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Pensar en la obra literaria de Eduardo Liendo es pensar en un corpus consistente. Quizás no haya otra palabra para definirlo mejor, pues es la consistencia la cualidad de lo durable, de lo estable y de lo sólido. Se dice de algo que es consistente cuando hay coherencia entre las partículas que lo conforman, cuando ese algo está hecho de una materia que resiste sin romperse ni deformarse. Asimismo, de una obra literaria se dice que es durable, estable y sólida cuando al leer una muestra de ella –aunque sea un solo título– el receptor tiene la posibilidad de prefigurar un estilo y una línea invisible que surca transversalmente ese universo creativo como recurrencia, como obsesión, como preocupación temática. Así, cuando se hace acopio de los trece títulos que hasta ahora ha publicado Eduardo Liendo uno se encuentra con eso: con un modo Liendo de asumir el gesto de narrar.
De sí mismo, Liendo dice ser un escritor «en el que confluyen la calle, la cárcel y la biblioteca, lo que me diferencia en algunos aspectos de otros escritores venezolanos que poseen una formación distinta» (En torno al oficio de escritor. Caracas, Libros Lugar Común, 2014, p. 97). Calle, cárcel y biblioteca son circunstancias que, quizás en cualquier otro caso, habrían quedado reducidas al anecdotario de una memoria personalísima; a la evocación íntima de una experiencia sin más trascendencia que el recuerdo de lo vivido. ¿Cuántos otros han experimentado la calle, la prisión y el claustro bibliotecario sin que eso haya dejado mella significativa en su vida? ¿Cuántos, como Liendo, han transmutado la materia de su vida (y de sus sueños) en inspiración artística? ¿En acicate para la creación de una obra tan rica en intensidad como en significación? Intensidad y significación en el sentido en el que las refiere Julio Cortázar para dar cuenta de dos de los elementos que, junto con la tensión, hacen de todo relato algo que, por su buena calidad, se fije en la memoria.
¿Significa esto que Liendo escribe solo desde su vida? ¿Qué de algún modo hay componentes autobiográficos en sus cuentos y novelas? Puede que sí; puede que no. Si bien es cierto que autor y narrador son entidades distintas (el primero es un ser de carne y hueso mientras el segundo es un constructo estético), nadie se separa de sí mismo en un cien por ciento al momento de narrar una historia con fines expresivos y poéticos. Bien lo advierte Víctor Bravo:
El relato de ficción puede atender a la creación por lo imaginario, pero es frecuente que, en atención a su necesidad de verosimilitud, se alimente del acontecer histórico. Lejano de todo compromiso con la condición de verdad, el relato de ficción puede asumir la referencialidad histórica en cumplimiento de la “datación”, o puede, en virtud de esa libertad con la condición de verdad, partir de la referencialidad histórica para transfigurarla en juegos de anacronismos, variaciones hiperbólicas, etc. (Ironía de la literatura. Maracaibo, Dirección de Cultura de la Universidad del Zulia, 1993, p. 42)
Los pactos de la ficción
Para nadie es un secreto que Eduardo Liendo, por sus ideas políticas, no solo estuvo en la cárcel como preso político a comienzos de la década de los sesenta sino que vivió también la experiencia de un exilio que lo llevó a conocer lugares como Holanda, Suiza y las desaparecidas Checoslovaquia y la Unión Soviética. Dos experiencias –la prisión y el exilio– que, lejos de socavarle el espíritu y amilanar su ánimo creativo, le animaron a emprender otra lucha, que no la armada, en la que no estuvo dispuesto a ser derrotado y sí muy convencido de lograr otro tipo de revolución: vencer con la palabra. Por eso mismo, y honrando la necesidad inherente a la ficción de establecer algún tipo de anclaje con la datación histórica, hizo de su propia memoria una de sus más fecundas referencialidades. Habiendo conocido el monstruo desde sus mismísimas entrañas, dedicó al Poder, a sus dinámicas y escarceos, cinco obras de lectura indispensable: El mago de la cara de vidrio, Los topos, Diario del enano, El round del olvido y El último fantasma.
En sentido estricto, no hay ni una sola de las obras de Eduardo Liendo en la que no se encuentre plasmado algún tipo de formulación sobre los entramados del Poder, sea cual sea su modo de hacerse manifiesto. Es un lugar común la idea de que, en su primera obra –basada en las cuitas de Ceferino Rodríguez Quiñónez y su enfrentamiento con un electrodoméstico–, el conflicto central sea la mala influencia de la televisión. Sin embargo, y aunque tiene mucho sentido (dada la influencia que ejerció en Liendo la obra de Antonio Pasquali sobre la cultura de masas), también se advierte en El mago de la cara de vidrio una gran metáfora sobre los que mandan y los que son mandados: el sempiterno meollo de la diatriba política. Primero el hogar de los Rodríguez y luego el manicomio son los escenarios en los que se decanta el ejercicio de la autoridad que decide. Las otras cuatro obras mencionadas son más explícitas en su planteamiento. Tanto, que alguna crítica cree advertir en ellas (así en Los topos, como en Diario del enano, El round del olvido y El último fantasma) representaciones más o menos fidedignas de momentos específicos de la historia venezolana. Como en cierto cine de estética realista, valdría hacer la advertencia de que cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. Liendo solo está como autor. Sus narradores y sus personajes –así como sus vivencias dentro de la trama– son otra cosa y pertenecen a un universo estrictamente ficcional por más que, en el proceso de lectura, se establezcan algunas coincidencias con el horizonte de expectativas derivado de la experiencia socio-histórica del receptor.
