Perspectivas

La palabra “tirano”

Antígona condenada a muerte por Creonte, (1845). Obra de Giuseppe Diotti.

16/02/2019

No cabe duda de que las palabras tienen vida propia y, al igual que nosotros, desde que nacen van cambiando y adaptándose al mundo cruel que las rodea. Hay palabras que mueren prácticamente al nacer y otras llegan a ser muy longevas. Nadie sabe cuánto puede durar la vida de una palabra, y aunque es posible precisar el lugar y la fecha de su nacimiento, es dificilísimo prever hasta dónde puede llegar. También en eso se parecen un poco a nosotros.

Una de esas palabras viejísimas es tyrannos, “tirano”, que como tantas otras cosas buenas y malas nos viene de Grecia. Al parecer la palabra es más bien de origen lidio. Lidia es la región que actualmente ocupa la provincia turca de Esmirna, a orillas del Egeo. Rápidamente el término fue adoptado por los poetas griegos. Arquíloco de Paros, Alceo de Mitilene y Simónides de Amorgos fueron los primeros en utilizarla, y no debe extrañarnos pues fue en vida de estos poetas cuando se consolidaron las primeras tiranías griegas. Heródoto usará también el término en sus Historias como sinónimo de moúnarkhos, literalmente “el único que detenta el poder”.

En el texto de Aristófanes el Gramático que antecede al Edipo Rey se dice que es “después de Homero cuando llamaron ‘tiranos’ a los reyes anteriores a la Guerra de Troya”. Dice además que “los tiranos anteriormente se llamaban príncipes, pues aquel nombre les parecía más respetable”. Se trata de un rasgo muy actual, pues todavía hoy ningún tirano admite que lo es. Para la historiadora Claude Mossé (La tyrannie dans la Grèce antique, París, 1969), es a partir del siglo iv a.C., y en un contexto bien diferente del que vio nacer a las primeras tiranías, que el término “tirano” comenzó a entenderse como un “demagogo”, una especie de “jefe popular”.

Es verdad que la tiranía fue un constante objeto de reflexión para los filósofos atenienses. No podía ser de otra forma, pues se necesita de un contexto tolerante para revisar ciertos conceptos políticos, y esto solo lo puede garantizar una democracia. Así Platón, en el Gorgias, pone en boca de Polo la aseveración de que los tiranos “condenan a muerte a quien desean, y arrebatan los bienes y expulsan de las ciudades a quienes les parece”. Platón sostendrá también en la República que el tirano “bebe la sangre de sus hermanos” y se convierte “de hombre en lobo”. De modo que en tiempos de Platón, una generación después de Sófocles, ya el término estaba relacionado con el uso arbitrario y desmedido de la fuerza, adquiriendo la acepción negativa con que lo hemos entendido hasta ahora.

Sin embargo esto ya se adelanta en la Antígona de Sófocles, cuando se da el célebre diálogo entre Creonte, tirano de Tebas, y su hijo Hemón:

Hemón: No existe ciudad que sea de un solo hombre.

Creonte: ¿Y no se considera que la ciudad es de quien la gobierna?

Hemón: Tú ciertamente gobernarías bien, en solitario, un país desierto…

Estas apreciaciones no son propias de uno solo de los trágicos. Una generación después, Eurípides pondrá en boca de Ión la siguiente afirmación:

«En cuanto a la tiranía, tan en vano elogiada, su rostro es agradable pero por dentro es dolorosa. ¿Cómo puede ser feliz y afortunado quien arrastra su existencia en el terror y la sospecha de que va a sufrir violencia? Prefiero vivir como ciudadano feliz antes que como tirano a quien complace tener a los cobardes como amigos y en cambio odia a los valientes por temor a la muerte».

Hay, pues, un elemento definitorio del tirano en tanto que personaje dramático, que es el miedo y la caída, el camino que se precipita de la cumbre del poder político y la soberbia a la miseria y la tragedia, bien como asechanza y premonición, o como peripecia que ocurre sobre la misma escena. Edipo se descubre culpable de los crímenes que persigue y maldito de las maldiciones que él mismo ha lanzado. Creonte causa sin quererlo los suicidios de su hijo y de su esposa. Ambos son ejemplo dramático de la caída del tirano.

Esta caída nace de un desequilibrio que actúa como detonante de la situación trágica, lo que Leo Strauss identifica como una “patología” política. Si la posición del tirano está marcada por la desigualdad del poder, el concepto mismo de tiranía es incomprensible sin la noción de desequilibrio, esencialmente el desequilibrio social. Claude Mossé identifica estos dos elementos como esenciales en el concepto de tiranía: el desequilibrio social y el carácter popular. Para una tipología histórica, el tirano surge como resultado de los profundos desequilibrios sociales que sacuden la Grecia de los siglos vii y viii a.C. “El tirano se presenta a menudo como un jefe popular, hostil a la aristocracia, que contribuye a destruir no solamente el régimen político, sino también los cuadros sociales impuestos por esta aristocracia”, dice la historiadora. “Sin embargo, en su lugar, no construye nada. De ahí el carácter efímero de la tiranía, que siempre aparece como un fenómeno de transición, como un momento esencial aunque sin futuro en la historia de las ciudades griegas”.

El desequilibrio social que Mossé identifica en la figura histórica del tirano, como fenómeno político y social, tiene su contraparte dramática en el carácter monstruoso, figurativización extrema del desequilibrio, que corresponde al personaje trágico. Edipo, asesino de su padre, esposo de su madre, padre a la vez que hermano de sus hijos. Cuando es capaz de ver todo el oprobio y la abyección en que está sumido entonces no lo resiste y él mismo se saca los ojos. Creonte, encargado y usurpador en la casa que lleva semejantes manchas, rigiendo la ciudad por la que han muerto dos hermanos fratricidas, autor de un decreto que desafía las honras ancestrales que se deben a los muertos, causante involuntario de la muerte de su hijo y de su mujer. Su nombre encarna toda la muerte y el horror que vive Tebas.

La tiranía como fenómeno político, histórico y social en la Grecia antigua ha sido profusamente estudiada por historiadores y científicos sociales, especialmente después de la última gran guerra. Sin embargo, para la literatura, el tirano se convierte en objeto para el estudio de los rincones más oscuros de la mente humana. Un monstruo aterrador a la vez que aterrado, un asesino que vive temiendo la muerte, un villano solitario, un antihéroe por excelencia. Su familia, las paradojas y abyectas perversiones que allí ocurren, no es más que un morboso microcosmos donde se refleja la enfermedad que aqueja a la ciudad toda. La caída del poder a la miseria no es otra cosa que la epifanía de su propia monstruosidad, la manifestación de todos aquellos repugnantes desequilibrios que conllevan su propia condición y naturaleza. De nuevo, el arte sabe ver más allá de lo que puede la Historia. Razón tenía Aristóteles.


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