Telón de fondo

Aproximación al mito del andinismo

23/04/2018

Imagen del Archivo Fotografía Urbana

En otros escritos me he ocupado del mito de Juan Vicente Gómez, que lo presenta como el “hombre fuerte y bueno” gracias a cuyo paso por la historia reinaron la concordia y la mesura en la sociedad venezolana (Positivismo y gomecismo, Caracas, Alfa, 2017). La orientación olvida la barbarie que reinó bajo su jefatura, para presentar una versión casi angelical del personaje que se ha mantenido a través del tiempo. Alaban su prudencia y su carácter como alternativas para acabar con los desafueros de una colectividad levantisca, en lugar de detenerse en la sangre que derramó impunemente, en las torturas con las cuales martirizó a sus enemigos y en la plata copiosa que robó. Ahora me acercaré a una de las derivaciones del mito, que incumbe a una parte de los habitantes del país que debe cargar el fardo de una indeseable herencia: los andinos.

La idea del Gómez adusto y patriarcal se ha extendido hacia sus continuadores, hasta el punto de impedir una reconstrucción equilibrada de los procesos que ocurren después de su muerte. La versión de la bondad anexa a don Juan Vicente se explaya hasta las administraciones de Eleazar López Contreras e Isaías Medina Angarita, sus descendientes legítimos y andinos los dos, como él, pero igualmente hasta los hechos que desembocaron en la democracia representativa a partir de 1945. Es como si de La Mulera brotara una emanación extraordinaria que marca a los hijos políticos y, por añadidura, a los hombres procedentes de su geografía que deben mantener fatalmente las características del género.

Si han de ser tan espectaculares como su padre los gobernantes nacidos en el seno de su dictadura que lo suceden durante una década, necesariamente cargarán los lastres del pecado cívico aquellos políticos y aquellos administradores que mostraron las primeras evidencias del horror reinante hasta entonces para proclamar el nacimiento de una nueva era promisoria. Tenemos así que la glorificación de Gómez termina en la aclamación del posgomecismo, pero también en la crítica y aun en la negación de las realizaciones del antigomecismo inmediatamente posterior. Pero también se produce, en primera instancia, una contradicción capaz de debilitar la artificiosa fábrica en medio de unos deseos de reafirmación que no dejan de seguir en el candelero. Veamos la paradoja, si podemos.

Pese a que se presentan como corolarios del mito, los gobernantes que hacen sus gestiones partiendo del marco de las instituciones anteriores también son considerados como piezas de una historia distinta que preludia el cambio hacia la gobernabilidad democrática. El posgomecismo es una criatura diversa del gomecismo, se dice, hasta el punto de ofrecerle al país una cohabitación más hospitalaria y civilizada. Los vástagos del mito se convierten así en profetas de un progreso posterior, para que el Benemérito siga derramando sus virtudes desde la tumba. Sin negar las mudanzas que apuntan entonces hacia una transición, seguramente deba mirarse con mayor cuidado esa diferencia entre los hijos pródigos y el padre severo. No se dan con facilidad los pasos de las tinieblas a las luces que muchos autores han descrito en sus libros. O se dan entre los tropiezos provocados por un origen habitualmente subestimado. La pertenencia de los segundos a la familia política del primero sugiere cautelas en el análisis de su gestión de los negocios públicos, no solo para aproximarse a la verdad histórica sino, a la vez, para derrumbar una estatua inmerecida.

No estamos solamente ante un problema relativo a una ausencia de ciudadanía, es decir, ante la incapacidad de entender los tumbos de la sociedad desde un rasero de republicanismo, sino también frente a un entuerto historiográfico. El culto del tirano ha podido meterse con tranquilidad en la pluma de los historiadores que se ocupan de temas contemporáneos, o ha tratado de manipular su escritura hasta el punto de que, así como no discuten las excelencias del sujeto, pese a que no existen, son capaces de caer en vanas disputas sobre el octubrismo, por ejemplo, o sobre los gobiernos posteriores a 1958. Son debates en cuyo centro no deja de estar presente la opacidad del sujeto convertido en luminaria por los panegíricos de difusión gruesa.

Entre tales loas, que pasan como análisis sobrios y documentados, destaca la obra del pensador colombiano Fernando González, Mi compadre Juan Vicente Gómez. Localiza en el origen aldeano del personaje, en el pupitre que no encontró en el aula sino en el trato con palurdos, en su manera de descifrar los retos del paisaje y en un carácter que solo se puede desarrollar en el clima de los montes helados, la llave para iniciar un capítulo nuevo y distinto de la vida venezolana. A unas determinaciones así de estrambóticas que dan pie a una glorificación superficial y babosa les ha faltado la crítica o la burla que merecen, y por eso prosiguen su tenaz e influyente trabajo de “explicación”.

De allí que el mito del “hombre fuerte y bueno” origine un mito tributario debido al cual se adjudican a los individuos de los Andes venezolanos unas características como las que supuestamente distinguieron a la más célebre de sus criaturas, al labriego de las montañas que devino patrón absoluto de la sociedad. O debido a las cuales se les hace fiesta, no en balde se trata de participar en el regocijo del vínculo con el personaje. Venimos a ser entonces los montañeses del país una especie de repeticiones en miniatura, individual y colectivamente, unos más y otros menos, del Benemérito General. “Claro, como tú eres andino”, dice el interlocutor de la capital o del oriente del país cuando uno opina sobre el gobierno, verbo y gracia.

Se supone que, como el tirano y luego como algunos de los heraldos de la tribu, esto es, Marcos Pérez Jiménez y Carlos Andrés Pérez, venimos buscando virreinatos personales, sembrando autoritarismos que se pasean entre lo serio y lo pintoresco, o mirando apenas lo que permite ver la mole de unas sierras nevadas que han determinado el asentamiento de una sensibilidad peculiar. No solo por la simpleza de la idea y por la tonta taxonomía que sugiere, conviene lamentar que persista. Pero no tiene sentido detenerse en tal consecuencia para atacarla en el principio de un descargo de los andinos a quienes se relaciona con una biografía de degradación presentada como proeza. El asunto es de mayor amplitud: remite a la perversión o a la equivocación de una sociedad que, así como se refocila en la memoria de Juan Vicente Gómez, continúa en descamino porque ni siquiera identifica cabalmente a quiénes la forman.


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