SIGLO XX VENEZOLANO

La transmisión del poder: la construcción de la democracia en Venezuela a través de sus juras

15/11/2020

Toma de posesión presidencial de Raúl Leoni, Congreso de la República, 11 de marzo de 1964. Autor desconocido. © Archivo Fotografía Urbana

La entrega de Carole Leal Curiel (1) está referida “a los símbolos y ritos de la transmisión del poder presidencial”, algo que la autora escudriña desde su mirada como antropóloga e historiadora. Leal examina de cerca tanto “los aspectos intangibles como los aspectos tangibles que informan y llenan de contenido estos ritos de paso dentro de la tradición política venezolana del siglo XX”

Presidente del Congreso:
«Ciudadano Presidente electo de la República, ¿jura usted cumplir fielmente los deberes del cargo de Presidente de la República y cumplir y hacer cumplir la Constitución y las leyes en el ejercicio de sus funciones?».
Presidente electo:
«Sí, juro».
Presidente del Congreso:
«Si así lo hiciereis, que Dios y la Patria os lo premien, y si no, que os lo demanden».

 

He allí el juramento que ha de prestar todo ciudadano elegido a la primera magistratura del país para poder entrar en el ejercicio de su cargo(2). Uno que está obligado a ofrecer durante el ritual de toma de posesión presidencial con el que cambia el estatus de presidente electo y pasa a ser presidente en funciones. Un juramento, además, que no solo le compromete a cumplir con la voluntad popular expresada en las urnas, sino que también sanciona la legalidad y legitimidad del nuevo mandatario.

Aunque en Venezuela la norma de jurar o prometer el cargo es de prolongada existencia a lo largo del siglo XIX y está pautada en casi todas las constituciones de ese período, el acto ceremonial de la toma de posesión presidencial y juramentación ante el Congreso es de reciente tradición. Tuvo su comienzo en el siglo XX y está en directa conexión con el proceso mismo de construcción de la democracia venezolana, pero poco es lo que sabemos sobre cómo fue elaborándose, cómo se fue asentando a lo largo de los años y cuáles son los vínculos que hay entre el conjunto de objetos simbólicos que forman parte de esa solemnidad —la banda presidencial, el arca, la llave del arca y collar, y el espacio donde tiene lugar la ceremonia— y nuestra tradición republicana. De ello me ocuparé en estas páginas.

El poder político y sus símbolos

¿Cómo comprender un concepto tan abstracto como el de poder político? ¿O el de la alternancia en el poder? ¿Cómo hacer visible, tangible ante nuestros sentidos, la noción de poder político? ¿Qué relación existe entre el proceso de construcción de la democracia venezolana y el acto ceremonial de transmisión del poder de un presidente a otro? ¿Cuál es, pues, la importancia de este ritual político?

El acto de transmisión y juramentación presidencial es la metáfora del poder, cuya representación se nos manifiesta a través de unos objetos que forman parte de ese ritual, los cuales poseen un denso «contenido espiritual», vinculados a dos acciones fundamentales de la historia política venezolana: la Declaración de la Independencia Absoluta y el posterior triunfo militar que aseguró la libertad. Ambas acciones están presentes durante la ceremonia a través de un lenguaje no verbal conformado por unos objetos-símbolos que sirven de vehículos para aprehender un ente tan abstracto como el del poder político y el acto mismo de su transmisión.

Para comprender este ritual político que sacraliza al poder y cuyo desarrollo se realiza en dos momentos, debemos tener presentes tanto los objetos simbólicos que lo componen como los espacios donde el mismo se efectúa. Los símbolos no solo nos proporcionan conocimiento sobre el contenido del ritual, sino que el tipo de símbolos y la manera como son utilizados nos revelan su naturaleza e impacto que, en este caso, ponen de manifiesto en esencia un ritual político. Como puntualiza David I. Kertzer, el poder de un ritual político se basa en buena medida en la fuerza de sus símbolos dentro de su contexto social (e histórico) (3).

Los dos símbolos por excelencia que encarnan y hacen perceptible ante nuestros sentidos el rito de posesión y juramento presidencial son el arca y collar con la llave del arca, y la banda presidencial. Examinemos cada uno por separado.

La llave que abre un arca

La llave del arca aparece por primera vez con motivo de la conmemoración del centenario de la Independencia de Venezuela en 1911, y su uso, reservado exclusivamente para la primera magistratura, fue reglamentado por decreto del Congreso en ese mismo año. El diseño del arca, la llave y el collar de oro —del que ella pende— fue resultado de un certamen público convocado por decreto del 16 de enero de 1910 y por resolución del 19 de abril de ese mismo año, cuando se «ordenó abrir concurso para construir un arca para depositar el libro original de actas del Congreso de 1811»(4), que fue ganado por los joyeros Gathmann Hermanos. El arca, que desde 1911 está ubicada en el Salón Elíptico del Palacio Federal Legislativo, contiene una copia de época del Libro de Actas del Congreso de 1811. Fue diseñada con cubierta de cristal y doble tapa de plata, cuya base, «custodiada por un león alado», está «colocada en un cofre-fuerte de mármol y bronce rematado por un busto del Libertador»(5).

El diseño del collar y la llave del arca están cargados de connotaciones simbólicas pertenecientes a nuestro imaginario político de la historia patria: la llave porta las armas de Caracas en alusión al inicio de la transformación que tuvo lugar a partir de 1810, que tuvo su origen en la provincia de Caracas. La misma pende de un medallón «en cuyo centro va en relieve el Busto del Libertador», medallón que a su vez está sostenido «por dos cadenas que lo fijan por los dos extremos superiores al Collar, en cuyo centro va el Escudo de Venezuela». Y ese collar está formado por «seis rosetas rodeadas cada una de una palma de laurel» que representan ordenadamente la victoria republicana (la palma de laurel) de los colores de la bandera nacional: dos topacios (amarillo), dos zafiros (azul) y dos rubíes (rojo) (6).

