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[Publicado en la Revista literaria regentada por el propio González el año en cuestión, este es uno de los primeros trabajos que, luego de la Independencia, se ocupa con sistema del estado de la literatura en el país y en Europa]
Al oírnos hablar del espíritu literario, se nos preguntará si creemos exista en Venezuela, si conocemos obras que lo expresen y cuáles son su carácter y sus tendencias. La literatura nació un día entre nosotros, y sin las agitaciones y revueltas, ¡ay!, que han consumido el país, tendríamos acaso una, ingeniosa, noble, fruto espontáneo de nuestra civilización y nuestro clima. Pero si las letras son el lujo de las sociedades avanzadas en cultura, mal puede encontrarse entre nosotros, sin ocio para escribir, inspirados por pasiones momentáneas, distraídos por el ruido de las catástrofes, tristes con lo presente, temerosos del porvenir. Los talentos vienen como siempre, el sol todos los años enciende las imaginaciones; a cada primavera, sobre el árbol que destrozó el rayo, sobre el cauce desecado, depositan nuestros jóvenes sus verdes nidos, donde adormecen sus sueños, sus ilusiones y esperanzas. Nada les falta, ni el talento, ni la emoción, ni la frescura, ni la gracia; pero las flores allí ocultas se marchitan sin abrir, sin que una mano las coja, sin que pueda señalar nadie sus colores y perfumes. Primero es saber, y el estudio es impopular: las musas no despliegan sus alas sino a los ecos de la gloria, y nuestra gloria pasó. La pluma cae de las manos del historiador, y lo bello, lo sublime, lo ideal huyen espantados ante la realidad mezquina. Como en el Elíseo de Virgilio los ojos entrevén sombras divinas que el corazón no puede estrechar.
Al hablar del espíritu literario nos referimos al que se extiende por el mundo y nos viene de Europa no en las producciones elevadas de la alta literatura, sino en la corriente fangosa de novelas y comedias, únicos libros que nutren nuestra juventud, envenenándola; obras que extinguen toda inspiración superior y divina, para lisonjear cuanto hay de sensual y bajo en nuestro ser, nacidas de una fuente impura y que pertenecen a una serie de ideas inferiores y corruptoras.
Pero el mal no existe sin honrosas excepciones: vense paladines intrépidos caer duramente sobre los enemigos del buen sentido y de la moral, y con la música de Verdi a la cabeza, continuar su cruzada en provecho de la verdad. Tal vez la literatura recobre su alto puesto. En cuanto a nosotros, persuadidos de que el pesimismo es esencialmente estéril y de que a nadie persuade la violencia, esperamos y convidamos a esperar. Cómplices todas las imaginaciones en el mal que se les señala, si se les representa sin remedio, sin bien alguno que lo mitigue, rebelaríanse contra el desesperante anatema, y el rigor de la censura comprometería la autoridad.
Debemos comenzar investigando hacia qué lado se inclina hoy la literatura, lo que no es una innovación ni una paradoja en las tradiciones de la crítica; porque dependiendo la literatura de las grandezas y debilidades del espíritu humano, hasta en fases más brillantes, tiene un lado que, agravándose, puede ser peligroso y funesto. Existen siempre dos literaturas que marchan paralelas: la buena y la mala; bastando para convencerse de ello arrojar una mirada hacia atrás, hacia las épocas de ensayos y decadencia, o hacia las que son objeto de admiración, de sentimiento y estudio. Sólo hay que advertir que el bien o el mal en las letras varían según sean los tiempos favorables o contrarios al generoso vuelo de las almas; ya que el movimiento, la vida, el éxito, la popularidad, la influencia, la facultad de atraer a sí la juventud ávida de fama y ruido, inspirarán obras honestas o perversas, buenos o malos ejemplos, según pertenezcan a ideas sanas o corruptoras, a celebridades puras o manchadas.
Es preciso decirlo, el arte moderno se inclina de un lado, donde, a empeñarse más, encontraría su degradación y su pérdida; pero ella no es la única culpable, y debemos acusar también a las vicisitudes políticas, que no nos toca juzgar, a la sociedad que ha desdeñado sus intereses y deberes, y a la crítica que, en vez de guiar y advertir, se ha complicado en extraviar.
