Perspectivas

La paranoia colectiva: nuestro espejo común

27/03/2024

En 1492 las naves de Cristóbal Colón llegan al Nuevo Mundo. Se trata del desembarco de unos aventureros y sus creencias. El hallazgo aseguró la idea de que eran los elegidos por Dios para expandir el Evangelio. Colón estaba persuadido de que el suceso había sido profetizado en una Europa convulsionada por las visiones sobre el fin del mundo, estaba convencido de que el Nuevo Mundo abría la posibilidad de hacer realidad las promesas de los apóstoles. Esto es, predicar la Palabra en todo el orbe antes del juicio final.

Ocho años después del desembarco, Colón escribe: «Yo vine con amor tan entrañable a servir a estos Príncipes (…) Del nuevo cielo y tierra que decía Nuestro Señor por San Juan en el Apocalipsis después de dicho por boca de Isaías, me hizo mensajero y amostró aquella parte» [sic] (mantenemos la grafía original, citado por Jean Delumeau, El miedo en Occidente, México, Taurus, 2005, p. 319). En noviembre del mismo año refiere: «Por voluntad divina, he puesto so el señorío del Rey y la Reina, nuestros señores, otro mundo, y por donde la España, que era dicha pobre, es la más rica». En febrero de 1502 le comunica al Papa Alejandro VI: «Yo espero en Nuestro Señor de divulgar su Santo Nombre y Evangelio en el Universo» (citas tomadas del trabajo de Tzvetan Todorov, La conquista de América. El problema del otro, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2009, pp. 21 y 59).

Estos pasajes de Colón vislumbran el sentido sagrado de la empresa. Con ella, América es poblada por una perspectiva donde Dios y los reyes católicos fueron el basamento de grandes movilizaciones reales e imaginarias. Esta mentalidad occidental permeará los discursos oficiales para justificarla en medio de acalorados debates teológicos y políticos. Visto desde otra perspectiva, esta mentalidad que se concretó en acción sangrienta, sembró en la conciencia de las culturas nativas el rechazo, la soledad, la inseguridad y el terror (Octavio Paz, El laberinto de la soledad / Posdata / Vuelta a El laberinto de la soledad, México, Fondo de Cultura Económica, 2004, pp. 106-121).

Agreguemos esto: conforme fueron dibujándose los mapas de Tierra Firme se fue afianzando una imagen del otro colmado de características fantásticas y demoníacas. Se cree en cíclopes, sirenas, monstruos, amazonas, en hombres con cola. El imaginario medieval brotará en el Nuevo Mundo renovando el discurso legitimador del miedo al otro. «Por una parte, entonces, Colón quiere que los indios sean como él», escribe Todorov, «y como los españoles» (La conquista de América… p. 58).

La paranoia, lo emocional

Nunca imaginé que los cuentos de terror que escuché de niño me llevarían a estudiar el miedo. La experiencia del miedo modeló ciertas conductas de mi infancia. No sólo era la prohibición de nuestras madres y abuelas, sino también sus más ingeniosas y creativas amenazas. Así crecí junto con mis hermanos y primos de vacaciones en el llano aragüeño. La oscuridad, el mal, la muerte. Ese susurro del miedo primigenio pobló mi imaginación. No olvidemos la frase de Thomas Hobbes: «Mi madre dio a luz gemelos, yo mismo y el miedo». El mundo interior tiene mucho que aportarnos.

Retrato: Luigi Zoja. Fuente: Clarín. Revista Ñ- Ideas. 8/12/2016

El miedo estuvo presente en mi infancia, así como la valentía. A pesar de las presencias reales o imaginadas, actuábamos. Hasta nos divertíamos. Por cuestiones del destino me hice historiador. En 2011 descubrí que mis temores se reflejaban en algunos comportamientos colectivos en el pasado venezolano. Supe que el miedo ha sido nuestro acompañante natural por siglos. Desde entonces me he empeñado en comprender la relación con el temor a la luz del presente. Los miedos se reactualizan: son parte de la cultura. (Enrique González Duro, Biografía del miedo, Madrid, Editorial Debate, 2007).

Vivo de los hallazgos. En 2015 di con este: el libro Paranoia. La locura que hace la historia. Su autor, el italiano Luigi Zoja, es economista, sociólogo y psicólogo de orientación jungiana. Podría enumerar acá las virtudes de este trabajo donde la historia, la psicología y la antropología se dan la mano. Pero quiero detenerme solo en dos: uno, tomar conciencia del peso de las emociones en nuestro desarrollo histórico; y dos, la pertinencia de reflexionar sobre la «paranoia» como preocupación contemporánea.

