Perspectivas

Las librerías fantasmas de Caracas

11/12/2020

Lo primero es presentarme. Soy el fantasma de un escritor anónimo. Entiéndase anónimo como el estado natural de la mayoría de los escritores que, al cabo de un tiempo o inclusive en vida, caen en la desmemoria de los demás. Los lectores se olvidan de sus libros a pesar del empeño en trascender, de gastar infinitas horas del día en la solitaria lucha con la palabra escrita. Que yo sea además un fantasma les podrá parecer extravagante, pero todo es cuestión de perspectiva. Mi punto de vista tiene enormes ventajas para lo que pretendo contarles.

Desde hace rato recorro las librerías de Caracas. Cuando era de otra materia paseaba por mis librerías favoritas, compraba libros y me dedicaba a la lectura. Detectando la costura de los libros uno aprende a tejer con las palabras. Y me quedó esa costumbre, la de frecuentar estos templos. No voy a referirme a las pocas librerías que sobreviven como guerreros de otra dimensión. No vamos a relatar cómo se las han ingeniado, con sentido de perseverancia, mística, riesgo, terquedad inusual e insistencia irracional a permanecer en el mundo de los vivos. Aunque creo que habría que reconocerlas en otro texto, al estilo de Librerías de Jorge Carrión, ahora solo daré sus nombres. Me disculpan si ofendo a otras que no menciono. De las que yo frecuentaba y todavía están en pie, dando la batalla darwiniana ante el exterminio diseminado por los rojos: Kalathos, El Buscón, Entrelibros, Librería Estudios y La Gran Pulpería del Libro Venezolano.

Isaac Bashevis Singer en su cuento «El hotel» nos dice que «cuando una persona liquida sus negocios se convierte en un cadáver viviente». Aquí no se trata de indagar razones o culpas, tampoco de irnos mucho más atrás, hablar de librerías emblemáticas como Suma o Librería del Este, que ya desaparecieron y que yo, por un motivo u otro, no frecuentaba. La lista es larga. No quiero ahora que mi tono se desvíe. Disculpen el desvarío transitorio de mi voz, pero ¿cómo no liquidar un negocio cuando el control de cambio asfixió la posibilidad de importar libros para las librerías y papel para las editoriales? Ese mecanismo de sometimiento se implantó como un verdugo que asfixia por el cuello a su víctima.

Con el control de cambio comenzó la devastación económica. La inflación más alta del planeta hacía casi imposible darle un valor adecuado a un libro. Lo que sería un precio justo se tornaba imposible de adquirir para la mayoría de los lectores. Entonces empezaron a sucumbir las editoriales y las librerías, no solo en Caracas sino también en el interior del país, como podría ser el caso de La Ballena Blanca, de Alejandro Padrón, un fantasma merideño, no el dueño y escritor sino la librería, polo magnético de las bienales de literatura Mariano Picón Salas, reseñada en la mencionada obra de Carrión (el apellido del escritor catalán, por cierto, me recuerda siempre a la famosa canción del grupo Kansas: «Carry on my Wayward Son», el mismo grupo que tiene una canción fantasma, la de «Dust in the wind»).

Como consecuencia del colapso de la economía, las trasnacionales del libro empezaron a largarse del país, desde la primera que dio el paso, Random House Mondadori, pasando por Alfaguara, Ediciones B y otras de calibre intermedio. No solo era la dificultad para importar papel sino también la imposibilidad de repatriar utilidades a las casas matrices. Asimismo, le pasó a algunas nacionales, como Alfa, la editorial criolla más relevante en su momento. Muchos no pudieron nadar más contra la corriente. Los ingresos mermaban de forma precipitada y hacía inviable su permanencia.

Cabe acotar que a las pocas librerías que sobreviven se les hace casi imposible traer novedades editoriales. Uno va y viene, pasan los años, y allí están los mismos títulos congelados en el tiempo (como los carros del panorama habanero), como si nadie más en el mundo publicara nada. Cuando aparecen títulos diferentes son libros de segunda mano, cedidos en consignación o donados por algún privado que se largó del país. La decisión de cerrar las puertas de un negocio, que alguna vez fue floreciente, a veces depende de factores que escapan al control del que tiene ese negocio. Es como un nadador en el medio del mar acechado por tiburones o un opositor radical en los predios de Miraflores. ¿No es preferible nadar en aguas más prometedoras? ¿No es mejor comenzar de nuevo en otro lugar, donde las reglas de juego permitan la operación relativamente sana de un negocio?

