Perspectivas

La historia debe continuar

13/12/2019

Fotografía del Centro Nacional de la Historia

Mientras Venezuela va entrando en un sopor de sometimiento y miseria, en Chile persiste una ola de violencia y destrucción.

Nuestros países suelen pasar por ciclos semejantes, pero en distintas épocas, y no nos percatamos de estar viviendo una misma historia con ritmos y secuencias diferentes. Aunque hoy existen importantes diferencias entre la situación chilena y la venezolana, encuentro semejanzas entre los hechos que comenzaron en Santiago en octubre de 2019 y los del Caracazo en febrero de 1989.

Hace treinta años, aunque Venezuela había entrado en una alarmante recesión, parecía mantener los mejores índices económicos de Latinoamérica y, apenas comenzando el segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez, se plantearon medidas destinadas a sincerar y orientar la economía. Algunos sostienen que fue una sana estrategia económica y una precipitada movida política, como si fueran dos ciencias independientes. Esta “saludable precipitación” produjo como reacción una ola de saqueos inmediata y arrolladora. Había algo profundo y perentorio que no se había tomado en cuenta y se desató una explosión social sin precedentes en nuestra historia (las cifras oficiales reportan 276 muertos; reportes extraoficiales hablan de más de 3000 desaparecidos). En una semana cambiaría el rumbo y el sentido de la política venezolana.

Los sucesos de Chile se han extendido con virulencia a más ciudades y por más tiempo. A semejanza del Caracazo, la revuelta comienza con un aumento en la tarifa de transporte y ocurre cuando Chile también se ufana de esos dichosos índices que celebran una realidad y ocultan otra. La diferencia que más impresiona es que el Caracazo se centró en los saqueos, desde comida en supermercados hasta electrodomésticos, mientras en Santiago la embestida se inicia contra las estaciones de metro, una acción que no trae ninguna ventaja; al contrario, se está destruyendo masivamente el medio de transporte más popular y económico. La incidencia recuerda un grafiti de los años setenta que propone una medida algo más sensata: “Mejore el tránsito, queme su carro”.

Este tipo de reacción es semejante a la ocurrida en Barcelona hace dos meses. Ante las sentencias a líderes del independentismo desde Madrid, los manifestantes desatan una furia contra la propia Barcelona. Es como si, al enfadarme con mi vecino, en represalia, reventara a patadas la puerta de mi casa y quemara la basura en la sala.

En los tres casos, Caracas en 1989, Santiago y Barcelona en el 2019, los actores suponen que los daños contra su propia ciudad serán eventualmente reparados. Ya en Santiago se anunció que los trabajos para dos nuevas líneas de Metro serán suspendidos para concentrar los recursos en volver a poner en funcionamiento las paradas existentes.

Esta relación de supuesta bonanza y evidente conmoción es el reverso del estado actual de Venezuela, con sus estruendosas carencias y aparente sumisión. Los servicios públicos apenas sobreviven y no hay recursos para reemplazar lo que se pierda. Cuando se está al borde del desfallecimiento solo hay fuerzas para sobrevivir, tanto para el mínimo porcentaje de la población que acude con dólares a los bodegones de productos importados, como para la inmensa mayoría dependiente del CLAP. No obstante, empiezan a circular mensajes: “Caracas está mejor que nunca, más segura”, incluso celebramos que vuelva a haber tráfico en las calles. Si continua este gobierno de rapiña y dominación, después de ese nunca ya no habrá nada.

El Caracazo se dio a finales de febrero de 1989. Ese mismo año ocurrió la caída del Muro de Berlín y un joven politólogo llamado Francis Fukuyama publicó un ensayo que más tarde se convertiría en su famoso libro de 1992: El fin de la historia y el último hombre, donde propone que ha triunfado la democracia liberal de Hegel sobre la sociedad comunista de Marx. Buena parte del mundo occidental estaba encantado con ese final apoteósico de la evolución ideológica. Occidente se ufanaba de que las democracias pasaban a ser la única opción al permitir una economía de libre mercado, un gobierno representativo y derechos jurídicos. Fukuyama tuvo sus años de gloria mientras se multiplicaban por tres (de 35 a casi 120) el número de democracias.