Afortunadamente, los científicos sociales están dando un viraje hacia lo emocional. Luigi Zoja lo ha demostrado en esta obra demoledora por su sentido comprensivo. Las emociones colectivas reflejan la relación con el poder, la ética y la confianza en el otro. Ellas han tamizado nuestra relación con la política y la democracia. En la interioridad se esconden las claves para comprender cómo actuamos en coyunturas de cambios. Más allá del tema psicológico, lo que interesa es revelar el peso de nuestras creencias y reacciones compartidas en un contexto determinado. Así como el miedo o la alegría, las emociones se contagian. Siguiendo a Spinoza, somos partículas afectivas en constante encuentro con otras.

La paranoia es una presencia moderna al estar cercados por élites, unas más visibles que otras. En mi caso, vivo en un país donde por años se ha señalado a enemigos internos y externos. Todo comienza con una premisa granítica: si no estás conmigo, estás contra mí. La emoción es parte consustancial del discurso partidista, y la paranoia se nutre de ambos para su accionar trepidante. Pero ¿acaso no es la paranoia una presencia que cambia de rostros y que se transforma en discursos tan llamativos que nos hace participar de ellos sin darnos cuenta? Allí donde se le endilgue la responsabilidad al otro campea el escenario paranoico. Entre otras cosas porque es un pensamiento que se legitima a sí mismo a través de la violencia.

Zoja apunta que más que una «terapia colectiva» su interés es ofrecer una ventana para la reflexión moral, ya que «todos hemos hecho, al menos una vez, en mayor o menor medida, algún aporte a esta entidad maligna» (Luigi Zoja, Paranoia. La locura que hace la historia, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2013, pp. 446-447). La paranoia es un mal. Representa una entidad maligna que se alimenta del «contagio» o de la «contaminación psíquica». Es un llamado también a vernos en un espejo común. Un gesto de mirar, como parte de Occidente, nuestras relaciones con la responsabilidad.

La desconfianza en la otredad

Imaginemos la crispación que generó en la mente del conquistador europeo la existencia cultural, espiritual y material del indígena americano. Aparte de la extrañeza, cundió en los recién llegados la presión de explicarse teológica, jurídica y políticamente la presencia de aquellos nativos que no tenían la lengua ni la religión cristianas. La duda que existía era si aquellos podían ingresar a la cristiandad, lo que significaba tomar sus tierras y atraerlos a la luz del Evangelio.

Desde que Fernando de Aragón e Isabel de Castilla abrieron su campaña de extender la fe católica para expulsar a moros y judíos de la península ibérica la guerra santa contra el infiel era un corolario en la Europa de finales del siglo XV. La diversidad cultural, religiosa, lingüística, en fin, la otredad americana era, en aquella coyuntura de conquista espiritual y civilizatoria, sinónimo de barbarie. Esto terminó de propulsar el genocidio a gran escala en el transcurso del siglo siguiente: el señalamiento del «enemigo» de la fe y su dominación total saltó el Atlántico para echar raíces en el Nuevo Mundo.

Dióscoro Puebla. Desembarco de Colón (1862). Museo del Prado

En las bulas alejandrinas del 3 y 4 de mayo de 1493 el Papa Alejandro VI delinea la fuerza de los reyes y sus expedicionarios para propagar el evangelio. El conquistador tenía «la autoridad apostólica… concedida por Dios Omnipotente a San Pedro y sus sucesores como vicario de Cristo», pues se les

considera con plenitud de poderes temporales relacionados con lo espiritual sobre los cristianos y los infieles, que podían ser sometidos por el príncipe cristiano con autoridad pontificia para su evangelización, es decir, para hacer posible el cumplimiento de la voluntad salvífica del Redentor.

La autoridad pontificia ungía tanto la espada como el crucifijo. Era un mandamiento sagrado, por tanto, había que cumplirlo. El Papa, sigue diciendo, tenía fe de que aquellas gentes que «van desnudas y no comen carne» pudiesen «abrazar la fe católica». Pero deja en claro algo fundamental: aquellos aventureros que cruzasen el Atlántico tenían que ser «varones probos y temerosos de Dios, peritos y expertos para instruir en la fe católica e imbuir en las buenas costumbres a sus pobladores y habitantes» (citado por Rafael Strauss, El diablo en Venezuela, Caracas, Fundación Bigott, 2004, p. 41). La historia demostró todo lo contrario: ni el temor de Dios pudo frenar la rapiña y la sed de riqueza del europeo.