Una librería es un acto de fe, pero también, a fin de cuentas, es un negocio. Y debe sustentarse por sí misma: ¿cómo hacerlo en el entorno esquizodestructivo de la economía venezolana? ¿Se puede llamar economía a la economía venezolana? ¿En qué se ha convertido este sálvese quien pueda donde no hay reglas de juego, solo instinto, capacidad de adaptación, sexto sentido y malandreo puro y duro? Ni siquiera siguiendo las enseñanzas del Noble Sendero Óctuple del budismo se puede poner fin al sufrimiento.

Entonces no podemos criticar las decisiones, o colocar la etiqueta de cadáver viviente a aquellos que han mutado a otras formas, otros destinos, otros oficios o, tal vez, que han perseverado –con éxito o careciendo de él– montando una librería en otra ciudad del mundo. ¿Seré yo un cadáver viviente? ¿Quién escribe este relato? ¿Quién pulsa las teclas de la computadora? Les cuento que hace no mucho un colega utilizó mi imagen en un cuento llamado «Los frascos rotos»:

Como no encontré sosiego y me sentía afectado por el tema de la reencarnación, busqué respuestas en la literatura de fantasmas. Escogí algunos cuentos sobre experiencias similares, fenomenologías paralelas, situaciones parecidas a la mía. Me encontré con «El gato negro» de Poe, «Alguien desordena estas rosas» de García Márquez y «El retorno» de Bolaño.

Yo no sé por qué el empeño de algunos escritores en citar siempre autores extranjeros. Se me viene a la cabeza, así de rápido, «Un fantasma portugués», un cuento de Miguel Gomes, con ese comienzo sin pérdida de tiempo: «El fantasma de mi padre se nos apareció por primera vez a las tres horas del entierro. Estaba sentado en el sofá del estudio, con un libro abierto en el regazo y la lámpara encendida».

A lo que voy: me propongo mostrarles las librerías fantasmas de Caracas. Ahora puede que sean lugares abandonados o que han reencarnado en otro tipo de negocio. Voy a mostrarles las fotos de algunas de ellas. Son las que yo solía visitar, con mayor o menor frecuencia, cuando era un escritor con vida material. No me referiré, como he dicho, a las sobrevivientes, que también frecuentaba y que siguen en pie. No pretendo con esto, además, hacer un catálogo de la derrota; no, más bien lo que planteo es presentar una muestra, como una toma de sangre que determina el estado del cuerpo, como si el lector hiciera él mismo esa caminata, mostrarle qué se encontraría si hiciera el recorrido.

Templo Interno, en Los Palos Grandes

Un bloque de vidrio esmerilado, un latón hueco donde antes hubo un letrero (ahora sin ningún atributo que identifique nada). Antes uno pasaba por acá y veía a Alexis Romero, poeta y boxeador, instalado en su reinado, un reinado que se le fue haciendo difícil de sustentar y se marchó del Centro Plaza a Argentina. Dicen que un poema debe crear el efecto de un puño, un lápiz afilado que atraviesa de golpe una hoja de papel: «me gustaría abolir los papeles firmados/ en nombre de lo sublime/ quise demoler las obras/ para volver a sentarme/ en las piedras de la paciencia/ intenté quemar los libros/ donde habla el testimonio».

Fotografía de Pedro Plaza Salvati

Librería Noctua, en Los Palos Grandes

También en el Centro Plaza. Esta es una de las pocas que se encuentra en un estado intermedio. Tiene años así, cerrada. En la vitrina se ven los mismos títulos que ya parecen del más allá (donde me encuentro, valga la redundancia), con la luz que les cae como si iluminara piezas de un museo. Sufrió una inundación real. Recuperada, sigue en cuidados intensivos. Uno veía siempre al carismático Andrés Boersner, que detesta los celulares, con mucho sentido del humor, porque hay que tenerlo para sostener tantos años un negocio en estado transitorio. Deseamos una pronta recuperación a Noctua. No soy egoísta, no quisiera que diera el paso final hacia mi estado incorpóreo.