La primera ley sobre la llave del arca data de 1911, en ella se estableció que la misma solo estaría en manos del presidente para que se la entregara a su sucesor una vez que culminara su mandato. Esa misma ley normó una disposición transitoria al ordenar que el 5 de julio de 1911 —esto es, en la fecha exacta del centenario de la Declaración de la Independencia Absoluta de Venezuela— se entregaría por primera vez la llave al mandatario de Venezuela y recaería en el presidente del Congreso «consignar en manos del Presidente de la República tan preciosa reliquia». Correspondió al general Juan Vicente Gómez, presidente entonces de los Estados Unidos de Venezuela, ser el primer portador del collar y la llave. De allí en adelante su empleo fue de uso exclusivo de quien ejerciera la primera magistratura del país.

El general Eleazar López Contreras, a quien le tocó asumir las riendas del país a raíz de la muerte de Gómez (1935), dejó testimonio entre los papeles de su Archivo del hecho de que, a su llegada a Caracas, y antes de haber sido investido por el Congreso como presidente constitucional de Venezuela el 19 de abril de 1936 y recibir el collar y la llave del arca, había prestado, incitado por su fervor bolivariano, un «Juramento de Fe Bolivariana» ante el sarcófago del Libertador en el Panteón Nacional, para «pedirle inspiración y aliento para el mejor desempeño de mis funciones como Jefe de Estado». Un juramento que, cinco años más tarde, ofrecería nuevamente en ese mismo recinto, el 5 de mayo de 1941, junto con su «sucesor legal», el general Isaías Medina Angarita, para dar fe de «respetar el principio constitucional de la alternabilidad de los Altos Poderes Públicos» (7). Nótese cómo este específico juramento, en este caso bolivariano, aparece asociado a la noción de alternancia del poder.

El general Isaías Medina Angarita dando su primer discurso como Presidente de Venezuela. Caracas, 5 de mayo de 1941. Autor desconocido. © Archivo Fotografía Urbana.

Un segundo decreto, emitido por el Congreso el 10 de julio de 1940, introdujo unas modificaciones a la ley de 1911 sobre la Llave del Arca y son estas las que continúan vigentes. Por este nuevo decreto se estableció que en la misma arca donde se conserva el Libro de Actas del Congreso de 1811, «se guardará también la Llave de la Urna que, en el Panteón Nacional, contiene los restos del Libertador» (artículo 2º) y, aunque se reitera que la llave ha de estar en poder de quien ejerza la Presidencia, haciendo implícita su obligación de que la entregue al sucesor legal (artículo 3º), se dispuso que el 5 de julio «de cada año, aniversario solemne de la Independencia», el presidente —o un ministro a quien este designara— abriría el arca (artículo 4º), la cual debía estar en exhibición en el Salón Elíptico del Palacio Federal Legislativo en un horario comprendido entre las 9:00 am y las 5:00 pm (artículo 6º) bajo la custodia de la guardia armada (artículo 5º). Esos objetos simbólicos (arca, collar y llaves), así como la figura del Libertador y el Acta de la Independencia, se fueron cargando de connotaciones políticas vinculadas al ejercicio y alternancia de la función presidencial.

La banda presidencial

La banda presidencial es el otro símbolo de relevancia presente durante la ceremonia de transmisión del poder político. La forma, dimensiones y disposiciones sobre su uso fueron instituidas por decreto presidencial del general Isaías Medina Angarita emitido el 15 de diciembre de 1942. Allí se establece que la banda tendrá «los colores nacionales y el Escudo de Armas» y que el presidente la llevará sobre el hombro derecho hasta caer a «la altura de la cintura en el lado izquierdo» (artículo 1º); además, que la misma medirá «180 milímetros de ancho» y portará «en su centro, verticalmente, el Escudo de Armas de la República en sus respectivos colores y terminará en el lado izquierdo en una roseta con los mismos colores nacionales de la cual penderán dos borlas de hilos de oro» (artículo 2º). Dicha banda debía ser impuesta por el presidente saliente al entrante durante el acto de transmisión del poder (artículo 3º) (8), tal como ocurrió en 1948 durante la investidura de Rómulo Gallegos, primer presidente electo por sufragio universal, directo y secreto, a quien Rómulo Betancourt, en tanto que presidente de la Junta Revolucionaria de Gobierno, le impuso la banda y le entregó el collar con la llave del arca.

El ritual del poder político en Venezuela

Los actos ceremoniales de toma de posesión presidencial son acciones convencionalmente estructuradas a través de un conjunto de reglamentos que fueron instituyendo el protocolo a seguir y con la reformulación política de algunos de ellos en el proceso de consolidar la democracia. Los protocolos, como hace ver Olga Casal Maceiras, son «herramientas de comunicación no verbal», a través de las cuales «personas, espacios y secuencias temporales son ordenadas de una manera determinada y concreta», en función de «escenificar un mensaje» (9). En el caso particular de los protocolos ceremoniales del poder político, las transformaciones han dependido a lo largo de la historia de la humanidad de las circunstancias e intenciones políticas de lo que se quiere comunicar.

Con la instauración de la democracia venezolana en 1958, los partidos políticos establecieron un acuerdo sobre la manera en que debía celebrarse el ritual. Los dos aspectos básicos concertados para la realización del ceremonial de toma de posesión fueron: expresar el compromiso del cargo mediante la fórmula de un juramento que debía prestarse en la sede del Palacio Legislativo Federal, esto es, en la sede del Congreso Nacional de la República y no al aire libre, diferenciándose así de lo practicado en otros países latinoamericanos en los que la asunción solo exige el compromiso de una promesa ofrecida en áreas abiertas (10).

Así, para la transmisión del poder, se introdujeron algunos pequeños cambios en los espacios de los hemiciclos: los retratos del Libertador que había en cada hemiciclo fueron sustituidos por el escudo nacional y la banda tricolor. Con esta modificación se buscó destacar que «el signo de nuestra identidad es el escudo nacional», teniendo presente que Venezuela acababa de salir de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez (1952-1958) y la figura y retratos de Simón Bolívar presidían todos los actos del régimen11. Un cambio, nada baladí, tras el cual hubo el propósito de unificar a la nación a través de símbolos menos parcializados o identificados con el régimen autoritario.

