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La política exterior del gobierno de Donald Trump, ahora en manos de funcionarios con un perfil agresivo como Mike Pompeo y John Bolton, se inclina abiertamente por el entendimiento con algunos rudos del planeta, mientras dinamita puentes básicos del multilateralismo global. Con sus últimas movidas, Trump confirma que entiende las relaciones internacionales a la manera darwinista o como una selva donde cada quien se fortalece a razón del debilitamiento del otro.
Trump llegó tarde a la cita del G-7 en Quebec y se fue antes de que culminara, dando un portazo. Atacó verbalmente a Emmanuel Macron y a Justin Trudeau y anunció que Estados Unidos se retira de ese histórico foro, fundado en 1975, precisamente, por iniciativa de Washington. Medios oficiales rusos, como Russia Today, han informado que en alguno de los intensos debates a puertas cerradas con Angela Merkel, Trump sostuvo que Crimea era rusa y que la anexión de ese territorio por Vladimir Putin fue legítima.
Luego de boicotear el G-7, el presidente viajó a Singapur y se reunió con Kim Jong-un. Allí todo fue sonrisas, saludos de mano, caricias en el codo, palmadas en la espalda. Quienes unos meses atrás se insultaban y prometían guerra a muerte, declararon que avanzarán hacia la desnuclearización de la península coreana. Por supuesto que se trata de un acuerdo histórico, que contribuye a la paz, pero la facilidad con que ambos líderes han pasado del odio a la amistad debería encender las alarmas de los más prudentes.
Y las enciende en casi todo el mundo, en Japón y China, en Europa y Gran Bretaña, menos en aquellos gobiernos que se alegran de que Trump negocie con Corea del Norte a la vez que enrarece sus vínculos con Occidente y el resto del Pacífico. De ahí la cautela con que ha reaccionado la cancillería europea ante la cumbre de Singapur. En dos líderes tan dados a los grandes gestos, carentes de contenido real, hay que esperar por resultados concretos para acreditar el avance de la desnuclearización y un respeto mínimo de Corea del Norte a las normas internacionales.
De vuelta a Washington, Trump se concentró en el anuncio de los nuevos aranceles contra China. El presidente acaba de dar a conocer un golpe arancelario a bienes chinos por 50 mil millones de dólares. Washington ha aplicado esos cargos a unas 800 empresas chinas, pero medios cercanos a la Casa Blanca aseguran que son más de 1,300 las que podrían ser afectadas. Trump espera por la represalia de China para anunciar nuevos aranceles por más de 100 000 millones de dólares, lo que desataría la primera gran guerra comercial del siglo XXI.
El gobierno de Xi Jinping lleva negociando con el secretario de Comercio Wilbur Ross, durante meses, un ajuste bilateral de tarifas para evitar la escalada. Con el reciente anuncio de Trump todo ese esfuerzo diplomático se tira por la borda. La presión arancelaria de la Casa Blanca llega a pocos días de que la Unión Europea aplicara contramedidas a la importación de acero y aluminio de Estados Unidos. Con lo cual nos colocamos a las puertas de una tormenta perfecta en términos de libertad de comercio a nivel global.
¿Quiénes ganan con este desastre? En primer lugar, los autócratas de nuevo cuño, Vladimir Putin o Nicolás Maduro, y de paso toda la izquierda sonámbula, que no logra despertar de la pesadilla de la Guerra Fría, y que lleva tres décadas conspirando contra la globalización. Es lógico que los enemigos del libre comercio vean a Trump como un aliado formidable, surgido en el corazón mismo del imperio. Nada más habría que detectar el placer con que escriben la frase “guerra comercial”.
Rafael Rojas
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