Fotografía de Pedro Plaza Salvati

Lugar Común, en Altamira

Esto me parece una falta de sensibilidad, que una librería de calle tan frecuentada se haya convertido en sucursal de una cadena de farmacias. De libros a medicinas. Este es un caso no de estado intermedio sino de reencarnación budista en otro tipo de animal, un castigo. Aunque, si uno se pone a ver, la lectura es una medicina. Regentada por Garcilaso Pumar, la librería tuvo como asociados, en una época, a Rodrigo Blanco Calderón y Luis Yslas. Muy cerca se escenificaron los peores disturbios, las batallas feroces de 2014. En un artículo publicado por Blanco Calderón, «Los pumas tiemblan de cólera», leemos:

La avenida Ávila sur, donde está ubicada la Librería Lugar Común, es la arena específica de los enfrentamientos. A la librería, que inauguramos hace poco más de un año, le ha tocado recibir su bautismo de fuego. No solemos quedarnos hasta muy tarde, de modo que seguimos los choques nocturnos, los más peligrosos, desde nuestras computadoras y teléfonos celulares.

Fotografía de Pedro Plaza Salvati

Alejandría, antigua Lugar Común, antigua Alejandría en Paseo Las Mercedes

Este sería un caso de doble reencarnación del mismo tipo de negocio. Cuando llegué aquí en mi recorrido, me hice la pregunta: ¿cómo pueden ofrecer todo con 50 % de descuento? Hace un tiempo uno se encontraba con Rodnei Casares, ahora editor de libros en Colombia (¿un acto egoísta o de realismo?: porque ningún título de Libros del Fuego se halla disponible en el panorama de la esquizoeconomía venezolana). Esta librería era originalmente una Alejandría, luego pasó a ser Lugar Común, y ahora regresa de nuevo a ser una Alejandría. Creo que si quieren seguir adelante deben quitar ese letrero porque da la impresión de que se trata de una liquidación. Y más, según entiendo, luego de traerse a un librero maestro, Javier Marichal. Qué pena. Tantos encuentros, tantas presentaciones de libros, tanta gente querida, cuando era un escritor y me la pasaba buscando tesoros.

Fotografía de Pedro Plaza Salvati

Lectura, en el Centro Comercial Chacaíto

Aquí estuvo una librería legendaria a la que Rodrigo Fresán podía llegar caminando desde su casa, durante los tres años que vivió en Venezuela, y que menciona como «la indispensable librería Lectura» en su relato «Caracas, 1975». Borges, Cortázar y Vargas Llosa, de la liga importada, o los nacionales de alto calibre como Arturo Uslar Pietri, Miguel Otero Silva y Salvador Garmendia, firmaron ejemplares de sus libros en Lectura. Yo la frecuentaba durante la primera década de este siglo hasta que cerró en 2011. Allí estaba el librero uruguayo Walter Rodríguez, que daba excelentes recomendaciones, tenía tesoros. Ahora desciendo hacia el sótano del Centro Comercial Chacaíto y el lugar parece una catacumba: abandonado, con rejas herméticas, adosado a la blancura y transparencia propia de nosotros los fantasmas.

Fotografía de Pedro Plaza Salvati

Alejandría del Cada de Las Mercedes

En la Alejandría de Las Mercedes estaba Jonathan Bustamante, mejor conocido como Lector Metálico, siempre con su camiseta y pinta de roquero. Es una pena que esta librería –parte del consorcio de la editorial venezolana Alfa, que operaba en sinergia con sus propias librerías Alejandría y la Ludens de Plaza Venezuela– cerrara. Sé que el editor Ulises Milla se fue a Barcelona y montó una librería en un pequeño pueblo catalán frente al mar, pero luego la tuvo que vender. De vez en cuando edita en España números limitados de los libros de su editorial, como dando pasos de bebé. Las librerías de aquí, cerradas; la de acullá, traspasada. Del imperio a los sueños rotos, víctima de la esquizoeconomía y sus secuelas más allá de las fronteras. En el local de la esquina, donde ahora está un StiloGres –decoración con revestimiento–, estaba la Alejandría del Cada (por cierto, otro fantasma es el propio automercado Cada, ahora convertido en un Bicentenario. Esa fue la peor reencarnación de los castigos budistas: de privado a revolucionario).