El mismo Eduardo Liendo lo ha dicho en distintos escenarios y ante diferentes públicos: de lo mejor que tiene ser escritor de ficciones es poder vivir, en una sola, varias vidas. Incluso, lo ha dejado por escrito, y así puede verificarse en su, hasta ahora, único abordaje teórico sobre la escritura como oficio:
En un escritor hay muchos escritores, también en un hombre hay muchos hombres. Lo que más me fascina de la literatura es la posibilidad ficticia de ser el otro, de ser uno y múltiple. Me gusta desplazarme en ese espacio en que habitan por igual el humorismo y el sentimiento trágico de la vida. Ser zorro y pez, nube y cometa, héroe y ratero, espuma y roca, eco y silencio. (En torno al oficio de escritor, p. 98)
Itinerario de una obsesión
La gran virtud de los espejos es devolver imágenes, pero la imagen especular suele ser caprichosa, arbitraria, aleatoria y, en ocasiones, cruel. Rara vez la imagen en el espejo coincide y concuerda con la imagen de quien se mira. A mayor disimilitud, mayor horror; aunque el espanto más grande podría resultar de la semejanza absoluta. En cualquiera de los dos casos, el juego de pares se vuelve macabro.
A mediados del siglo XIX, Sören Kierkegaard (1813-1855) –en un tratado que escribió a partir de una experiencia amorosa– trató el fenómeno de la repetición. En su ensayo, inscrito en el ámbito de la psicología experimental, el autor señala:
El que no ha comprendido que la vida es repetición y que en esta estriba la belleza de la vida misma es un pobre hombre que ya se ha juzgado a sí mismo y que no merece otra cosa mejor que morir en el acto sin necesidad de aguardar a que las Parcas corten el hilo de sus días (…) La repetición es la realidad y la necesidad de la existencia. (La repetición. Madrid, Guadarrama, 1976, p. 132)
Puede que Liendo haya leído a Kierkegaard. Puede que no. Pero en “la isla de las pasiones literarias” –ese espacio de la prisión (isla de Tacarigua) reservado para la preservación de los libros y que tan poéticamente recreó en su novela Contigo en la distancia– es muy probable que sí haya leído a Johann Paul Friedrich Richter (mejor conocido como Jean Paul), a E. T. A. Hoffmann, a Dostoievski, a Robert Louis Stevenson, a Oscar Wilde, a Guy de Maupassant, a Balzac o a Edgar Allan Poe. En su momento, todos ellos exploraron el tema del doble, el horror del hombre escindido entre su bien y su mal: las dos caras de la humana naturaleza. De modo palmario quedó reflejada la exploración del hombre en El retrato de Dorian Gray (Wilde), en El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde (Stevenson), en el drama de Los hermanos Karamazov (Dostoievski), en El corazón de Ágata o Los elíxires del diablo (estas dos últimas piezas, de Hoffmann). El mismo Balzac, en La piel de zapa, muestra cómo se cumple la premisa de Kierkegaard en cuanto a los ámbitos (interno y externo, objetivo y subjetivo) en los que el hombre se permite ser.
En Latinoamérica, autores como Alfonso Reyes, Arturo Laguado, Borges y Cortázar han hecho lo propio. Mario Benedetti, sin estar precisamente obsesionado con el tema del doble, dejó para la historia «El otro yo». Asimismo, en 1927, en La tienda de muñecos, Julio Garmendia incluyó un relato de título parecido, «El difunto yo». Un drama que se zanjó con la muerte ante la imposibilidad de convivencia entre Andrés R y su alter ego: un impresentable que mandaba al garete la compuesta bonhomía del original: del yo frente al espejo.
Entre otros nombres que podríamos citar antes de llegar a Eduardo Liendo y su exploración de la alteridad, es obligatorio mencionar el de Felisberto Hernández (1902-1964). Dos fueron sus grandes obsesiones: la presencia de los espejos y el cuerpo fragmentado. Sin duda, un maestro a cuya obra y talento Liendo le rinde particular tributo por razones de merecida admiración. Admiración de la que el mismo Liendo se ha hecho acreedor por su acierto estético, expresivo e ideológico al explorar en su obra la figura del hombre par, del hombre espejo, del hombre escindido, del hombre proyectado, encubierto, enmascarado, muerto y redivivo.
Algunos críticos, ciertos lectores –dice Liendo en En torno al oficio de escritor– han advertido la temática del doble como una constante que subyace en mis narraciones. Considero que en buena medida es así, aunque inicialmente no estuve muy consciente de tal predisposición. Pero ahora me resulta claro que en El mago de la cara de vidrio (1973), Mascarada (1978), Los platos del diablo (1985), El cocodrilo rojo (1987), Si yo fuera Pedro Infante (1989), y en novelas y cuentos escritos con posterioridad a la primera redacción de este texto: Diario del enano (1995), El round del olvido (2002) y El último fantasma (2008) se puede constatar el itinerario de una obsesión por la otredad, la sombra del alter ego.
Eduardo Liendo no escribe para actuar públicamente. No le interesa parecer un escritor (eso es fácil, sobran artificios para ello). Le interesa, sí, que sus libros existan de verdad y que tengan lectores de verdad. Llama la atención la sorpresa que subyace a su verificación, postrera, sobre la exploración del doble como constante de su trabajo literario. Que él mismo no haya actuado ex profeso en ese sentido, que no lo haya planificado, no hace sino corroborar que la suya es, sin lugar a dudas, una obra consistente, orgánica, cuya lectura le abre al receptor la posibilidad de prefigurar un estilo y una línea invisible que surca transversalmente la obra toda como recurrencia, como obsesión, como preocupación temática.
Eritza Liendo
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