Alejandro de Humboldt y la tradición de los viajes de exploración en la antigüedad

28/09/2019

La barca de Teseo. Detalle de la “Cratera François», ca. 570 a.C.

Tal es el perfeccionamiento de la navegación moderna, que las bocas del Orinoco y del río de la Plata parecen más cerca de España
que lo que estaban antaño el Fasis y el Tarteso de las costas de Grecia y de Fenicia.
Alejandro de Humboldt

En el principio era el mito

La literatura griega prácticamente comienza con un gran relato de exploración a la vez que de aventuras. Y digo prácticamente porque si la Odisea es el relato de un largo y aventurado viaje, la Ilíada, el poema guerrero por excelencia, tampoco está exenta de referencias a lugares y pueblos lejanos y maravillosos, al menos para la mentalidad griega. Sin embargo, es la Odisea el gran relato de viajes de la Antigüedad. Alfonso Reyes comenta al respecto que “los viajes de Odiseo dan testimonio del ambiente de maravilla que siempre acompaña a las empresas en busca de los pasos del mar” (Geógrafos del mundo antiguo, 1958) y M. Finley, en su clásico estudio The World of Odysseus (1954), nos recordaba que ya Plinio había señalado la presencia de “más magia” en la Odisea que en la Ilíada. 

Por el lado de la realidad, no fueron pocos los cartógrafos y navegantes que ya desde los tiempos de Apolodoro y Polibio trataron de reconstruir el periplo de Odiseo, identificando los principales escenarios de su aventura con islas y costas del Mediterráneo, desde el litoral de Túnez hasta el golfo de Tarento y Sicilia, y por supuesto, las islas del Mar Jónico, donde queda Ítaca. A comienzos del siglo XX, el diplomático y helenista francés Victor Bérard, inspirado en los descubrimientos de Schliemann, intentó seguir la ruta de Odiseo tal y como está narrada por Homero, utilizando además una barca parecida a la que debió servir al rey de Ítaca. Casi un siglo después, Christine Montalbetti, en su ensayo Le voyage, le monde, la bibliothèque (París, 1997), definía el “Síndrome de Victor Bérard”: cuando “un viajero, al visitar espacios reales, cree reconocer lugares por donde pasaron héroes de ficción”.

Ciertamente los primeros relatos de viajes y exploración se pierden en las comarcas del mito. A las increíbles aventuras de Odiseo, quien no solo recorrió la mitad del Mediterráneo sino, recordemos, incluso descendió a los infiernos, deberá añadirse la célebre expedición de los Argonautas, los que comandados por Jasón llegaron hasta la Cólquide, en los extremos del Mar Negro, en busca del vellocino de oro, según contaron Apolonio de Rodas y después Valerio Flaco. Otros héroes mitológicos viajaron también hasta los bordes mismos de la ecúmene en busca de inigualables aventuras. Heracles llegó hasta el Jardín de las Hespérides, en el extremo noroccidental del África, en pos de las preciadas manzanas de oro. Heracles, por cierto, también bajó a los infiernos para capturar al can Cerbero, tal y como lo cuentan Apolodoro, Eurípides y Séneca, y lo pintó Zurbarán muchos años después. Belerofonte, dice el canto VI de la Ilíada, llegó hasta el reino de Licia, donde el rey Yolco le ordenó acabar con la Quimera, terrible monstruo mitad león, mitad dragón, que asolaba sus tierras. Teseo, por su parte, partió a Creta, donde dio muerte al temible Minotauro y de paso sedujo a la princesa Ariadna, y Perseo, cuenta Ovidio, convirtió en roca al titán Atlas en el norte de África y tiñó de rojo el Mar Eritreo después de decapitar a la Gorgona Medusa, el monstruo con rostro de doncella y cabello de serpientes. Todos estos héroes se aventuran hasta lugares remotísimos, en los bordes mismos del mundo habitado, escenario para la maravilla, lo terrible y la desmesura, según creían los antiguos griegos. 