Fotografía de Pedro Plaza Salvati

Lugar Común, en Las Mercedes

En esta vieja casa es donde me doy más abasto recorriendo, como fantasma, sus espacios vacíos. Este bello lugar tuvo poca vida, como cuando una persona joven sufre un accidente, una caída de caballo, un aneurisma, un shock hepático incurable. Aquí, al lado, estaba Café Olé, al que me gustaba ir, ahora también cerrado. Recuerdo de nuevo a Garcilaso Pumar al frente de este y sus otros emprendimientos libreros. Primero cayó Altamira, luego cayó Las Mercedes, además de la editorial Lugar Común –en antigua sociedad con Blanco Calderón e Yslas–, resucitada este año en Miami Beach con el nombre de Alliteration, y que comienza con buen pie al publicar títulos de poesía de dos grandes ligas venezolanos: Intensive Care de Arturo Gutiérrez Plaza y Anapurna, The Empirical Mountain de Igor Barreto.

Fotografía de Pedro Plaza Salvati

Librería del Sur, en Chacaíto

En esta solo hacía vuelos rasantes, tragando grueso, vencido por la seducción de los libros. Me sentía prostituido al entrar a una librería controlada por el gobierno, librería ligada a la legendaria editorial Monte Ávila, que se ha politizado por completo, y a otras editoriales del Estado. Un paréntesis: si fuesen consistentes con la retórica de crear nuevos referentes, la editorial debería llamarse Monte Guaraira Repano. Esta librería era un reflejo claro de la politización llevada hasta la literatura. Aquí se podían ver más que todo libros de autores afines al proceso (la sucursal del Centro de Caracas, al costado de la Plaza Bolívar, sigue en pie y con la misma política de favorecer solo aquellos autores simpatizantes o afines con la revolución). Al mismo tiempo, se conseguían algunos clásicos y libros recientes que no caen en esta categoría, por ejemplo, Comí, de Martín Caparrós, editado por Madera Fina, a cargo del sensei Carlos Sandoval ­–entre sus múltiples oficios literarios–, Rodrigo Blanco Calderón y Luis Yslas. Por ese motivo a veces me aventuraba esperando que nadie me reconociera. De aquí me llevé Museo de la novela de la eterna de Macedonio Fernández, de la vieja y prestigiosa Biblioteca Ayacucho, y Autobiografía de mi madre, de Jamaica Kincaid. Compraba los libros a precios irrisorios, lo que me daba gusto por tantas cosas que nos ha quitado la revolución en esta vida.

Al momento de llegar a lo que era el local de esta librería hay con un camión estacionado justo enfrente de donde sacan cajas CLAP. Había dos militares supervisando el operativo. Me les acerqué. Siendo un fantasma no sé cómo me entendieron. Les mentí y les pregunté si podía tomar una foto, les comenté que antes allí había una librería y que un amigo me había encargado un libro, Historias de la calle Lincoln de Carlos Noguera, y le quería mostrar con una foto que ya no era posible cumplir su encomienda. Los militares no me respondieron, no sé si fue por su actitud usual o porque en realidad no me veían o no entendían nada, aunque al principio hubiera jurado que voltearon sus caras cuando los llamé. Resulta que librería es ahora una sede de Funda Comunal (Fundación para la Promoción y Desarrollo del Poder Comunal). En la foto que tomé los militares siguen hablando mientras, sobre un camión, un par de hombres están a la espera para seguir cargando cajas CLAP, con la imagen en los cartones de ¿adivinen quién?: Chávez; no podía ser otro. Su presencia no da tregua, su rostro de fantasma por todos lados, no como el mío, de escritor anónimo.

Fotografía de Pedro Plaza Salvati

Libroria, en Las Mercedes

Yo pasaba horas acá. Esta librería contaba con muchos títulos nuevos y de segunda mano. Rafael Arráiz Lucca dice que el librero Ignacio Alvarado creará ahora el Museo del Libro Venezolano. Son unos ochenta mil libros los que tiene en su casa, imagino provenientes de la herencia que le quedó al cerrar y de las donaciones que habrá recibido de allí en adelante. Estar en ese lugar era perder la noción del tiempo (como ahora en mi condición de fantasma, el tiempo es eterno, no duermo, no hay interrupciones). Así se ve ahora lo que era la entrada de Libroria, un paraíso de dos pisos.

