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Algo debo haber hecho mal, o no sería tan famoso
Robert Louis Stevenson
Cualquiera que haya leído muy atentamente algunos cuentos de Borges tales como, digamos, “El aleph”, “La memoria de Shakespeare”, “Pierre Menard, autor del Quijote”, “El sur” o “Las ruinas circulares” podría reconocer que se trata, en el fondo, del mismo cuento. Borges estaba demasiado limitado por la literatura. Su vida entera fue la de un lector, poco más. Pero lector sagaz e incansable que pudo delinear su prodigiosa capacidad de creador gracias precisamente al dibujo imaginario que contenían sus relatos: en todos la acción fundamental transcurre en la interioridad del protagonista, en el campo imaginario, en el juego intelectual que a veces roza lo místico, lo metafísico o lo onírico. Afuera acontece muy poco. Un reflejo (o espejo) muy evidente de su vida antes de que ocurriera esa conjunción estelar apoteósica que lo condenó a ser celebridad universal. Una fama tardía, por cierto, que llegó con la ceguera ya definitiva. Curioso paralelismo simbólico: el Borges más famoso es el anciano ciego ayudado por un bastón de un lado y por su secretaria del otro, que iba a dar conferencias a universidades e instituciones académicas por todo el orbe como un rock star.
La última secretaria –guardadora de secretos- que tuvo, al parecer, mostró unas cualidades tan apreciables para él que lo decidieron a hacer de ella su esposa (Borges ya había estado casado alguna vez) que, a estas alturas, significaba esencialmente ser su confidente definitiva, su albacea y su heredera. La celadora de su obra durante las próximas décadas, mientras transcurría el tiempo más que prudencial para que los derechos intelectuales se liberaran. María Kodama, la secretaria-esposa, ha estado ejerciendo su papel de viuda y celadora de forma enérgica. Ha resguardado la obra celosamente y ha disfrutado de sus cuantiosas regalías. Así lo quiso el último Borges, y él sabría lo que hacía. O tal vez no. Pero es igual: Kodama se ha convertido en un personaje-apéndice del universo borgeano y, acaso, su obra maestra más incomprendida.
El penúltimo incidente polémico ocurrió con la publicación en 2009 del cuento “El aleph engordado” de Pablo Katchadjian. Se trató, según el autor, de un experimento literario y, además, pretendía honrar la obra borgeana. Agregó 5600 palabras al texto original de Borges. Lo hizo creyendo firmemente en la libertad artística y la posibilidad de intervención de una obra tan celebérrima. Dos detalles le hicieron creer que esta acción estaría blindada: sólo se editarían 200 ejemplares (no habría interés comercial directo) y la obra era tan absurdamente conocida que no cabría pensar que la apropiación indebida formaba parte del caso. Pero Katchadjian olvidó un detalle: pedir permiso a la portadora de los derechos del texto original. Esto último impulsó a María Kodama a iniciar una demanda cuyo litigio terminaría ganando con cierta facilidad. El cuento de Katchadjian reproducía la secuencia de 4000 palabras del texto original de Borges y no contaba con un permiso escrito para eso. Kodama además alegaba que Katchadjian sólo estaba interesado en aviviar una polémica para hacerse famoso con el episodio y lograr notoriedad e incluso interés de la prensa y la crítica por su propia obra. Kodama terminó, entonces, haciéndole el favor. César Aira y Ricardo Piglia manifestaron su apoyo hacia Katchadjian abogando por la libertad artística, el juego literario experimental y las libertades intertextuales que el propio Borges se tomaba en algunas de sus creaciones. Pero los derechos de autor los tiene una persona de carne y hueso que es libre de entender o no esos experimentos literarios. En definitiva, se trata de un caso que revela la vena inmadura que recorre el mundo de agentes literarios, apoderados, editores y hasta escritores cuando está en juego dinero, reconocimiento y ajuste a la legalidad. No creo que el texto de Katchadjian tenga mérito alguno. No sé para qué hizo ese experimento y, de considerarlo pertinente o valioso artísticamente, nada le costaba pedir permiso antes o perdón después. Infringió la ley de forma evidente. Y argumentar libertad creativa para transgredir leyes no se sostiene en ningún juzgado. Es casi infantil. En cuanto a María Kodama, tal vez se equivoca también. Ha entendido mal su papel y se ha convertido en una especie de policía déspota de la obra borgeana. Pudo haber dado un toque de atención sutil a Katchadjian o a su editor, permitir esa publicación (tan inocua) y evitar precisamente la polémica. Tal vez a ella misma le interese polemizar y entrar con cierta frecuencia en el ruedo mediático para hacer confluir su nombre con el de la posteridad borgeana cada vez más. Quién sabe.