La fórmula del juramento, que había sido instituida por la Ley de Juramento del 30 de agosto de 1945, que aún seguía vigente para 1999, señala expresamente en su artículo 1º: «Ningún empleado podrá entrar en ejercicio de sus funciones sin antes prestar juramento de sostener y defender la Constitución y Leyes de la República y de cumplir fiel y exactamente los deberes de su empleo». El presidente es un empleado público como cualquier otro, de allí que legalmente se dispuso que prestara «ante el Congreso el juramento de cumplir fiel y lealmente sus deberes» (artículo 3º).

Detengámonos en el alcance y peso que tiene el compromiso de jurar o prometer el desempeño del cargo en nuestra tradición republicana. Desde tan temprano como 1830, la Constitución del Estado de Venezuela instituyó en sus artículos 220 y 221 la obligación de que ningún empleado entrara en el ejercicio de sus funciones «sin prestar antes el juramento» y, en los casos del presidente y vicepresidente, el mismo se haría ante el presidente del senado. Esta norma constitucional sería reiterada en las constituciones de 1857 (artículos 125 y 126) y 1858 (artículos 160 y 161). En textos posteriores —tengo en mente la Constitución de los Estados Unidos de Venezuela de 1893, así como las de 1901, 1904, 1909, 1914 y 1922— se estipuló, a diferencia de los precedentes, que el presidente habría de prestar ante el Congreso una «promesa legal» o «promesa de ley» antes de entrar a ejercer sus funciones, y se omitió la acción del juramento.

A partir de la Constitución de los Estados Unidos de Venezuela de 1925, así como en las constituciones de 1928, 1929, 1931, 1936 y 1945, se retoma la normativa del juramento presidencial «de cumplir fiel y lealmente a sus deberes», acto que debía realizarse ante el Congreso. No fue este el caso de la Constitución de 1947 sancionada por la Asamblea Nacional Constituyente que había sido elegida por sufragio universal, directo y secreto, en la cual se retomó la noción de compromiso del cargo a través de la promesa legal, tal como lo indicara su artículo 165, ordinal 2º, al reglamentar que entre las atribuciones de las Cámaras reunidas en el Congreso estaba la de proclamar al candidato escogido como presidente y «recibirle la promesa de ley», estipulándose mediante el artículo 194 que «el presidente saliente resignará sus poderes en el Presidente electo, inmediatamente después que este haya prestado la promesa de ley ante el Congreso».

De hecho, la fórmula empleada por el presidente del Congreso, cuando Rómulo Gallegos asumió el poder el 17 de febrero de 1948, recurriría al uso del «os» —una fórmula de cortesía de arraigada tradición republicana—, al solicitarle la promesa de «defender y sostener la Constitución y leyes de la República y cumplir fiel y estrictamente los deberes del cargo con que os ha investido la soberanía popular». El presidente Gallegos, colocando su mano derecha sobre la recién sancionada Constitución, respondió con un escueto: «Prometo».

Será en la Constitución de 1953 cuando se retome nuevamente la normativa establecida de que el presidente electo tomara «posesión del cargo mediante prestación del juramento de ley ante el Congreso Nacional» (artículo 195), lo cual fue ratificado en 1958 no solo por el acuerdo concertado entre los partidos de la coalición democrática sino también por el artículo 186 del texto constitucional de 1961 sancionado por el Congreso de la República: «El candidato electo tomará posesión del cargo de Presidente de la República mediante juramento ante las Cámaras reunidas en sesión conjunta (…)». Y fue esta la práctica seguida desde el ritual de transmisión de mando de la Presidencia de Rómulo Betancourt que tuvo lugar en 1959 hasta la que en 1999 hizo el presidente Rafael Caldera en su sucesor.

Rómulo Betancourt impone la banda presidencial a Rómulo Gallegos. Congreso Nacional, 15 de febrero de 1948. Autor desconocido. © Archivo Fotografía Urbana.

Un ceremonial para la alternancia del poder

La ceremonia de transmisión y jura del poder tiene lugar en tres sedes: el Consejo Nacional Electoral (hoy Poder Electoral), la iglesia Catedral de Caracas y el Palacio Federal Legislativo. Luego, y como consecuencia de la juramentación, en el Panteón Nacional. Desde el punto de vista del análisis simbólico es especialmente relevante, como se verá, el área del Palacio Federal Legislativo, pues este es un espacio político dividido por una serie de clasificaciones donde cada traslación o desplazamiento que allí tiene lugar durante el rito de posesión presidencial posee significaciones muy precisas. En lo que corresponde al Panteón, se trata del lugar simbólico por excelencia del culto republicano a Bolívar. En un principio fue una antigua ermita fundada en el siglo XVIII, erigida años después en la iglesia de la Santísima Trinidad y, posteriormente, convertida en Panteón Nacional, en «Iglesia Republicana» y santuario de los restos del Libertador —ubicados en el Altar Mayor del recinto— y sede, afirmaría Antonio Guzmán Blanco, de «las cenizas de los Héroes», el «asilo que consagra la piedad y amor de un pueblo».

En lo que concierne a la reglamentación y normativa protocolar existen tres tipos de protocolos en los actos de toma de posesión presidencial: el militar, que compete al Ministerio de la Defensa; el diplomático, que corresponde a la Cancillería, y el civil, el cual es responsabilidad del Ministerio de Relaciones Interiores y del jefe de Protocolo del Congreso de la República. Me detendré a examinar solamente las partes relativas al que corresponde al ámbito civil, el cual se realiza según un orden sucesivo que comprende dos momentos distintos en el desarrollo del ritual político.

El primer momento pertenece al acto en sí de la postulación legal del presidente. Antes de jurar el cargo ante el Congreso, el Consejo Supremo Electoral procede a declarar presidente a quien haya triunfado en la contienda electoral. Tal Declaración se realiza el día antes de la ceremonia de transmisión del poder y tiene lugar en la sede del Consejo Supremo Electoral (ahora Consejo Nacional Electoral). El segundo pertenece propiamente al acto ritual de transmisión del poder, que comprende a su vez dos etapas —presidente electo y presidente juramentado—, las cuales consagran un «rito de paso» que señala el tránsito de la condición de presidente electo a la de presidente juramentado.

En la condición de presidente electo, el orden ceremonial comprende a su vez dos fases, la que llamo de «consagración» y la de la espera o preparativo previo a la juramentación.