Fotografía de Pedro Plaza Salvati

Nacho, en el Centro Lido

No es que me fascinara esta librería. Allí vendían materiales escolares y de trabajo y eso me daba fastidio. Sin embargo, se encontraban títulos de las grandes editoriales trasnacionales establecidas en el país. Esta fue una cadena que, al igual que Tecni-Ciencia Libros, contaba con decenas de sucursales, ahora diezmadas ambas a su mínima expresión. En el caso de Tecni-Ciencia había casi treinta tiendas, ahora cerradas las del interior y las pocas que quedan están convertidas en híbridos donde la venta de juguetes es prominente. Respecto a Nacho, había unas cincuenta en todo el país, ahora desaparecidas. Debo decir que se corre el rumor de que los que eran los dueños de Nacho compraron el fondo completo de los libros publicados por Random House Mondadori y parece ser que lo dejaron perdido en un depósito de Los Ruices (que no he podido localizar a pesar de las vueltas que he dado, y miren que a mí se me hace más fácil). Muchos autores venezolanos se quedaron sin ejemplares de sus libros y no hay forma de que liberen ese material. Uno de ellos, el mismo del cuento del fantasma portugués, Miguel Gomes, no tiene un solo ejemplar de El hijo y la zorra. Y así muchos autores. A mí me parece demasiado egoísmo y falta de emprendimeinto. Para mí eso equivale a lo que hacen los Torquemadas de las editoriales grandes en España, con la política del precio fijo, y que para preservar el precio de venta: si unos libros no se venden los queman como a Savonarola. Bueno, en fin, aquí había todo tipo de novedades y, para ser franco, esto parece un castigo aun mayor que el de Lugar Común de Altamira convertida en farmacia. Esta librería cae en la categoría de castigo budista subido de nivel: de libros a ropa, renacer en una tienda con el nombre de Balú, el oso de El libro de la selva. Qué vergüenza.

Fotografía de Pedro Plaza Salvati

Summa y Las Novedades, en Concresa

No como la legendaria librería del bulevar de Sabana Grande con una sola “m”, pero era parte del mismo grupo y la visitaba ocasionalmente. Aunque queda ahora un poco lejos de mis lugares normales de desplazamiento, me acerqué a dar una vuelta. De Summa no hay ni rastro: Summa cum nada. Lo que se puede divisar, en cuanto a libros, en este centro comercial, que parece un emblema de la Venezuela en ruinas, con tantos negocios muertos, son dos librerías Las Novedades cerradas. Esta fue una cadena con una extensa presencia en el país perteneciente al Bloque Dearmas, los mismos de Meridiano TV. Siendo dueños de los locales decidieron cerrarlas y alquilar los espacios para negocios de otra naturaleza. En Concresa se pueden ver sus estantes vacíos, como un mendigo esperando una suerte de milagro.

Fotografía de Pedro Plaza Salvati

Un mensaje final optimista

No quiero que este escrito del fantasma de un escritor anónimo tome un tono fatalista, aunque estoy llegando al final, y lo hecho hecho está. Les digo que, desde mi punto de vista, no es tan malo el asunto. Yo era escritor y lector y me la pasaba en estas librerías que ahora ya no existen o que están en estados intermedios, como el título del libro de Fedosy Santaella que reluce espectral desde hace años en la vitrina de Noctua: Ciudades que ya no existen, cerca del de Roberto Echeto, Maniobras elementales (lo que tienen que hacer los venezolanos para sobrevivir la cotidianidad, aunque de eso no trata ese estupendo libro de ensayos). Entonces, ¿de qué va esto del optimismo?

El otro día venía dando vueltas por la Avenida Francisco de Miranda y, en una parada de autobús, me encontré con una lectora. Estaba sentada con su tapabocas. He evitado intencionalmente hablar de la pandemia (no soy negacionista, solo que lo consideré redundante). La pandemia, por supuesto, hará más difícil el camino de las librerías. Aunque ahora en la esquizoeconomía todo se valora en dólares, se puede comprar un libro acá y mandar el dinero a una cuenta en Estados Unidos con una aplicación que tiene nombre de fantasma: Zelle. A través de Zelle se compra un bien material en suelo venezolano pero el dinero aparece en una cuenta de un banco estadounidense.

En fin, hay gente a la que no le gusta la expresión “en medio de la pandemia”, por lo gastada, pero les cuento, para concluir con una nota optimista que, en medio de la pandemia, esperando un autobús, y aquí va mi última imagen, una mujer leía, muy concentrada, un libro. Sentí un orgullo ajeno, una ráfaga cálida en mi pecho de fantasma, si es que acaso esto es posible. Esa imagen es un punto germinal para una eclosión lectora futura. Pensé entonces que mientras haya personas como ella en la ciudad, las librerías tendrían, aunque arduo, un camino promisorio, un mejor futuro.

Fotografía de Pedro Plaza Salvati

 


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