Otro caso vergonzoso es el que ha rodeado el retiro de los derechos editoriales que ha hecho la viuda de Roberto Bolaño, Carolina López, del grupo Herralde en favor del grupo Alfaguara. El caso es sencillo y no debería ofrecer mayor explicación: la portadora de los derechos de autoría de la obra de Bolaño es Carolina López y esta decidió cambiar de editor porque vio condiciones más ventajosas en la oferta recibida por Alfaguara. El asunto debería acabar allí. Dos más dos es cuatro. Punto y final. Pero no. Los dolientes del grupo Herralde no han digerido bien el asunto (recordemos que se trata de millones de euros en juego) y han decidido empantanar el episodio. Ignacio Echeverría, amigo y supuesto albacea de Bolaño, ha cargado contra Carolina López y ha involucrado un chisme de telenovelas (una supuesta relación extramarital) que explicaría el malestar de López con Echeverría y con Herralde. La falta de gallardía y decencia es evidente. No comprendo cómo Echeverría pueda creer que al público lector de Bolaño le pueda interesar ese chisme. Carolina López tiene los derechos de autoría y por mucho que uno considere que los emplee mal, pues tiene el derecho de hacer lo que le plazca con ellos. No es tan difícil de entender.
Pretender que determinadas personas por ser “especialistas” tengan mejor conocimiento o más agudeza de apreciación con la herencia literaria de escritores ya fallecidos que quienes poseen los derechos intelectuales de dichas obras es un espejismo tan ingenuo como pedante. María Kodama o Carolina López, por citar a dos viudas “famosas”, algo habrán hecho para ganarse la condición de ser las propietarias del vasto emporio millonario que poseen y que, sin embargo, no parecen tan interesadas en ostentar. Bastante peso han tenido que soportar ya, y además están condenadas a vivir bajo una sombra inconmensurable el resto de sus vidas. Más bien habría que valorarlas desde una dimensión de empatía y comprensión. Muy pocos quisieran estar en esos zapatos. Hay una diferencia grande entre tener un conocimiento vasto de la obra de un autor admirado y creer que uno está en la obligación de intervenir en el quehacer literario de su universo, incluido el legado económico.
Hablando de sombras gigantescas, pocas personas han logrado compaginar de forma tan brillante el talento literario con el exagerado reconocimiento. Muchos de los que llamamos “grandes escritores” en la actualidad, fueron parias en su tiempo; pero también hubo quienes conocieron un éxito abrumador y casi desmesurado en vida. Pienso por ejemplo en Thomas Mann, una de las mentes mejor dotadas para la composición de novelas de todo el siglo XX. Su obra es tan fascinante que constituye casi un insulto al intelectual promedio. Buddenbrooks, José y sus hermanos o Félix Krull son absolutas obras maestras difíciles de calibrar en su justa dimensión. Cada vez que las leo me sorprenden más. Cómo un escritor puede llegar a ser tan perspicaz, irónico y efectista siendo a la vez tan refinado, culto y profundo. Sin embargo, alrededor de una figura solar tan incandescente como la de Thomas Mann intentaron brillar también otros grandes artistas de su sangre: su hermano Heinrich, sus hijos Erika, Klaus y Michael, su nieto Frido. Ser hermano, esposa, hijo o nieto de Thomas Mann debió ser una experiencia particularmente dura. Estar condenado a vivir bajo una sombra tan oscura y húmeda como esa, siendo todos tan sensibles y talentosos a su vez. Además de la llamada pulsión “tanática” de esa familia (muchas veces estudiada): el suicidio de dos de sus hermanas, y de dos de sus hijos, y también el intento de suicidio de muchos otros miembros de la familia.