La consagración

La primera fase de este largo ritual político pertenece al momento en el cual el presidente está en su calidad de electo no juramentado. Comienza en la mañana con un Te Deum en la iglesia Catedral de Caracas y, desde el punto de vista ceremonial, ha de sentarse del lado del evangelio. Subrayo lo del evangelio porque, en la tradición cristiana —según nos muestra el Dictionnaire de Théologie Catholique—, el término griego «evangelio» posee un doble significado; por una parte, se refiere a la predicación oral de la salvación que aportó Cristo y, por la otra, a los libros contentivos del recuento de la vida y enseñanzas de Jesucristo.

En las iglesias se designa el «lado del evangelio» al lado derecho, definido con respecto al altar mayor (en la perspectiva del sacerdote, esto es, de cara al pueblo, es su derecha), desde donde el oficiante lee el texto de los evangelios. Esta simbología de lateralidad, para decirlo en términos de Víctor Turner, tiene una historia compleja desde el punto de vista de los orígenes del catolicismo. Lo que interesa destacar, en relación con este particular momento del acto de la toma de posesión presidencial, es cómo la república en su etapa democrática observa continuidad con una tradición religiosa ancestral en la disposición ceremonial sobre el uso del lugar del evangelio en un acto de carácter político.

Desde el punto de vista de la simbología de una ceremonia celebrada en un recinto sagrado, el lado del evangelio es de mayor significación que el de la epístola, importancia encarnada en este rito político por la disposición espacial que se hace de los participantes en el acto. Es la razón por la cual la cabeza del Estado, el presidente electo aún no juramentado, debe ubicarse durante el acto religioso en el lado del evangelio y, a partir de esta posición, se ordena jerárquicamente al resto de los asistentes. La ceremonia religiosa está presidida además por el arzobispo de Caracas, máxima autoridad de la jerarquía eclesiástica, lo cual marca la pauta de precedencias que deben existir entre los religiosos asistentes al acto eclesial. En tal sentido, en esta fase de la «consagración sagrada» opera una doble jerarquía: la política vinculada con la eclesiástica y ambas acopladas a su vez con la simbología propia del recinto sacro. Para decirlo en otros términos, así se personifican, articuladas, la res publica christiana con nuestro republicanismo liberal democrático.

La espera

La segunda fase de los actos corresponde al tránsito que se da desde el espacio sagrado de la iglesia hacia el de la sede del poder civil. El presidente electo y su comitiva se trasladan, a pie, desde la Catedral de Caracas hasta el Palacio Federal Legislativo donde ha de tener lugar la juramentación.

El Palacio Federal Legislativo, construido en el último tercio del siglo XIX durante las presidencias del septenio y quinquenio del general Antonio Guzmán Blanco —tiempo que algunos urbanistas muy acertadamente han llamado la «parisinación caraqueña» en tanto que el mandatario pretendió hacer de Caracas su «pequeño París»—(12), se divide en dos zonas: la parte norte, en cuyo centro se ubica el Salón Elíptico, que es donde reposa el arca contentiva de la Declaración de la Independencia Absoluta de 1811 y la llave guardada en un cofre que abre el sarcófago del Libertador; a la derecha, o al este de la ciudad, el Salón de los Escudos, y a la izquierda o en sentido hacia el oeste, el Salón Tríptico. La parte norte del edificio es el espacio que, en los inicios del Palacio, fue asiento de los poderes Ejecutivo y Judicial. La parte sur corresponde al Palacio Legislativo, a la representación del pueblo, esto es, el lugar donde están los hemiciclos de diputados (en la derecha o este) y senadores (en el oeste o izquierda) (13). El hito simbólico que marca el paso del área norte a la del sur de la edificación es una fuente de hierro inglés colado, «realizada por la empresa Val de Osné, de origen francés», la cual está ubicada en medio del patio central del edificio.

Llegado el presidente electo al Palacio Federal, y antes de proceder a tomar posesión del cargo, debe esperar en el Salón Tríptico, en el pabellón ubicado en el lado occidental del cuerpo norte del edificio, sector que fue la antigua sede del Poder Ejecutivo hasta 1911, fecha de su mudanza al Palacio de Miraflores. No fue sino hasta la segunda mitad del siglo XX cuando este salón pasó a constituirse en un espacio protocolar que «sólo es utilizado para recibir al Presidente de la República, y a los presidentes, primeros ministros y cancilleres extranjeros de visita oficial en el país» (14).

Recibe el nombre de Salón Tríptico porque sus paredes están cubiertas con El tríptico de Bolívar, obra que Tito Salas (1887-1974) terminó de pintar en 1911 con ocasión de las conmemoraciones del centenario de la Declaración de la Independencia Absoluta. En la pintura, el artista representó tres momentos de la vida de Simón Bolívar: su juramento en el Monte Sacro (1805), el paso por la cordillera de los Andes (1819) y su muerte (1830). El cuadro ocupa toda la pared oeste de ese salón y, bajo el mismo, hay una vitrina en la cual se guardan y exhiben algunos de los textos constitucionales que ha tenido Venezuela desde 1830, incluida la enmienda de 1973 que se le hizo a la Constitución de 1961, hasta la Constitución de 1999 (15).

En el centro de este salón hay una mesa con sus respectivas sillas, donde aguarda el presidente electo a ser llamado por el Congreso para dar inicio a la ceremonia de la juramentación e imposición de insignias y entrar en posesión del cargo. Una espera que el electo encara ante un cuadro, el tríptico de Bolívar pintado por Tito Salas, que resume el curso de la vida de un hombre —en este caso, la del Libertador— que inexorablemente culmina en la muerte, evocando con ello la fragilidad del ser humano y del poder: el juramento del Monte Sacro representaría el inicio de una lucha que pudo ser ilusoria; el paso por los Andes, la fuerza y tenacidad de un momento cúspide de las dificultades de esa lucha por la independencia, y la muerte solitaria en Santa Marta, en una palabra, lo efímero de la vida y la inestabilidad del poder.

Pero se trata también de una espera ante las constituciones, lo que le recuerda al elegido el contrato legal que ha tenido la construcción de la nación y la necesidad de apegarse a la legalidad que, como bien lo hace ver Sócrates Ramírez, «tiene otra lectura simbólica: la de la sujeción a un poder que es superior al suyo, y que está encarnado en el cuerpo político constituido por los representantes del pueblo, quienes son los hacedores de la ley» (16). Todos son indicio de los elementos que han de «ungir» al presidente de la República a fin de que observe fielmente los deberes del cargo y cumpla y haga cumplir la Constitución y las leyes durante el ejercicio de sus funciones, y mientras ejerza la responsabilidad de la conducción del país.