El que las profecías auspiciosas revelen su lado oscuro es cuestión de tiempo. En un reciente artículo, el economista francés Marc Bassets propone que el año 2019 es, en algunos aspectos, el exacto contrario de 1989. La cólera y el miedo han sucedido a la esperanza. Dicho de otra manera: el triunfo de las democracias liberales en 1989 fue el prólogo de la crisis que se está evidenciando en 2019.

Si examinamos los hechos que se dieron en ese año inaugural de 1989, podemos decir que Caracas, con su sorpresivo e inédito Caracazo, fue una pionera. Justo en el año de la celebración y la esperanza, ofrecimos un cruento espectáculo de cólera y miedo al que nadie supo encontrar una explicación lógica. Era preferible gastar las energías buscando provechos políticos, como supo hacer Caldera y luego Chávez.

Treinta años más tarde, se habla más del ascenso de los capitalismos autoritarios de China y de Rusia, del Brexit, del cinismo de Trump, que de la desnaturalización de las democracias, mientras Fukuyama intenta explicar qué diablos le sucedió a su profecía: “Es un movimiento preocupante, en el que los políticos usan su legitimidad democrática para atacar las partes liberales del sistema, como la Constitución, las instituciones, etcétera”. Nos habla de un nacionalpopulismo. Lo cierto es que el síntoma más grave del estado de las democracias no es la merma en su cantidad sino su nivel de perversión. Hace tres décadas fuimos pioneros de lo que hoy sucede en Chile. Hoy somos un ejemplo consolidado de cómo las democracias pueden tornarse contra sí mismas usando su auspicioso nombre para corromper su esencia.

Bassets nos ofrece una frase del mariscal polaco Pilsudski: “Ganar y dormirse en los laureles es una derrota. Perder y no rendirse es una victoria”. Los venezolanos nos dormimos en los laureles de nuestra democracia y de nuestras riquezas; después perdimos ambas fuentes de dicha y ahora estamos rindiéndonos lentamente. Somos, para decirlo educadamente, una premonición que deberían estudiar bien los chilenos.

En la ineludible revisión de sus teorías, treinta años después, Fukuyama le da más importancia a lo que llamó “el segundo motor de la historia”. Se está refiriendo a la determinante más difícil de medir y catalogar: el ser humano. Deja a un lado la economía para insistir en la necesidad de ser reconocidos como realmente somos y sea respetada nuestra dignidad. Quizás esta sea la principal razón —aparte de cuanto haya sido o no manipulada y desvirtuada— del estallido de Caracas en 1989, Santiago y Barcelona en 2019. Un artículo de esta semana en la revista The New Yorker se titula: Los movimientos de protesta en Hong Kong y la lucha por el alma de la ciudad.

No sé si Fukuyama mantenga hoy con el mismo fuelle su demostración de que la democracia liberal es capaz de transformar el reconocimiento personal, fuente y centro de los conflictos, en un reconocimiento universal y ecuménico que incluya a todas las etnias y las religiones, a las diferentes sociedades y culturas. O mejor vamos a hablar de las “diferentes historias”, pues en el proceso de definir qué es la historia, para qué y a quiénes sirve, nos aguarda un tema tan apasionante y esclarecedor como desconcertante y ambiguo. Vamos a partir entonces de las líneas que Fukuyama le había dedicado en su libro al papel que juega la historia en el futuro de la humanidad:

 El mundo estará dividido entre una parte poshistórica y una parte todavía aferrada a la historia. En el mundo poshistórico, el eje principal de interacción entre los Estados será económico, mientras el mundo histórico estará todavía fisurado por una diversidad de conflictos religiosos, nacionales e ideológicos dependiendo del grado de desarrollo de cada país, un mundo en el cual seguirán aplicando las viejas reglas de la política de poder».

 Aquí tenemos lo que subyace bajo el título de su libro, El fin de la historia y el último hombre. Según Fukuyama, para que se llegue a dar ese definitivo final deberá prevalecer una sola y definitiva historia, que basa su unicidad en que ya nadie estará aferrado a ella. Al liberarnos del peso de nuestra propia y particular historia, podremos entrar de lleno en la dinámica de las democracias liberales. Ya la prosperidad económica y científica se encargarán de ofrecer una versión en la que, como bien puedan, los hombres reconocerán y encontrará su valor y su dignidad. (Mucho me temo que ciertamente ya existe esa historia final y ese cometido universal, y consiste en salvar el planeta o asistir divididos a su destrucción).