Thomas Mann era un hombre de secretos, de represiones, de abismos. Su literatura terminó siendo un espléndido conducto de escape a muchos de sus fantasmas interiores. Supo moverse con astucia y naturalidad en medio de la fama desmedida (muy ayudado por su esposa Katia, auténtico soporte anímico, físico y psíquico); pero era inevitable generar en su entorno excesiva opacidad. Incluso su hermano Heinrich que logró una cierta notoriedad como intelectual (autor de novelas importantes como El Profesor Unrat que después de la película pasaría a llamarse El ángel azul o El súbdito), al final dependía económicamente de su hermano, y en California todavía sentía la humillación porque ni su hermano ni su cuñada aprobaban su relación sentimental con Nelly Kröger.
Peor lo tuvo su hijo Klaus, uno de los intelectuales más talentosos y versátiles de todo el siglo XX alemán que acabaría suicidándose. Su multiplicidad de actividades orientadas hacia el arte, la escritura, el teatro y la sensibilidad social y política lo llevaron a convertirse en una de las voces más lúcidas de la intelectualidad alemana en pleno auge del nazismo. Fue un crítico feroz del fascismo allá donde se levantara: participó como corresponsal durante la Guerra Civil española y formó parte del frente antifascista, militó en el ejército norteamericano en la Segunda Guerra Mundial, pudo entrevistar a muchas personalidades alemanas antes del fin de la guerra, incluido a Göring. Fue investigado por el FBI por ser sospechoso de comunismo y/o homosexualidad (no se sabría qué era peor en tiempos del macarthismo). Su obra genial encuentra su mejor forma en dos de sus novelas más conocidas: Mephisto y El volcán. Estudió con particular agudeza –y antes que Hanna Arendt- los soterrados mecanismos que convierten a una sociedad entera en cómplice de la barbarie. Su anti-nazismo fue cabal desde el principio, sin ambages. Tuvo una lucidez de perspectiva que ni siquiera su padre pudo lograr tan pronto (muchos pasajes de Consideraciones de un apolítico son lamentables). Pero Klaus no pudo librarse de sus demonios internos como sí lo había hecho su padre. Sucumbió a ese doble tormento: no poder consigo mismo y no poder con la sombra de su propio padre (¿es lo mismo?).
Estas sombras funestas no son exclusividad del escritor consagrado; cualquier figura célebre, de la profesión u oficio que sea, está condenado, en mayor o menor medida, a dispersar en torno a sí ese hedor nefasto que produce el peso de la fama (ese monstruo escalofriante y terrible que describe Virgilio). Lo curioso es que se supone que el escritor es quien debería ser el más agudo conocedor de los males que la fama infunde a largo plazo. Muchos parecen muy lúcidos cuando empiezan a relativizar la consagración, pero eso siempre viene después de que la han alcanzado. Wilde decía que había dos tragedias en esta vida: una era no conseguir lo que se deseaba, la otra, muchísimo peor, era conseguirlo. No creo que Borges estaría escandalizado por “El aleph engordado”, pero seguramente estaría horrorizado por ese título y esa pretensión tan banal. Su Martín Fierro intervenido es mucho más sutil y mucho más original. Además, ese experimento fútil de Katchadjian sólo podía constituir un guiño interesante si se hubiese hecho con Pierre Menard. Pero bueno, Pierre Menard engordado como que no sonaba tan bien para la polémica. Los caminos hacia la fama son inescrutables.
Juan Pablo Gómez
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