Mientras el presidente electo permanece en ese salón, el Congreso se instala en sesión solemne en el salón del Senado y, una vez leído el orden del día, se designa una comitiva de diputados y senadores que debe ir hasta la parte norte del edificio y esperarlo en las escaleras y, desde allí, acompañarlo «con el ceremonial de estilo» hasta las puertas del hemiciclo del senado. La ceremonia de juramentación comienza realmente desde el momento en que el sucesor y su comitiva cruzan la fuente de hierro colado que es el hito simbólico que demarca los dos espacios —norte y sur— del Palacio Federal Legislativo. Cuando llega, se dirige hacia el presídium del hemiciclo mientras todos se ponen de pie.

En el presídium están sentados, en orden de precedencia, las siguientes personas-cargos: en el centro del mismo, el presidente del Congreso, y a su izquierda, el vicepresidente del Congreso, cargos ambos ejercidos durante nuestra etapa democrática de Parlamento bicameral por un senador y un diputado, respectivamente; a la izquierda del vicepresidente, se ubica el presidente de la Corte Suprema de Justicia. A la derecha del presidente del Congreso se colocan igualmente, en orden sucesivo, dos sillas vacías: en la primera, inmediata al presidente del Congreso, se ha de sentar el presidente saliente y, en la que sigue, el entrante. Nótese cómo en el presídium están personificados los tres poderes pilares de la república democrática representativa: el Ejecutivo (el saliente y el entrante); el Legislativo (senado y diputados) y el Judicial.

Ubicados los actores en sus respectivos lugares comienza entonces el ritual político de la jura presidencial.

El juramento de ley

El acto de juramentación, esto es, de tomar posesión del empleo o el «juramento de Ley», comprende a su vez cuatro fases o partes: la toma del juramento como tal, la imposición de insignias, la firma del acta y, finalmente, la primera alocución que dirige a la nación el presidente ya juramentado.

El juramento lo toma el presidente del Congreso, para lo cual el sucesor ha de alzar su mano derecha a la altura del pecho y colocar la izquierda sobre la Constitución vigente, comprometiéndose a cumplir fielmente, «en nombre de Dios y la Patria», «los deberes del cargo de Presidente de la República y cumplir y hacer cumplir la Constitución y las leyes en el ejercicio de sus funciones».

Una vez culminado el juramento, el presidente saliente ha de quitarse la banda presidencial que porta y colocársela al entrante ya juramentado. Es importante tener presente que, en atención al decreto de 1942 aún vigente, la banda se lleva de una sola manera, es decir, posicionada del lado del corazón desde el hombro derecho hasta caer a «la altura de la cintura en el lado izquierdo». Impuesta la banda, inmediatamente procede el mandatario saliente a entregar el collar o cordón presidencial con la llave del arca. Terminada la imposición, se ejecuta abreviadamente el Himno Nacional en una secuencia de coro-estrofa-coro y 21 salvas de artillería.

La imposición de insignias supone la transmisión de los símbolos del poder civil que el presidente saliente entrega y coloca al presidente entrante ya juramentado y, subrayo, una vez más, la densidad simbólica que poseen el collar y llave del arca, donde se guardan tanto el acta de la Declaración de la Independencia Absoluta como el cofre que contiene la llave que abre el sarcófago del Libertador —hitos fundadores de la independencia y libertad— en este ritual político fundamental para la nación en lo que a la trasmisión del poder y la continuidad institucional se refiere.

Toda vez que ha finalizado el acto de imponer las insignias se produce un desplazamiento espacial que marca la salida definitiva del presidente que ha culminado su mandato y el reconocimiento convencional del nuevo, quien ya juramentado y portando ahora las insignias del cargo, se ha de sentar en la silla donde antes estaba el saliente y este se ha de colocar en la que ocupó el presidente electo no juramentado. Tal movimiento simboliza la realización afortunada de la entrega del poder, pues no solo la totalidad del acto en sí es transmisora de un mensaje «sino que el propio orden de las secuencias en que se desarrolla también aporta un significado» (17).

Las demás personas-cargos que están en el presídium conservan sus lugares. Sentados todos en este nuevo orden, se procede a leer en voz alta el acta del Congreso donde queda registrado el ceremonial de toma de posesión y, luego, a firmarla, lo que se realiza siguiendo también un orden de precedencias: primero, el presidente juramentado; segundo, el presidente saliente (Poder Ejecutivo); tercero y cuarto, el presidente y el vicepresidente del Congreso (Poder Legislativo) y por último, la Presidencia de la Corte Suprema de Justicia (Poder Judicial).

Una vez firmada el acta es cuando el presidente ya juramentado, y portando las insignias del poder, dirige su primera alocución a la nación. Finalizado el acto en la sede del Congreso, se dirige a pie y acompañado por el pueblo, hasta el Panteón Nacional donde coloca una ofrenda floral ante el sarcófago del Libertador; de allí va al Palacio de Miraflores y abre al pueblo las puertas de la sede del poder. «Todo pueblo necesita referentes para su memoria», afirma Michel Maslowski, «todo pueblo tiene su panteón» por la necesidad de afirmar su propia identidad remontándose a las figuras de sus padres fundadores (18). Y, en efecto, honrar la memoria de Bolívar ha sido una acción política común en sus distintas variantes, bien fuera al prestar el «Juramento de Fe Bolivariana», como en su momento lo hicieran Eleazar López Contreras en 1935 e Isaías Medina Angarita en 1941, como también lo ofrendaron con flores de Galipán los estudiantes de la Generación del 28 durante aquel histórico carnaval que condujo al primer cuestionamiento cívico de la tiranía de Juan Vicente Gómez o, más tarde, en su reelaboración institucionalizada durante el proceso de construcción y estabilización de la democracia venezolana.

