LiteraturaNotas con caneta

Raphael Baldaya, astrólogo del laberinto lisboeta

Detall de “Fernando Pessoa reading Orpheu” (1954), de Almada Negreiros

30/06/2018
No soy nada
Nunca seré nada
No puedo querer ser nada
Aparte de eso, tengo en mí todos los sueños del mundo.
Álvaro de Campos.

Nada más absurdo que ver a las hordas de turistas manosear la estatua del gran poeta en el café A brasileira o empastar su rostro en las ruines t-shirts que, junto a los galos de Barcelo, desean ser el souvenir más vendido de Lisboa. Portugal hace una venta vil de Pessoa, pero comprensible a la vez. Los turistas lo compran, pensando que cada quien, en su fuero interno, sí lo lee y lo comprende. Quién sabe qué pensaría el poeta. Quizás forma parte de su secreto laberinto ideado a lo largo de toda su obra y mucho más borgiano que el de Borges. La discreta vida de Pessoa es parte de la tramoya. El foco debe ser la obra, pero esta, oblicuamente, permuta el interés en la persona, que huye de sí misma y se desintegra en varias posibilidades: eso que llaman los heterónimos. Los otros nombres varios: caracteres, aficiones, personalidades distintas. En Literatura, más que nada, estilos diferentes. Álvaro de Campos o Alberto Caeiro se asemejan en el tacto sutil de la nada; pero tienen forman distintas de asimilar la existencia y de escribir. Ese sistema de heteronimia no es sólo perspicacia artística o multiplicidad de enunciados, sino el más evidente de los atributos (o defectos) geminianos: ser muchos seres a la vez y padeciéndolos a todos. Ese peso de más siempre a cuestas en el sube y baja lisboeta. Sentir en carne propia que una sola existencia, un solo estilo, una sola forma de ser no bastan. Lo multiforme y lo proteico acechan a toda hora; mejor darles orden o forma al líquido mercurial: dejar que coja cauce en pequeñas cuestas que forman laberintos, como medinas árabes. Lo arabesco abigarra y estimula los sentidos. La poesía de Pessoa es una forma de salida al drama del no conocimiento, pero es también una puerta a la sospecha. Paul Ricoer pudo incluir a Pessoa en su Escuela de la Sospecha. Nietzsche, Freud y Marx quizás son tres de los cuatro ángulos. Lo que pasa es que Pessoa es tan disoluto, que su cosmovisión no halla asidero fuera del arte. La lucha de Nietzsche contra la moral, de Freud contra la represión, de Marx contra la alienación de la Historia encuentra el epítome perfecto en la lucha contra la lucha. No más resistencia. Cuando la existencia asume, vuelta obra de arte, su nada.

Raphael Baldaya fue el heterónimo que escogió Pessoa para su faceta de astrólogo. No sólo ofrecía consultas en la misteriosa Lisboa de principios del siglo XX, sino repartía tarjetas de presentación “Raphael Baldaya, astrólogo”. Podemos imaginar que estas consultas resultaron más lucrativas que sus trabajos como oficinista y traductor. Pero su interés, como siempre, trascendía el monetario. Muchos astrólogos afirman que su sistema de heterónimos podría comprenderse más cabalmente si se cuenta con conocimientos astrológicos. No puedo no imaginar que algo de razón hay en ello, pero la poesía puede con eso de todos modos. La astrología, como la poesía, es una de las formas más acabadas que tiene el ser humano para entregarse a la convicción de que hay un dibujo armónico y todo ocurre por algo, es decir, hay un orden superior, eso que los griegos llamaban simplemente “cosmos”. La secuencia vital es el detalle pormenorizado. La poesía de Pessoa es muchas cosas, pero sobre todas, es la toma de aliento entre el dolor de la propia decadencia del individuo atado al tiempo y la plenitud de saberse parte de un todo atemporal. Como para Ezra Pound o Nietzsche, lo que más duele es la atadura de la tierra, los pies pegados a ella. Por eso Dionisos libera, danza como rito y celebración del que quiere despegar. Qué es la danza, el baile, la forma de mantener movimiento y que los pies pasen, a través del ritmo, el menos tiempo posible en la tierra.

Fernando Pessoa anticipó, astrológicamente, su propia muerte: sería en mayo de 1935. Se equivocó por seis meses. Tal vez algún error en la hora de nacimiento que le habrían dado. También se hizo con su propia muerte, al estilo de Rilke: padecimientos hepáticos. Había nacido el día de Santo Antonio, patrono lisboeta, 13 de junio de 1888. Su juventud en Sudáfrica y su anodino regreso a Portugal lastraron un espíritu que hizo de la disertación filosófica poesía, porque son lo mismo. Su heteronimia y sus vocaciones e intereses múltiples le permitían la clarividencia de que todas las disciplinas intelectuales, espirituales y emocionales están conectadas o son la misma. Así se construyó los puentes de pensamiento como si se tratase de la carretera a Sintra: la atraviesa y no a la vez. La astrología tiene mucho de esa comunión: reunir saberes, intuiciones, experiencias y tratar de vislumbrar el laberinto, no ya para salir de él, sino para evitar choques con murales.

Lisboa es tan astrológica que envuelve el laberinto en una amalgama de calles que repiten la historia incesante y circular del hombre que quiere despegar los pies del suelo y empieza por mirar a los astros. Cada tanto, encuentro en Alfama o Intendente avisos tenues y opacados por el tiempo que dicen “astrológo” y un número de teléfono que quién sabe si existirá. Las tabacarias son las mismas. Y el viejito que toma cerveza en la esquina del café, es el mismo que consultó hace siglos a los astros. La poesía de Pessoa lo resiste todo, incluso a los guiris, al turismo de masas y al manoseo. Hasta Tabacaria resiste a la traducción de Octavio Paz (“poesía es aquello que se pierde en la traducción” dijo siempre Robert Frost). La astrología es ese esoterismo milenario que encierra todos los conocimientos y cruza el camino entre el vate, el chamán y el filósofo. Pessoa encarna con su nadería esa expresión desdeñosa del anciano cansado que incrusta un gesto en su rostro y abandona la idea de ser poeta para convertirse, él mismo, en poético.


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