El fantasma del personalismo

La amenaza, la desconfianza y la agresividad son partes de los dispositivos de las élites en el poder. No descubro el agua tibia: el miedo de los poderosos a tomar las riendas de lo político, de defender sus murallas y de infundir violencia en las mayorías es parte consustancial de las civilizaciones (véase Elías Canetti, Masa y poder, Barcelona, Muchnik Editores, 1960).

¿No estamos dibujando el patrón de los nacionalismos modernos? ¿Qué relación tenemos con la idea de la anarquía o el despotismo a través de nuestra historia? Si el pasto salvaje crece es porque hay todas las condiciones para que florezca. Tales condiciones vienen dadas por la cultura. Son recuerdos, símbolos, creencias y sucesos del pasado que, desde el poder, sirven como chispas para dar forma al espíritu de partido. Son miedos de asedios remotos que persisten en la mentalidad colectiva. No olvidemos que el miedo es una herramienta política que permite apoyar «creencias morales y políticas» (Corey Robin, El miedo. Historia de una idea política, México, Fondo de Cultura Económica, p. 40).

Después viene lo que ya sabemos: el poderoso erige la palabra, y la masa ‒unificada y compacta‒ cede su libertad por el entusiasmo “providencial”. Dominada la masa, el líder nacionalista dirige su esfuerzo de manada hacia un objetivo: combatir al que no tiene la razón. La aniquilación del contrincante comienza primero desde el discurso; luego, con la violencia y la guerra, acaba exterminándolo. En medio del proceso nacionalista los medios de comunicación multiplican el asedio.

Este panorama general cincela el pensamiento paranoide, tan razonable y sistemático, que muy pocos pueden escapar de su contagio. Zoja describe esta lógica en el siglo XX con, entre otros, los ejemplos de Hitler, Stalin, Mussolini y Franco.

El nacionalismo sustituye a menudo la realidad con la imaginación: no solo cuando sus ideales se pierden con el transcurso del tiempo, sino desde un principio. Esta fantasía agresiva tiene la función inconsciente de identificar a un enemigo y de atribuirle todas las responsabilidades. Repite, por lo tanto, a gran escala, el procedimiento del chivo expiatorio y de la paranoia. (Luigi Zoja, Paranoia… p. 105)

Allí donde el gendarme patriotero enarbole la confrontación se concreta la negación del otro. Allí donde esté el entusiasmo populista aparece el fantasma del personalismo. El historiador es testigo de estos momentos de peligro, como lo planteó Walter Benjamin. Su papel es y sigue siendo crucial en el ejercicio de la libertad de pensamiento.

“Los haré esclavos y como tales los venderé…”

Repasemos la naturaleza del famoso Requerimiento, documento escrito por Juan López de Palacios Rubios, en 1513, y el cual era expuesto en voz alta a los aborígenes americanos en el momento de la llegada al Nuevo Mundo:

De parte del Rey de Castilla y León (…) Los notifico y les hago saber (…) que Dios nuestro Señor único y eterno creó el cielo y la tierra y el género humano (…) Este se esparció por toda la tierra y quedó dividido en reinos (…) De todas estas gentes Nuestro Señor dio cargo a uno que fue llamado San Pedro (…) y puso su silla en Roma (…) A este San Pedro obedecieron y tomaron por señor (…) y así se ha continuado hasta ahora y así se continuará hasta que el mundo se acabe. (Citado por Lewis Hanke, La lucha por la justicia en la conquista de América, Buenos Aires, Editorial Suramericana, 1949, pp. 53-54)

Siguiendo la lógica cristiana ¿el indígena podía entender estas argumentaciones sagradas? Para los recién llegados la escolástica cristiana se funde con la racionalidad, de tal manera que el dogma es, al mismo tiempo, una verdad jurídica. Con semejante aval los reyes católicos inician su empresa. De su lado estaban la legitimidad política y la divina; y en el correlato alienta la necesidad de diferenciarse racionalmente del otro, es decir, del infiel y bárbaro.

Francisco de Goya. El coloso (después de 1808). Museo del Prado

Sigamos con el documento:

Uno de los pontífices hizo donación de estas Islas y Tierras Firmes del Mar Océano a los ricos Rey y Reina y a sus sucesores en estos reinos, con todo lo que en ellas hay según se contienen en ciertas escrituras que podeís ver si así lo deseareis (…) Ya los habitantes de otras tierras se sometieron (…) con buena voluntad y sin ninguna resistencia, sin apremio ni condición alguna se hicieron cristianos (…) se espera que vosotros hagáis lo mismo.