Las juras durante la Venezuela democrática

Entre 1959 y 1999 hubo en Venezuela 11 ceremonias de transmisión del poder si contamos las juramentaciones de Octavio Lepage (1993) y de Ramón J. Velásquez (1993-1994), encargados de la transición y culminación del segundo período presidencial de Carlos Andrés Pérez. En todas, excepto en la de la segunda asunción de la Presidencia de Carlos Andrés Pérez (1989), la juramentación e imposición de insignias se realizó en la sede del hemiciclo del senado del Palacio Federal Legislativo. La de Carlos Andrés Pérez en 1989 se efectuó en el teatro Teresa Carreño, para lo cual se creó una escenografía que reprodujo la imagen del hemiciclo del Capitolio, constituyendo esta la primera juramentación en «haber sacado el rito de la transmisión del poder del espacio que con sus formas y símbolos hacía parte en la legitimación de ese poder» (19). En todas, el juramento de ley lo tomó el presidente del Congreso; en la mayoría, la imposición de insignias al presidente entrante estuvo a cargo del saliente.

No obstante algunas de las reelaboraciones ocurridas entre 1959 y 1999, el rito político de transmisión del mando en Venezuela fue no solo expresión de la certeza de la permanencia institucional sino, principalmente, de la estabilidad democrática al poner de manifiesto la alternancia del poder, el cambio en la continuidad y, sobre todo, el respeto a la voluntad popular expresada en las urnas. El acto de imponer las insignias del poder al presidente electo, y hacerlo por persona interpuesta (bien fuera el presidente saliente o el presidente del Congreso), constituye la encarnación del pueblo ratificando su voto.

La primera juramentación que tuvo lugar en el período democrático (1959-1999) fue la del presidente Rómulo Betancourt, ganador de las elecciones de 1958. Durante ese ceremonial, recibió las insignias de manos del doctor Edgar Sanabria, quien presidía en ese momento la Junta de Gobierno posdictadura tras la renuncia de Wolfgang Larrazábal, quien competía como candidato en la campaña electoral de 1958. A diferencia de las posteriores y en razón de la coalición democrática de los firmantes del Pacto de Puntofijo, en el presídium se sentaron sucesivamente: a la izquierda del presidente del Congreso (para entonces, Raúl Leoni), los otros firmantes del Pacto (Rafael Caldera, por el partido Copei y Jóvito Villalba por URD) y el presidente de la Corte Suprema de Justicia (Poder Judicial).

Con el ritual de transmisión y juramentación de Raúl Leoni (1964) y Rafael Caldera (1969) se despejaría la incertidumbre sobre la posibilidad democrática del país; el primero, al recibir el poder de manos de su antecesor, Rómulo Betancourt, cuyo gobierno, marcado por la insurrección armada y sublevaciones militares, suscitó dudas sobre la eventual consolidación de la democracia en Venezuela. Con la asunción de Caldera, más allá de las reservas manifestadas por algunos sectores de Acción Democrática de si se debía entregar el cargo al candidato ganador, lo cual retrasó la fecha prevista para el acto de transmisión (20), se aseguraría por primera vez la posibilidad de la alternancia democrática: Leoni, miembro fundador del partido Acción Democrática y presidente saliente, hizo entrega del poder al presidente electo Rafael Caldera, ganador de la contienda electoral de 1968 y miembro fundador del principal partido opositor Copei.

No obstante que el presidente Leoni no le impuso al presidente Caldera las insignias del poder (banda y collar con la llave del arca) y que, por tanto, le correspondió hacerlo al presidente del Congreso, José Antonio Pérez Díaz, con esta transmisión se asentaba la certeza de la alternancia. De allí en adelante, y en las sucesivas juras presidenciales hasta 1999, el ritual de integración política de la nación, como es la transmisión de poder, puso de manifiesto la ratificación de la voluntad popular expresada en el voto.

Hablamos de un ritual que sancionó en cada ocasión el valor de nuestro contrato político, que brindó y le ofreció a la sociedad la percepción de estabilidad y continuidad en medio del cambio, pues estos símbolos del acto ceremonial de la juramentación representan no solo la alternancia en el poder —y, en ese sentido, la esencia de la democracia— sino el poder mismo. Y, en la construcción de nuestra cultura institucional del poder, la alternancia se condensó en este rito que implicaba el juramento constitucional y las insignias de la independencia y libertad inherentes a ese ritual político.

El quiebre del juramento: ¿detalle inocuo?

El historiador marxista Eric Hobsbawm ha señalado, en la introducción del libro La invención de la tradición (21), que un cambio, aparentemente inofensivo de un símbolo como, por ejemplo, el color de una bandera o la transformación de una parte de un ritual, son indicadores de problemas o bien señales de transformaciones contundentes que, de otra manera, probablemente no habrían podido ser reconocidos. Y, en ese sentido, Hobsbawn exigía a los historiadores afinar el oído ante fenómenos habitualmente desdeñados por superfluos o generalmente atendidos solo por los antropólogos.

Siguiendo a Hobsbawm, afinemos entonces el oído para detenernos en la última jura del ciclo democrático que se había iniciado en Venezuela a partir de 1958. Me refiero al juramento prestado por el teniente coronel (retirado) Hugo Chávez Frías el 2 de febrero de 1999 durante el acto ceremonial de su primera toma de posesión presidencial. ¿Qué lo singulariza?

Ese 2 de febrero de 1999, el presidente del Congreso, en aquel entonces el senador Luis Alfonso Dávila, siguiendo la fórmula de ley, preguntó durante el acto de juramentación al nuevo presidente: «Ciudadano Hugo Chávez Frías, Presidente electo de la República, ¿jura usted cumplir fielmente los deberes del cargo de Presidente de la República y cumplir y hacer cumplir la Constitución y las leyes en el ejercicio de sus funciones?». A lo cual Chávez Frías no respondió con el escueto: «Sí, juro». Por el contrario, evocando el que había prestado en la conjura del 4 de febrero de 1983 ante el muy gomecista símbolo bolivariano del Samán de Güere (22), así como también el supuesto juramento que Bolívar hiciera en el Monte Sacro (23), renegó, produciendo un quiebre en la convención jurídico-lingüística instituida para prestar el juramento de asunción del cargo de un empleado público, al hacerlo en estos términos:

—Juro delante de Dios, juro delante de la Patria, juro delante de mi pueblo que sobre esta moribunda Constitución impulsaré las transformaciones democráticas necesarias para que la República nueva tenga una Carta Magna adecuada a los nuevos tiempos. Lo juro. [Énfasis nuestro].