Heródoto y los cocodrilos del Nilo

Habrá que esperar un largo tiempo antes de que el interés y la curiosidad por las regiones más lejanas comiencen a ser colonizados por el espíritu científico. Debemos a Heródoto la primera exposición geográfica metódicamente tratada. En sus Historias, y recordemos que en griego historía significa “investigación”, nos enteramos de cómo eran los cocodrilos del Nilo o las extravagantes costumbres de los pueblos escitas, en el extremo septentrional del mundo. Inolvidable será la descripción de la gran ciudad de Babilonia, que estaba rodeada por un foso y cuyas murallas tenían “cincuenta codos reales de ancho y doscientos de alto” (Hdt. I 178). La mayoría de los biógrafos de Heródoto coinciden en sus muchos viajes, que van desde el viejo Egipto (un clásico en la formación de los sabios griegos) hasta Persia. François Hartog, quizás el mayor especialista en la obra del historiador de Halicarnaso, afirma (Le mirroir d’Hérodote, 1980) que la razón de los tantos viajes estaba en describir de la manera más precisa y fidedigna aquello que él mismo había visto con sus propios ojos, lo que los griegos llamaban autopsia.

Claro que la única fuente de las Historias de Heródoto no podían ser solamente sus experiencias. Nuestro historiador se basó también en relatos de viajeros y exploradores que le antecedieron realizando largos periplos. Estos componían sus narraciones, lógoi, destinadas a ser leídas ante un público ávido por conocer las maravillas y desmesuras de los pueblos más lejanos. Quizás el relato más antiguo que ha llegado hasta nosotros es el llamado Periplo de Pseudo Escílax, conservado a través de un manuscrito del siglo XIII pero que se remonta, creemos, al último cuarto del siglo VI a.C. Escílax de Carianda fue un almirante griego que trabajó a las órdenes del rey persa Darío I. Su Periplo describe las costas del Mediterráneo, partiendo desde el estrecho de Gibraltar, las antiguas Columnas de Hércules en la península Ibérica, hasta llegar al mismo punto siguiendo el sentido de las agujas de un reloj, pero del lado africano. Posteriormente, un médico llamado Ctesias, originario de la isla de Cnido y que también pasó considerable tiempo en la corte persa en el siglo V a.C., escribió un Tratado sobre la India (Indiká), que llegó hasta nosotros parcialmente, gracias a un resumen hecho por el patriarca bizantino Focio en el siglo IX. Este texto resultará de una influencia determinante a la hora de configurar la imagen mítica de la India en el imaginario griego. Están allí las primeras descripciones de los camellos y los elefantes. Su éxito fue tal, que todavía Aulo Gelio pudo conseguir ejemplares en el mercado de libros de Brindisi en el siglo II. De no menor interés es el llamado Periplo de Hanón, que pretende ser traducción de una estela hallada en un templo púnico, firmada por un tal “Hanón, Rey de los cartagineses”. El documento describe por primera vez las costas del África más allá del estrecho de Gibraltar, aproximadamente hasta la línea ecuatorial. En realidad, hoy sabemos que se trata de un texto originalmente redactado en griego de autor anónimo e impostor, que se hace pasar por el rey de Cartago para dar interés a su narración. Sin embargo, gracias al Periplo de Hanón los lectores atenienses se enteraron por primera vez de cómo era un gorila.