Fukuyama agrega a su profética prédica un comentario sobre el que no se extiende demasiado: el ataque de Marx al historicismo que tanto apasionaba a Hegel, argumentando que ese Nirvana liberal y liberador no representaba una universalización de la libertad sino tan solo la victoria de una clase particular, la burguesía.

Creemos que Marx tiene bastante razón. Aparte de que la historia sea burguesa o proletaria, ciertamente nunca será neutral. Tal como ocurrió con el Caracazo, habrá de suceder con la llamada “Primavera de Chile”. La política querrá encargarse de definirle unas causas en el pasado y unas consecuencias para el futuro; en definitiva: de escribirle una historia. El arte de hacer política es convertir un estado de cosas en cosas de Estado.

La necesidad de reconocimiento y dignidad comenzó siendo el tema central del chavismo de Venezuela. Las maniobras historicistas para encauzar esta ansiedad no tuvieron pudor, desde girar el cuello de un caballo hasta sacarnos de nuestra zona horaria por media hora. Los héroes cambiaron de podio y algunos fueron execrados. La exposición de la imagen de Bolívar se llevó hasta la necrofilia y lo antropológico (en Chile ya se habla de que el pueblo quiere un examen de la historia reciente y pasada. En Arica derribaron una estatua de Colón y en Temuco removieron la cabeza de la estatua del conquistador Pedro de Valdivia, fundador de Santiago, y la colgaron en las manos de la estatua de Caupolicán, un guerrero mapuche, héroe de la resistencia ante el Imperio Español. A mi entender, derribar la estatua de un héroe es tan tonto como erigirla).

En medio de nuestro simbólico espectáculo, la dignidad de los venezolanos iría siendo violada por el Estado que debía protegerla, a tal punto que el mantenimiento organizado de esta violación ha pasado a ser el primer objetivo y el principal sostén del actual gobierno. Ya no es la consecuencia de una política perniciosa y rapaz, ahora es la clave de su continuidad.

La principal víctima de este proceso es la capacidad de reconocernos. Andrés Cardinale me dijo una vez que los pueblos tienen historia en la medida que son capaces de imaginarla. Hemos perdido la capacidad de imaginar un futuro, de articularlo con nuestro pasado y nuestro presente. Estamos dominados por un Estado que nos mantiene entre la postración y la histeria, una plataforma donde el acontecer parece rebotar sin transformarse en experiencias. Escribía hace años el analista junguiano Rafael López Pedraza: «Todo lo que acontece se queda en la superficialidad de esa histeria, sin llegar a tocar los estratos de la historia personal ni la historia del hombre sobre la tierra».

La pregunta que ahora quisiera responder, o al menos articular, es si subsiste algo que podamos llamar “nuestra historia”, una narrativa que nos convoque y dé coherencia, que nos permita reconocernos y presentarnos dignamente, con lucidez y sin complejos, ante esa supuesta poshistoricidad que pretende ser el carnet de entrada al internacional concierto de las democracias liberales.

Hoy leo en un artículo de Mariano Nava Contreras, ¿A dónde va el pensamiento venezolano?, acerca de un congreso en Atenas, donde el latinoamericanista serbio Slobodan Pajovic pronunció un discurso titulado: ¿Existe un pensamiento latinoamericano? Me complace y preocupa que la pregunta viaje por el mundo revelando su importancia y su urgencia por encontrar una respuesta.

Para que pueda existir un pensamiento, el primer paso es sentir en carne propia la necesidad de tenerlo. En nuestro caso, ante una historia pervertida, que convirtió el proceso de reconocimiento en una exaltación del resentimiento, es evidente la necesidad que tenemos de reencontrar los hilos. La tarea para los venezolanos es tan vital como en revesada, llena vueltas y entrecruzamientos, pues nos encontramos en medio de un remolino estancado que ni fluye ni deja de girar.

Acabamos de ver el documental Stories we tell. Trata sobre unos hermanos que exploran secretos sobre su propia madre. Al inicio, el hermano mayor lee un fragmento de Alias Grace, la hermosa novela de Margaret Atwood. Siento que describe bien nuestra terrible dificultad de articular una historia al avanzar en círculos que retornan a un mismo hundimiento:

Cuando estás en el medio de una historia no es realmente una historia, sino una confusión, un oscuro rugido, una ceguera, restos de vidrios rotos y maderas astilladas; como una casa en un torbellino, o como un barco aplastado por los icebergs o arrastrado por fuertes corrientes mientras la tripulación no puede controlarlo. Es solo después que puede convertirse en algo parecido a una historia. Cuando te la estás contando a ti mismo o a otra persona.