En su momento, la fórmula poco original empleada por el presidente entrante suscitó, cuando no estupor, mucha admiración en virtud de lo que, en aquel entonces, se atribuyó como un rasgo de su informalidad ante el exceso de formalismos. Su acto fue celebrado por efecto de la fuerza de las amenazas contenidas (24). Pero, tras la admiración y el estupor, quedó en penumbras un detalle aparentemente inocuo: la abigarrada expresión —supuestamente «informal»— empleada por el presidente entrante había quebrantado la convención lingüístico-jurídica que hacía posible que el evento institucional de juramentarse tuviera validez en atención a las reglas que rigen ese ceremonial convencional. Pero había algo más: atacó el centro, el núcleo, de lo que es la ceremonia de transmisión y continuidad del poder. El detalle no es superfluo: se juró sobre un texto (la Constitución de 1961), negando la validez del mismo, lo cual invitaría a reflexionar si el juramento prestado es falso (pues no se jura lo que se exige, esto es, respetar la Constitución sobre la cual se coloca el compromiso de hacerlo) o, incluso, si el juramento es nulo y, en cualquier caso, un acto «infortunado» (25).

El presidente saliente, Rafael Caldera, no le impuso al entrante y juramentado las insignias del cargo. La imposición corrió a cargo del entonces presidente del Congreso. Más allá de las especulaciones que circularon en aquel momento sobre la conducta de mandatario saliente al no imponer las insignias del poder (26), advierto en el gesto del doctor Caldera, y teniendo presente su condición de constitucionalista, la acción política de absoluto rechazo a la violación del procedimiento normativo instaurado desde el inicio de la democracia venezolana, que era lo que expresaba la fórmula puesta en práctica por Hugo Chávez, al renegar de la Constitución que lo legalizaba y legitimaba en su origen como presidente de Venezuela. Tampoco fue este un detalle inocuo.

Habría que interrogarse acerca de las condiciones políticas e institucionales imperantes en el país en aquel momento27, las cuales validaron un juramento en sí mismo inválido en atención a las reglas propias de ese acto institucional de lo que es el rito de toma de posesión presidencial. Es decir, habría que interrogarse sobre la validez política del juramento. ¿Qué hizo posible la validación política y la plena aceptación de ese acto de juramentación infortunado? Pues todo cambio —para bien o para mal— tiene un comienzo. Incluso ese, aparentemente inofensivo, de un símbolo o de un ritual, como nos lo recuerda Hobsbawm, brinda pistas acerca de problemas o transformaciones. ¿Fue acaso esa «infortunada» juramentación de 1999 una señal que no supimos (o no quisimos) leer?

Son preguntas que dejo abiertas para la reflexión del lector.

***

Notas

(1) Carole Leal Curiel es antrópologa e historiadora. Universidad Simón Bolívar. Academia Nacional de la Historia.

(2) Esta ha sido la fórmula regularmente empleada, con algunas pequeñas variaciones, en los actos de toma de posesión presidencial en Venezuela desde 1958 en adelante. Ver el registro en la Gaceta del Congreso, actos de tomar el juramento de ley a los presidentes electos Rómulo Betancourt (13 de febrero de 1959), Raúl Leoni (11 de marzo de 1964), Rafael Caldera (11 de marzo de 1969), Carlos Andrés Pérez (12 de marzo de 1974), Luis Herrera Campins (12 de marzo de 1979), Jaime Lusinchi (2 de febrero de 1984), Carlos Andrés Pérez (2 de febrero de 1989), Rafael Caldera (2 de febrero de 1994).

(3) David KERTZER, Ritual, Politics & Power, New Haven, Londres, Yale University Press, 1988: 179.

(4) Beatriz MEZA SUINAGA, El Palacio Federal Legislativo de Caracas en su arquitectura, arte y mobiliario. Un símbolo nacional desde el siglo XIX, Caracas, Asamblea Nacional, Dirección Estratégica de Patrimonio Cultural, 2015: 140. Trátese del acta original o de una copia de época, ese libro de actas de 1811 que se conserva en el Palacio Federal produjo más de una disputa entre historiadores. Por ejemplo, la que hubo entre Francisco González Guinán y José Gil Fortoul, a principios del siglo XX, cuando se descubrieron en Valencia los libros de acuerdo con la firma de los diputados de la declaratoria de la Independencia Absoluta en 1811. Ellos discreparon no solo acerca de si tal hallazgo correspondía al original o a una copia de época, sino también sobre la arbitrariedad, movida por intereses políticos, de que el Congreso lo declarara como «verdad histórica». Sobre este punto, véase el «Estudio preliminar» de Ramón DÍAZ SÁNCHEZ, Congreso Constituyente de 1811-1812, Caracas, Ediciones Conmemorativas del Bicentenario del Natalicio del Libertador, 1983.

(5) Beatriz MEZA SUINAGA, El Palacio Federal Legislativo de Caracas…, op. cit., cita N° 107, 143.

(6) La descripción del collar y la llave se ofrece en el artículo 1º de la «Ley sobre la Llave del Arca donde se conserva en el Salón Elíptico del Palacio Federal el Libro de Actas del Congreso de 1811» de 1940.

(7) Materiales del Archivo personal del general Eleazar López Contreras (inédito).

(8) «Decreto nº 315 por el cual se reglamenta la forma y dimensiones que tendrá la banda que, como insignia del Poder Ejecutivo Federal, usará el Presidente de los Estados Unidos de Venezuela cuando concurra a actos oficiales de solemnidad», Gaceta Oficial N° 20.978, 15 de diciembre de 1942.

(9) Olga CASAL MACEIRAS, «La construcción de la imagen pública del poder a través del protocolo y el ceremonial. Referencias históricas», Historia y comunicación social, Vol. 18, N° esp., Octubre de 2013: 762.