Pero el quid de la cuestión está en el siguiente pasaje:

Pero si no lo hicieres o en ello dilación maliciosamente pusieres, os certifico que con la ayuda de Dios entraré poderosamente contra vosotros y os haré guerra por todas las partes y maneras que tuviere (…) y tomaré vuestras personas y las de vuestras mujeres e hijos y los haré esclavos y como tales los venderé y dispondré de ellos como su Alteza mandare (…) y os haré todos los males y daños que pudiere como a vasallos que no obedecen…

El documento impone condiciones tajantes. La sospecha de que el aborigen saboteará la ocupación detona múltiples amenazas en la mentalidad del europeo recién llegado. La construcción del adversario se inicia en los pensamientos y en las emociones: los nativos negarán a Dios, negarán a los reyes y su corte, negarán a la Iglesia y su doctrina, esquivarán sus instituciones y sus “buenas intenciones” evangelizadoras.

Las amenazas que se anunciaban para el europeo en el Nuevo Mundo se retroalimentaban con las que ya habían encontrado en el pagano, el judío y el moro. Para aquellos imaginar o fantasear preventivamente lo que podía ocurrir si el enemigo no aceptaba estaba ya en su sistema de pensamiento como arma latente. De allí la importancia de perspectivas analíticas como el miedo social para comprender estas coyunturas del pasado, o la de la «paranoia colectiva», como la plantea Zoja.

El texto del «Requerimiento» arde de prisa contenida ‒escribe el investigador italiano‒ y ya prepara una proyección radical de la culpa y un ataque preventivo: las cosas se presentan de manera tal que la víctima será de cualquier manera responsable de su propio sacrificio. El conflicto no existe solo con el adversario, cuya destrucción está prevista, existe también, y más trágicamente aún, en el interior del paranoico, entre su buena fe simplificadora y el mal que lleva dentro de sí y que no reconoce. (Luigi Zoja, Paranoia…, p. 96)

Nuestro lado oscuro

Por años luché contra los miedos de mi infancia. Fue un recorrido agrio. Con los años descubrí que al no afrontarlos se hacían más grandes. No fue un proceso lineal. Una vez que los acepté, empecé a tener conciencia de mi identidad. Aprendí mucho. Descubrí fortalezas inusitadas. Tuve que mirar mi oscuridad. Entrar a la caverna y salir de ella. La valentía aparece cuando aceptas convivir con el miedo.

Pero una cosa es mirar nuestras sombras individuales y otra distinta es mirar las del colectivo. No quiero asomar acá una especulación, pero me atreveré a presentar algunas intuiciones. El venezolano no puede seguir esquivando mirar la suma de sus sombras. La mía, la tuya, la de todos. Rehuir de la oscuridad parece ser el error que atosiga la capacidad para actuar.

Dentro de esa caverna colectiva yacen los monstruos de la culpa y el odio, pero también de la conciencia y la libertad. De allí que George Duby asome que el solo hecho de reflexionar sobre los temores del pasado y las consecuencias que en el colectivo ha dejado en Occidente sirve para «para encarar con mayor lucidez los peligros de hoy» (Georges Duby, Año 1000, año 2000. La huella de nuestros miedos, Santiago de Chile, Editorial Andrés Bello, 1995, p. 9). No se trata de terapia ni de pastillas. Al contrario, se trata de reconocer la cuota de responsabilidad. Vivimos en sociedad. Nadie escapa a ella.

Mirarnos en ese espejo trágico merece atención porque al hacerlo tendríamos la posibilidad de liberarnos. Yo no sé si esta especulación podría servir de algo en este escenario de hoy, donde el acecho del poder autoritario nos amenaza. Lo que sí sé es que todo comienza por la valentía de mirarnos y de encontrarnos con el otro. En nuestra interioridad colectiva está la clave, apunta Luigi Zoja, en las conclusiones de su monumental Paranoia: «Antes de perdonar, queremos entender», escribe (p. 446). La existencia de la paranoia y de las catástrofes que ha ocasionado en la humanidad tiene que llevarnos a comprender lo que somos. Es decir, aceptar un «examen de conciencia» de nuestra vinculación con el mal. Porque el mal nos consumirá hasta que no lo veamos de frente.


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