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El maestro Jacobo Borges arriba a los noventa años. Para celebrar su vida y su obra, Prodavinci estará realizando una serie de entregas que testimonian los pasos del gran artista y su aporte a nuestra historia ciudadana. Acá el escrito de Wieland Schmied, historiador y crítico de arte, comisario, estudioso literario y escritor austriaco, quien fue profesor de Historia del Arte en la Academia de Bellas Artes de Múnich desde 1986 y presidente de la Academia de Bellas Artes de Baviera de 1995 a 2004.
Es difícil explicarle a un europeo amante del arte que en el caso de la pintura de un latinoamericano como el venezolano Jacobo Borges, no se trata de escepticismo. Esa era muy difícil, por no decir imposible, en el caso del italiano Renato Guttuso. Su reunión histórico-intelectual en el Café Greco de Roma o desde Buffalo Bill y Guillaume Apolinaire hasta el círculo de quienes rodeaban a Giorgio de Chirico no fue entendida aquí como lo que se quiso mostrar en esa pintura: como la citación, como un rendez-vous, a la vez imaginario y real, de personas auténticas en un lugar auténtico y en un tiempo ideal, que es el tiempo del observador.
En este sentido, Jacobo Borges ha invitado a la pintura occidental realizada en madera, sobre todo a la española e italiana, pero también a la flamenco-holandesa, a tomar su puesto en el Café Latinoamérica, más exactamente en la Plaza Pérez Bonalde, un sitio de animada comunicación. Él se apropió de las tradiciones europeas, pero no de una manera fácil y sencilla, sino a través de un largo y doloroso proceso, interrumpido por reveses y contratiempos. Hubo momentos de rechazo también y precisamente en la época que podríamos calificar como de verdadero aprendizaje, cuando él, rodeado por la vanguardia europea, se cerró durante un buen tiempo a todo lo que significaba Europa y a las tendencias que aquí se producían, acentuando su carácter de latinoamericano y recurriendo conscientemente a aquellos folklorismos regionales que antes, en Caracas, había descartado tan apasionadamente y que creía superados para siempre.
Ese enfrentamiento con Europa, con la tradición y, por lo tanto, con los orígenes intelectuales, fue para Jacobo Borges un enfrentamiento vital, una búsqueda de identidad, un intento de encontrarse consigo mismo. Desde un principio, ese enfrentamiento fue mucho más que el simple esfuerzo por encontrar un lenguaje propio de imágenes. Se trataba de una cuestión existencial. Era la búsqueda del sentido del quehacer artístico, la búsqueda del conocimiento del mundo. «Vivimos detrás de la historia, detrás de un espejo», ha dicho Jacobo Borges. Ese era el sentimiento vital que él tenía al comienzo de su búsqueda de sí mismo, al comienzo de su enfrentamiento con la historia del arte europeo.
Las preguntas: «¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿Hacia dónde vamos?» –tal como lo planteara Paúl Gauguin– ocupan a Jacobo Borges tanto como a muchos de sus colegas artistas de América Latina. De estas preguntas él deriva otra, una pregunta crítica y a veces incómoda, dirigida a nosotros y a nuestros antepasados comunes: «¿Quiénes son ustedes, de quienes nosotros venimos, de quienes nosotros descendemos? ¿Qué es lo que ustedes nos han dado? ¿Qué ventaja nos llevan?».
Si Jacobo Borges puede disponer hoy de manera soberana sobre las tradiciones europeas y su continuación en los muchos «istmos» actuales, él utiliza el dominio de su oficio para formular un cuestionario crítico de todas aquellas figuras que conforman los cánones sancionados de nuestras tradiciones artísticas, y ese cuestionamiento crítico se convierte, no pocas veces, en un interrogatorio bastante embarazoso. Las raíces de las que surgen esas figuras aparecen en toda su desnudez, y la sociedad, a la que representan, es diseccionada. Jacobo Borges asimila todo cuanto puede nutrirlo; él examina, valora y rechaza.
Todo esto es, en sí, un proceso totalmente normal. ¿Acaso no se da esto también entre nosotros, donde todo artista joven atraviesa, en su período de aprendizaje académico, por una fase similar de evolución, sin hacer mucho ruido? Por cierto que sí. Y, sin embargo, este proceso de asimilación y de desmembramiento es algo diferente en el caso de un artista latinoamericano lúcido y sensible. Es un proceso más largo y más profundo.