(10) El presidente Rafael Caldera, en entrevista realizada en el año 2000, declaró que en las discusiones previas al acuerdo sobre cómo celebrar el acto de toma presidencial en la democracia, «algunos exiliados de la dictadura, que se habían refugiado durante su exilio político en Centroamérica, propusieron hacer la toma de posesión presidencial en el estadio para que cupiera el pueblo, tal como se acostumbraba a hacer en Centroamérica y como ellos habían visto. En aquella época también se citó el ejemplo de los Estados Unidos, país en donde el acto de toma de posesión se realiza en la calle Constitución, al aire libre, y no en el Congreso». Entrevista al presidente Rafael Caldera, Caracas 2 de agosto de 2000.

(11) Ibidem.

(12) La profesora Meza Suniaga interpreta el proyecto guzmancista de transformación de Caracas más allá de su eventual afrancesamiento al señalar que las obras de este período «nacen para ser monumentos del progreso y cumplen un papel ideológico»; así, el Capitolio, su arquitectura, sus obras plásticas y mobiliario no solo son la representación de la «centralización del poder republicano», sino también «uno de los sitios sagrados para el culto histórico, instrumento ideológico implementado para consolidar el Proyecto Nacional». Beatriz MEZA SUINAGA, El Palacio Federal Legislativo de Caracas…, op. cit., 22 y 90.

(13) Para la descripción e historia de la construcción del Palacio Federal Legislativo, las distintas áreas de funcionamiento; los salones amarillo, azul y rojo con sus significaciones; el mobiliario; las obras que allí reposan y la importancia política de esta edificación, ver el acucioso trabajo ya citado de Beatriz Meza Suinaga. Asimismo, el estudio de Manuel Alfredo RODRÍGUEZ, El Capitolio de Caracas, un siglo de historia del Palacio Legislativo de Venezuela, Caracas, Ediciones del Sesquicentenario de la muerte del Libertador, José Agustín CATALÁ (Ed.), Ediciones Centauro, 1980. Y el artículo «Palacio Federal Legislativo», Institutional Assets and Monuments of Venezuela, IAM Venezuela. Disponible en: https://iamvenezuela.com/2017/06/palacio-federal-legislativo/

(14) Palacio Federal Legislativo: una visión histórica, Caracas, Folleto de la Oficina de Cultura de la Asamblea Nacional, Poder Legislativo Nacional, 2000.

(15) En el Salón Tríptico, lugar de espera del presidente electo antes de pasar a su juramentación, se exhiben 16 de las 25 constituciones que ha tenido Venezuela entre 1811 y 1961.

(16) Sócrates RAMÍREZ, «Sobre los símbolos de la jura presidencial en Venezuela», Politika, Revista del CEPyG, Universidad Católica Andrés Bello, 2019.

(17) Olga CASAL MACEIRAS, «La construcción de la imagen pública del poder a través del protocolo y el ceremonial…», op. cit., 765.

(18) Michel MASLOWSKI, «Les héros». En: Chantal DELSOL, Michel MASLOWSKIY, Joanna NOWICKI, Mythes et simboles politiques en Europecentrale, Paris, Presses Universitaires de France, 2002: 237.

(19) Sócrates RAMÍREZ, «Sobre los símbolos de la jura presidencial en Venezuela», op. cit.

(20) El testimonio de Lorenzo Fernández, recogido en la obra de Gerhard Cartay Ramírez, es elocuente sobre tales tensiones: «Se creía que podía haber en algún sector de Acción Democrática, la mala idea de no entregar el gobierno o de hacer más difíciles las cosas, y el deber de un partido que lucha por el poder es tomar todas las medidas para que esto no pueda suceder, en el caso de que lo quisiera realmente (…). Afortunadamente, y en reconocimiento al presidente Leoni, no hubo problemas (…). Y creo, sinceramente, que no fue Leoni, ni fue la gente como Betancourt y la otra gente seria de AD, quienes tuvieron esa ocurrencia, pero pienso que si no se hubiese respetado el resultado, el país hubiera atravesado por una situación muy difícil, porque estábamos dispuestos a jugárnosla». En Dennys ACOSTA ORTIZ, Lorenzo Fernández. Expresión de dignidad, Publicaciones de la JRC, Caracas, sf: 95 y 97, citado por Gehard CARTAY RAMÍREZ, Caldera y Betancourt. Constructores de la democracia, Caracas, Ediciones Dahbar-Cyngular, 2017.

(21) The invention of tradition, edited by Eric HOBSBAWM and Terence RANGER, Canto, Cambridge University Press, 1983.

(22) Con respecto al juramento prestado ante el Samán de Güere en 1983, año bicentenario del natalicio de Bolívar, los conjurados del 4 de febrero juraron bajo estos términos: «Juro por el Dios de mis padres, juro por mi honor que no daré paz a mi alma ni descanso a mi brazo hasta que haya roto las cadenas que por voluntad de los poderosos oprimen a mi pueblo. Tierra y hombres libres, elección popular, horror a la oligarquía».

(23) El juramento de Bolívar ante el Monte Sacro, de 1805, culmina como cito: «¡Juro delante de usted; juro por el Dios de mis padres; juro por ellos; juro por mi honor, y juro por mi Patria, que no daré descanso a mi brazo, ni reposo a mi alma, hasta que haya roto las cadenas que nos oprimen por voluntad del poder español!».

(24) El término «moribunda» pasó a estar en boga en el vocabulario corriente y en los chistes o en obras de teatro, lo que en sí mismo ya es revelador de la violencia de su imposición.

(25) No me detendré a reflexionar desde la perspectiva de la filosofía analítica del lenguaje; sin embargo, sobre un análisis del juramento de 1999 en Venezuela, a partir del enfoque de los actos de habla, recomiendo ampliamente el trabajo del profesor Jorge Castro S. J., exdirector de la Escuela de Filosofía y Postgrado en Humanidades de la Universidad Católica Andrés Bello, «Sobre juramentos y riesgos en las democracias formales: crítica de una peculiar retórica y pragmática del poder» (inédito).

(26) Hubo quienes señalaron que Caldera no lo había hecho debido a su «natural y característica soberbia»; otros arguyeron que él, en realidad, no quería entregar el poder.

(27) Sobre el punto invito a consultar el magnífico análisis que ofrece el profesor Juan Carlos REY, «Esplendores y miserias de los partidos políticos en Venezuela», Boletín de la Academia Nacional de la Historia, N° 343-344, Julio-diciembre, 2003: 9-43.


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