La invención del bárbaro

Otras descripciones geográficas de no menor interés circularon después de las Historias de Heródoto, incrementándose notoriamente con las conquistas de Alejandro y aún más después con Roma. Merecen mencionarse el tratado Acerca del océano, de un navegante marsellés llamado Pitheas, fechado hacia el 330 a.C. El relato de Pitheas no se conserva, pero se sabe que sirvió de fuente para Polibio y Estrabón, pues franqueó las columnas de Hércules y navegó la costa exterior de Europa, llegando hasta Dinamarca y las Islas Británicas. Otras relaciones dignas de mención son el tratado Sobre el mar Eritreo de Agatárquides de Cnido (s. I a.C.), el Periplo del Ponto Euxino de Arriano de Nicomedia (s. II), la Descripción de la tierra habitada de Dionisio el Periegeta (ca. s. III o IV) y el Epítome del periplo de Menipo Pergameno de Marciano de Heraclea (s. IV). Sin embargo, puertas adentro los griegos también se exploran y se describen. No podríamos terminar este resumen sin mencionar una obra fundamental para los estudios sobre la antigüedad griega. Se trata de la Descripción de Grecia de Pausanias, que se remonta al s. II, y que en diez libros contiene toda la información geográfica y etnográfica de la antigua Grecia. Sus descripciones acerca de los emplazamientos de las edificaciones, los templos y los monumentos artísticos tienen una precisión tal, que aún sirven como imprescindible herramienta para arqueólogos e historiadores. 

Todas estas descripciones varían de extensión y estilo, y también, es cierto, en veracidad. Todas juegan de alguna manera con la dramatización y ficcionalidad a fin de darse mayor interés, a fin de estar a la altura de un público ávido de escuchar aventuras, maravillas y cosas asombrosas, los tháumata griegos que después se convertirán en las mirabilia medievales. Pero también es cierto que todas estas obras comparten una fe inquebrantable en la razón y en los poderes del lógos como instrumento indefectible para el conocimiento del mundo, en lo mejor de una tradición que, si se quiere, se remonta a Pitágoras. La creencia de que todo en la naturaleza puede ser medido, transcrito a números y palabras, convertido en lógos, lo que implica una forma de apropiación, la raíz de lo que hoy llamamos ciencia. La posibilidad real de configurar un inventario del mundo y por tanto dominarlo. Para ello desarrollan toda una retórica de la alteridad, e inventan un personaje esencial para el discurso helenocéntrico, que después será eurocéntrico: el bárbaro, el salvaje. Especie de “hombres frontera”, la expresión es de Hartog (Mémoire d’Ulisse, 1996), que habitan los límites mismos de la realidad.

Al final del Periplo de Pseudo Escílax dice:

«…Desde Egilia hasta Creta la navegación dura poco menos de media jornada. La longitud de la misma Creta es de dos mil quinientos estadios. Desde Creta hasta Cárpatos cien estadios. La longitud de la misma Cárpatos es de cien estadios. La navegación desde Cárpatos a Rodas es de cien estadios. La longitud de la misma Rodas es de cien estadios. Desde Rodas a Asia cien estadios. El total de la travesía es de cuatro mil doscientos setenta estadios».

Del mismo modo, en la Historia General y Natural de las Indias, islas y tierra firme del mar océano de Gonzalo Fernández de Oviedo (1535), se lee:

«Del Cabo de la Vela hay cuarenta leguas hasta Coquibacoa, que es otro cabo de su misma altura, tras el cual comienza el Golfo de Venezuela, que baja ochenta leguas hasta el Cabo de San Román. De San Román al Golfo Triste hay cincuenta leguas, en que cae Curiana. Del Golfo Triste al Golfo de Cariarí hay cien leguas de costa, puesta en diez grados, y que tiene al puerto de Cañafístola, Chichiribichi y río de Cumaná y punta de Araya. Cuatro leguas de Araya está Cubagua, que llaman Isla de Perlas, y ponen de aquella punta a la de Salinas sesenta leguas…»

Eso: tasar el mundo, describirlo, traducirlo a palabras y medidas para tratar de comprenderlo, hacerlo nuestro, dominarlo. Descubrir al otro, entenderlo, saber lo que siente y cómo piensa, lo que los antiguos griegos llamaban sympátheia. Son premisas de una antiquísima tradición que también animaba a un loco alemán, cuando a comienzos del siglo XIX remontaba el Orinoco mientras observaba extasiado a las toninas y se dejaba picar por los bichitos.

 


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