¿De qué idea fecunda es instrumento esa literatura, que ha merecido el nombre de pequeña (petite)? ¿Por qué se aísla, egoísta, de la causa que debe defender, de la tarea que se le ha impuesto, independiente de lo que expresa, esclava de un poder particular, que busca en sí su vida, su fin y su gloria? Si –como dice un gran escritor– las mejores obras del espíritu son aquellas donde no ha habido premeditación literaria, y que han hecho centellear de un cerebro inspirado una pasión ardiente, una convicción vigorosa, un poderoso interés, debe confesarse que el exceso de que hablamos lleva precisamente a resultados contrarios e impone a sus producciones un carácter artificial y mezquino. Sin duda que en los últimos años hubo síntomas alarmantes. Pero ¡qué diferencia entre los excesos de entonces y los de hoy! En esos días, al salirse el espíritu literario de sus verdaderos caminos, para complacerse en su omnipotencia y entregarse a sus caprichos, tendía al menos hacia grandes cosas. Su exagerado papel y su destino en el mundo se manifestaban en superiores esferas. Teñía con sus colores brillantes la política, la historia, la poesía, la propaganda revolucionaria y todas las quimeras sociales, preludios de las revoluciones. Aspiraba a intervenir dictatorialmente en el gobierno de las sociedades futuras, a crear un tipo de soberbio individualismo, investido del doble genio del oro y el poder, que debería dominar repúblicas e imperios… Hubo presunción en estos sueños romancescos; hubo orgullo, demencia; hubo el ridículo y peligros de toda especie; pero no había abatimiento; ¡los hombres eran insensatos, no viles! Las instituciones liberales de aquella época, las licencias de la imaginación embriagada con sus propios filtros, la disposición volcánica de los lectores, todo contribuyó a la excitación desmesurada del espíritu literario.
La situación actual inspira consideraciones diferentes. Aparte toda oposición y sátira, es preciso confesar que las letras no pueden existir independientes de las formas de la vida pública, que las eleva o abate, las fortifica o debilita, excita la emulación o provoca la lasitud. Se animan por el contacto de las instituciones, libertades y luchas, que no debemos confundir con ellas, que hieren a veces su delicadeza y absorben a expensas suyas la atención general, y que las arrebatan también en su movimiento y las calientan a su llama. Los gérmenes fecundos que la libertad deposita en las almas y disemina en el aire, el vuelo que imprime a la juventud, el gusto de polémica y aventura que propaga y dirige, reflejan necesariamente sobre las letras; porque todo entusiasmo del mismo modo que todo desencanto se eslabonan, como lo prueban las batallas literarias de la Restauración, contemporáneas y rivales de las luchas apasionadas de la tribuna y la prensa. Cada época tiene su expresión literaria particular, caminos que ama más, géneros que cultiva de preferencia, según el grado de perfección social y el ardor de las ilusiones o creencias, el juego de los intereses públicos, la curiosidad, el gusto, la pasión, la moda. Los gloriosos esfuerzos del romanticismo en 1828, el entusiasmo y cólera que despertaron sus tentativas, el carácter militante de cada uno de sus triunfos, su acción en la sociedad escogida y en los placeres del espíritu, fue una de las fases de la vida pública de entonces, fácil de observar en los periódicos y en las Cámaras, sobre el teatro, en los cursos de la Soborna, en el prefacio de los nuevos libros y en los salones.
Agotadas estas fuentes por tempestades que desecan los ríos después de haber hecho los torrentes, suprimidas estas condiciones de renovación y excitación fecunda, el vacío ha sucedido por todas partes. Burlado el espíritu literario en sus aspiraciones quiméricas y condenado a sufrir la reacción del buen sentido y de las ideas positivas, humillado, irritado por la adversidad, no convertido, sigue la marcha lógica de los poderes que se debilitan, exagerándose, y que se precipitan al extremo contrario, creyendo suplir lo que les falta por la estéril ostentación de sus abusos y caprichos. Hele hoy exagerado en lo que es bajo como se había exagerado en lo que es alto. A falta del imperio del mundo, ha reemplazado las quimeras por el cálculo, y aspira francamente al bienestar, a grandes sueldos, a la riqueza rápidamente adquirida. No es ya un joven ambicioso que tiende al dominio universal; es un pendolista hábil y gastado, que tiene en venta artículos de ocasión, y que calcula lo que puede ganar en cada una de sus obras, mezclando convenientemente el anuncio, el cartel y el reclamo. Industrial, no literato, por una alianza extravagante, hija de vanidades contradictorias, está tan infatuado de su mérito, tan indiferente a su misión, tan desengañado de sus sueños, que si una circunstancia se presenta, se apodera de ella con furor, abdica y se absorbe en la industria y el agiotaje, sus antagonistas antes, hoy sus amigos.
