compañera de Kafka.
Kafka la había soñado.
Lo sabían los tres.
Él era el amigo de Kafka.
Kafka lo había soñado.
Lo sabían los tres.
La mujer le dijo al amigo:
Quiero que esta noche me quieras.
Lo sabían los tres.
El hombre le contestó: Si pecamos,
Kafka dejará de soñarnos.
Uno lo supo.
No había nadie más en la tierra.
Kafka dijo:
Ahora que se fueron los dos he quedado solo.
Dejaré de soñarme.
«No había nadie más en la tierra»; mire qué significativo este verso. El mundo se extingue cuando se acaba el amor, cuando llega la traición, cuando el que sueña deja de soñar a los otros. Soñar ya no vale la pena. Despertar ya ha sido, la traición descubierta es el despertar, de modo que lo que debe ocurrir ya no es la vigilia, sino el dejarse de soñar a sí mismo. Dejarse de soñar, irse, ¿a dónde? Tiene usted dos opciones: al otro sueño que es la realidad, o al otro sueño que es la muerte.
Nótese: el Ragnarök de Borges acontece en lo onírico, y el desvanecimiento de la Tierra de «Ein Traum» ocurre en el mismo ámbito. Con todo, la vigilia también es sueño. La diferencia: la vigilia sueña que no es sueño, que es realidad y verdad. ¿Qué es si no la profecía predictiva? Un sueño del futuro que no quiere ser sueño, un sueño de futuro que juega a ser futura realidad, verdad anticipada.
Podemos decir entonces que Borges jugó a hacer una pequeña profecía de su muerte. Quizás pensaba en las revelaciones escandinavas cuando lo hizo. La barroca (y en cierto modo kitsch) tumba que lo cobija en el cementerio de Plainpalais en Ginebra, puede dar fe de su pasión por los poemas éddicos.
Por un lado de la lápida –reminiscencia a lo Disney de una estela rúnica–, puede verse una nave vikinga con vela desplegada; por el otro, siete guerreros blandiendo espadas. La inscripción que acompaña a los guerreros está en inglés antiguo y dice: «And ne forthedon na». «Y que no temieran», es la traducción. Se trata de una frase que se encuentra en el poema anglosajón conocido como «La batalla de Maldon». El poema, del que se ha perdido el principio y el final, relata la llegada de una flota vikinga a Essex y su desembarco en el islote de Northey, en medio del Blackwater. Entre el islote y tierra firme había apenas un istmo que fue bloqueado justo antes de la llegada del enemigo por el ealdorman Byrhtnoth y sus hombres. Ante el inminente enfrentamiento, Byrhtnoth comenzó a arengar a sus guerreros. Sobre su caballo, les hablaba de cómo debían apostarse (eran jóvenes y campesinos la mayoría), y los exhortaba a que se mantuvieran prestos con los escudos, «con sus puños firmes y que no temieran». No obstante, la batalla se inclinó hacia los nórdicos, quienes finalmente atravesaron el istmo. Torpe pero heroico, Byrhtnoth murió en el campo.
¿Por qué Borges elige este poema para su tumba? ¿O por qué lo hace Kodama, viuda omnipresente? Quizás, especulo, porque enfrenta –une– a los anglosajones y a los vikingos. Borges había sido enfático admirador de ambas lenguas y literaturas. De hecho, el reverso de los guerreros lo ocupa el grabado de una nave vikinga con las velas desplegadas. La frase que acompaña la imagen, «Hann tekr sverthit Gram ok leggr i methal theira bert», está en nórdico antiguo. Nos hallamos ante un verso de la saga islandesa Volsunga, y su traducción es la siguiente: «Tomó la espada Gram y la colocó entre ellos desenvainada».
Las palabras hacen referencia a la trágica historia de Sigurd y Brynhild. Sigurd, hijo de Sigmund, nieto de Volsung, de regreso de matar al dragón Fafnir, se encuentra con un castillo rodeado de fuego. Allí descubre a una doncella que duerme dentro de su armadura. Ella despierta, dice llamarse Brynhild y cuenta su desdicha. Dos reyes se encontraban en lucha, Helm Gunnar y Agnar. Helm Gunnar era el mayor y el más grande guerrero, Odín lo favorecía. Pero ella hirió a Helm Gunnar y le dio la victoria a Agnar. Enfurecido, Odín la punzó con la espina del sueño, y en aquel estado había permanecido hasta el encuentro con Sigurd. Él, de súbito enamorado, promete esponsales. Luego se marcha y llega al reino de Heimir, quien se ha casado con Bekkhild, hermana de Brynhild. Cierta tarde de cacería, Sigurd ve en la ventana de una torre a una bella doncella y pregunta por ella. Le responden que es Brynhild, una dama guerrera que se ha ido a vivir allí recientemente. El héroe la visita y de nuevo descubren su amor, pero ella profetiza que jamás vivirán juntos y que él contraerá nupcias con Gudrun, hija del poderoso rey Gjuki.
Al cabo de un tiempo, Sigurd arriba al mismísimo reino de Gjuki. Grimhild, la mujer del soberano, ve en el famoso héroe al futuro marido de su hija y le brinda una cerveza que le hace olvidar cualquier otro amor. Sigurd, en efecto, contrae esponsales con Gudrun. La reina decide que también debe casar a Gunnar, su primer hijo; así que lo envía junto con Sigurd donde el rey Budli, padre de Brynhild, a cuyo reino ella ha vuelto. Al llegar, se enteran de que la princesa guerrera se ha encerrado en una fortaleza rodeada de llamas. Sigurd toma el anillo de su cuñado y también su forma física y, montado sobre su caballo, atraviesa las llamas. Brynhild, al ver que el valiente extraño (recordemos que tiene la forma de Gunnar) ha superado tan grande obstáculo, lo recibe gratamente. Pasan juntos tres noches, compartiendo la misma cama. No obstante, en cada ocasión, Sigurd, fiel a su cuñado y a su esposa, interpone la fabulosa espada Gram entre él y Brynhild. Al cabo, Gunnar desposa a Brynhild.