Se trata, como ya se ha dicho, de una cuestión existencial. De una cuestión de vida o muerte. Y por ello es, necesariamente, parte de la propia obra, es la base, el fundamento de todo. Y por ello mismo no debe ser escotado, sino que debe convertirse en algo visible; una y otra vez debe ser mostrado y sometido a un tratamiento. Como muchos de sus colegas artistas latinoamericanos en Caracas, en Bogotá, en Sao Paulo, en Montevideo, en Buenos Aires, Jacobo Borges no puede renunciar a esa realidad, y él se siente lo suficientemente fuerte como para presentar su enfrentamiento con la tradición, como un juego y como una lucha a la vez, y en ambos casos en una arena abierta. Y al hacerlo, demuestra que el discípulo se ha convertido en crítico. Lo que empezó como una búsqueda de sí mismo se transforma muy pronto en la causa de una generación y de un continente. Borges, al llevar adelante este necesario enfrentamiento, amplía y profundiza el fundamento de una nueva pintura latinoamericana. Y si bien los europeos y nuestras tradiciones no hacemos una buena figura en este enfrentamiento, quedan algunos héroes que aprueban el examen y que son aceptados, sin restricciones, como maestros: Velázquez, Goya y, sobre todo, Rembrandt y Rubens, y por último, algunos de los grandes venecianos… Entre los artistas contemporáneos, Jorn y Appel, cuyas obras él conoció en París en los años cincuenta, lo han influenciado más profundamente, pero sobre todo se sintió conmovido por el furor expresivo del gesto de un Willem de Kooning, cuyas figuras femeninas, representadas bajo una alta tensión y con la dentadura de los animales de rapiña, han sido transferidas por él, con el trazo indómito de su propio estilo y con un colorido llamativo y disonante.
Pero en toda la influencia, en toda asimilación de las sugerencias, se descubre en Jacobo Borges un acto de resistencia, una voluntad de rechazo a esa influencia y esas sugerencias.
De las obras de Borges lo que más me fascina es un grupo de trabajos que fueron realizados entre 1973 y 1978, y que localizan el enfrentamiento con los antepasados del mundo occidental –y con los progenitores de América Latina– en los salones y aposentos de un palacio barroco.
No podemos deshacernos de los fantasmas del pasado. Son fantasmas, esquemas, sombras, pero están entre nosotros y están vivos. Los espacios fantasmales de la historia parecen estar vacíos, pero de pronto emergen los esquemas de un cuadro en la pared o de una puerta escondida por un tapiz o un espejo ciego, y ejercen su terror sobre nosotros.
Esta serie de obras empieza con un cuadro como «At the Palace» (1973) y sigue con pinturas como «The Groom» y «Nothing outside» (ambas de 1975), pasando por «Leaving the Submerged city» y «Don’t look back¨ (ambas de 1977), hasta llegar a «Space» (1978). Para mí, la serie culmina claramente con el cuadro «Nymphenburg», de 1974. Yo me atrevería a afirmar que es una de las obras maestras de nuestro tiempo. Miramos a través de una secuencia de salas, a izquierda y a derecha contemplamos cuadros frontales, cuyos reflejos son devueltos por espejos, pero al fondo de esa cadena de espacio se realiza un hecho horroroso, con toda la espectacularidad y la suntuosidad de épocas pasadas. Somos, así, testigos de una escena de tortura, en la que los hombres aparecen tirados por el suelo y son pisoteado, golpeados. Los esbirros ¿serán tal vez los verdugos nazis que durante un tiempo horrible ocuparon realmente los aposentos de Nymphenburg? ¿O son, quizás, los torturadores a las órdenes de un general Pinochet, que ejercen su terror real en un imaginario castillo chileno? Jacobo Borges deja abierta la pregunta, y sólo nos dice: Esto no pertenece al pasado. Sigue ocurriendo hoy, aquí ahora.
No lo olvidemos…
Cuadros como «Nymphenburg», de Jacobo Borges, representan, en mi opinión, un realismo crítico, ejemplar y meditado, que en Europa solamente lo he visto ejemplificado, tal vez, en la obra del norteamericano Ronald B. Kitaj. Me gustaría ver más ese tipo de cuadros.
Wieland Schmied
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