Notaba a poco un crítico espiritual, comentando una frase de José de Maistre, que las sociedades tienen siempre la literatura que merecen; a lo que podría añadirse que una literatura agrada siempre a la sociedad que representa. Cuando ha desaparecido de la vida social el sentimiento del respeto, ¿cómo habría de subsistir en la novela y el drama? Cuando la gracia y el pudor de la educación y los modales han caído ante la licencia moderna, ¿cómo podríamos hallarlos en el teatro y en los libros? Cuando a la grandeza de las ideas, al sentimiento de la consagración y el sacrificio, a la aspiración a lo bello y grande, a las generosas locuras de la pasión y la juventud, han sucedido en las almas el culto del oro, del placer y de la materia, ¿cómo tan vulgares ídolos animarían con su negro soplo las producciones del pensamiento? La supervigilancia del buen gusto ¿de qué modo se ejercería y quién podría ejercerla de entre esa multitud que corre de todos los puntos del globo, sin discernimiento, sin gusto, demócratas literarios que predican la igualdad entre lo bueno y lo malo, mercaderes de Nueva York, bebedores de cerveza de Hamburgo, agiotistas de París?
Quince años ha, cuando las novelas en folletín apasionaban con sus invenciones gigantescas la corte, las ciudades y las aldeas, creando existencias singulares fuera de las leyes sociales y morales, como estaban las obras mismas fuera de las reglas literarias, podía asegurarse que la literatura calumniaba la sociedad. Reducíase su arte a una perpetua antítesis que nos mostraba el heroísmo en el crimen, la grandeza en el desorden, la poesía en el mal y que, distribuyendo bellos papeles a cuantos ven de reojo una civilización regular, los imponía, odiosos y ridículos, a todos los representantes del orden, del deber, de la defensa legítima y legal, desde el magistrado hasta el sacerdote. La boga inmensa que obtuvieron esas pinturas mentirosas, si conmovió los espíritus, alteró también las relaciones de los hombres de letras con el mundo; y los autores de estos extraños cuentos fueron, como sus obras mismas, objeto de una curiosidad sin respeto, donde la influencia y la dignidad literaria desaparecían en la alucinación, el capricho y lo fantástico.
Pero al menos, si se calumniaba entonces a la señora respetable, al funcionario, al príncipe, al magistrado, al ciudadano, era representándolos, con vaga generalidad, en personajes de invención, según las exigencias de la novela. Podían quejarse las clases de que se les había ofendido; pero aún no se tocaba a los individuos, aún no reinaba la personalidad, triste progreso que nos estaba reservado y que es lógico. Las catástrofes públicas, las variaciones del gusto y de la moda, el espíritu de reacción habían relegado en la sombra sus ficciones pasmosas que, en medio de innumerables defectos, tuvieron el mérito de generalizar sus calumnias y sus paradojas. Habiendo agotado las imaginaciones saturadas todas las sensaciones violentas, todas las emociones febriles de la novela y el drama, pedían algo más vivo, más corto y más picante. Es entonces cuando hemos visto al espíritu literario descender algunos escalones más, y con él la sociedad; tal es esta literatura, que hace tanto ruido, que domina los espíritus juveniles, curiosos, en quienes el mal germina tan pronto, donde las preocupaciones, los errores, las malas pasiones ofrecen pasto abundante a los consejos pérfidos y a las impuras imágenes de la novela y del teatro. Resúmese en ella al espíritu literario, exagerado, viciado y envilecido, tal como hemos procurado dibujarlo y tal como influye en nuestras pasiones, costumbres, y fútiles ensayos.
Juan Vicente González
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