Cierto día, Gudrun y Brynhild comienzan a discutir sobre la valentía de sus maridos. Brynhild no cesa de elogiar a Gunnar, el osado que atravesó el fuego. Gudrun, exasperada, se atreve a soltar la verdad: quien en realidad cabalgó a través del muro de llamas fue su marido Sigurd. Al sentirse traicionada, Brynhild cae en un arrebato de ira y le exige a Gunnar que repare con la muerte de Sigurd lo que ella considera una afrenta. Gunnar, astuto y cobarde, le da de comer a Guttorm, su hermano menor, un guisado de serpiente y piel de lobo. Colmado de feracidad, Guttorm entra en la habitación donde duerme Sigurd y lo atraviesa con una espada. Brynhild, al escuchar los llantos de Gudrun, comienza a reír a carcajadas, pero pronto desespera y, enamorada de quien acaba de morir, se clava ella misma una espada. En los funerales, los cadáveres de Sigurd y Brynhild son quemados en la misma pira.
Esta historia de amor y muerte hizo sin duda las delicias de Borges, tanto que, inspirada en ella, escribió un relato. «Hann tekr sverthit Gram ok leggr i methal theira bert» es la frase que usó el autor como epígrafe de «Ulrica», segunda narración de El libro de arena. No por casualidad, en la tumba, debajo de la inscripción del Volsunga, se encuentra también la frase: «De Ulrica a Javier Otárola». ¿Qué enigma es este? Pues ninguno muy complejo. Quien haya leído el relato en cuestión sabrá que trata sobre el encuentro amoroso en la ciudad fortaleza de York de una joven noruega de nombre Ulrica con un ya maduro profesor colombiano de nombre Javier Otárola. La crónica abarca, como dice el narrador «una noche y una mañana» (El libro de arena, Buenos Aires, Editorial Alianza, 1998, p. 9). Durante la noche se conocen, en la mañana salen a caminar luego del desayuno. Son turistas, y eso hacen los turistas. Ella es una noruega alta, ligera, de ojos grises y con un aire de tranquilo misterio, tal como la describe Otárola. Por el camino hablan de los noruegos y de Inglaterra. Ella dice «Inglaterra fue nuestra y la perdimos, si alguien puede tener algo o algo puede perderse».
¿Me he alejado de las uñas? No, pues no nos hemos alejado de la muerte ni de la profecía, tampoco del sueño.
En cierto momento Ulrica le promete que al llegar a la posada ella será suya. Otárola comenta que todo aquello es como un sueño. Ulrica anuncia que pronto oirán un pájaro cantar y, en efecto, se escucha al pájaro. Otárola dirá que en esas tierras piensan que quien «está por morir prevé el futuro.» Ulrica responde: «Y yo estoy por morir». Nada más dicen. Luego ella le pide que repita su nombre y acota que prefiere llamarlo Sigurd. Otárola replica que la llamará entonces Brynhild. Hablan de la saga, menosprecian al texto de Los nibelungos, que dañó la bella saga islandesa, y a poco él observa que ella camina como si quisiera que entre ellos dos hubiera una espada en el lecho.
Así, como vemos, en «Ulrica» está el sueño del amor, el mismo del poema de Kafka, y la muerte, que es como un sueño. Y el futuro, la profecía, otra forma del sueño.
Brynhild preconiza la tragedia de su amor, Ulrica predice el canto de un pájaro, Borges adelanta que sus uñas y su barba seguirán creciendo, y que será enterrado en La Recoleta. Con el sitio se equivocó. Con las uñas, pues dicen que en realidad no crecen después de la muerte, sino que la piel se encoge por deshidratación. Las explicaciones científicas a veces entorpecen el ensueño de la poesía.
Con todo, Borges no dejó de escribir sobre las uñas. No una, sino dos veces, porque en La cifra, entre esos «Diecisiete haiku» que escribió, el número 10, dice así:
El hombre ha muerto.
La barba no lo sabe.
Crecen las uñas.
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[Este texto forma parte de Gabinete del ocio (Caracas, Abediciones, 2019)]
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(i) En La rama dorada, Frazer nos describe los objetos tabuados. La cabeza del hombre, dice el autor, es particularmente sagrada. Hay pueblos que le atribuyen –o le atribuían– la existencia en ella de un espíritu –un ente– muy sensible al daño o al irrespeto. De modo que quien tocaba la cabeza cometía un gravísimo error. El corte de pelo, por lo tanto, era una operación delicada que debía ser hecha por personas especiales. El peligro estaba allí siempre. Por un lado, el espíritu podía enojarse; por otro, el cabello cortado, por conexión simpatética, participaba de la esencia de la persona, y del espíritu incluso, y esto era más que delicado, pues los mechones de pelos o los recortes de las uñas, si caían en malas manos, podían ser utilizados para embrujar a la persona. También por conexión simpatética, el acto de cortar cualquier otro «accidente» del cuerpo (por decirlo en términos filosóficos) traía gran dificultad o peligro. De allí que se extendiera la idea hacia las uñas. Luego, imaginar una nave que guardara en tierras ultraterrenas los cortes de uñas de los muertos, no resulta, disculpen el término, descabellado.
Fedosy Santaella
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