Así nos hemos sentido por demasiado tiempo, sumidos en una ciega confusión mientras nuestro centro, esa fuente misteriosa desde donde tratamos de interpretar nuestras vidas, es arrastrado por corrientes que no podemos controlar. Y ahora, cuando parece amainar la tormenta y podríamos empezar a entender qué está sucediendo, nos asomamos a una realidad aún más sórdida y dolorosa, la de una agonía que comienza a ser percibida como una ciudad segura y en calma. El país con los peores índices económicos y humanitarios de Latinoamérica, es en estos días el más apaciguado y exhausto. Hay historias políticas que solo tienen sentido como epitafios.

Una de las dificultades que tenemos para hablar de “nuestra historia” es que no estamos hablando necesariamente de algo colectivo, puede incluir también un tema íntimo, personal. En cambio, para los anglosajones la historia no suele referirse a una sola persona, sino a una colectividad; es más plural que singular. Nadie dice the history of my life sino the story of my life. Por eso el documental se titula Stories we tell. Sencillamente, Histories we tell no funciona ni existe.

Si es cierto que en todo idioma se gesta y consolida una particular visión del mundo, en lo que a la lengua inglesa concierne, la historia, además de ser colectiva, no puede ser confusa ni estar a medio camino. Solo puede tratar sobre eventos que ya han sido definidos, organizados e interpretados. Como ya vimos en la visión de Fukuyama, está en su naturaleza el pretender imponer un acuerdo y despreciar las versiones que no cumplan sus normas de calidad.

Nuestra Real Academia abre el compás con una amplitud desconcertante. Primero define “historia” como la “narración y exposición de los acontecimientos pasados y dignos de memoria, sean públicos o privados”, incluyendo lo vivido por una sola persona; luego añade entre sus acepciones “lo ocurrido a alguien a lo largo de su vida”, “cualquier aventura o suceso”, las “narraciones inventadas”, las “mentiras o pretextos” y los “cuentos, chismes y enredos”. De manera que, para mal o para bien, los hispanos aceptamos que la historia puede ser personal, algo incierta, e incluso una solemne mentira y hasta un chisme. De este punto a las calumnias queda muy poco por transitar.

Para Margaret Atwood, un marasmo confuso, oscuro, aporreado y a la deriva no es una historia, ni siquiera cuando se asienta y revela su verdadera condición. Por eso escribe: When you are in the middle of a story it isn’t a story at all, but only a confusion.

En la misma novela, justo antes del párrafo que hemos traducido, Grace se está levantando de la cama y piensa:

Llegó la mañana y es hora de levantarme. Hoy debo continuar con mi historia (story). O la historia (story) debe continuar conmigo, cargándome dentro de ella, a lo largo de la senda que debe recorrer directamente hasta el final.

Grace se encuentra presa y puede que sea inocente. Nosotros enfrentamos la libertad y la angustiosa posibilidad de escribir una historia que unifique y de sentido y propósito a nuestras verdades, pero continuamos sumidos en los mismos cuentos y chismes,pretextos y enredos. Pareciera que no está en nuestra lengua el establecer una separación entre los extremos de la realidad y la ficción. Encuentro evidencias de cómo se funden en nuestro idioma en cuanto observo. Mientras escribo este ensayo, leo una frase de Juan José Millás y quedo bajo su hechizo: “Lo que llamamos realidad es un delirio consensuado”. En el texto que incluye esa frase, Millás recuerda la definición que Freud nos ofrece de lo siniestro: “Es aquello que se produce cuando uno está ante un acontecimiento que es simultáneamente familiar y ajeno”.

La primera vez que me asomé a la dualidad que ofrece el castellano entre las historias íntimas (y probablemente familiares), y la historia colectiva (y probablemente ajena), fue gracias a una frase que le escuché a Julio Ortega. La soltó, o me la regaló, como si se tratara de un divertido juego de palabras. Es curioso que traducida al inglés no tendría sentido (hagan el intento):

—La historia nos desune, las historias nos unen.

Bastante se ha insistido en que la historia la escriben los vencedores. En consecuencia, margina a los vencidos. Napoleón decía que la victoria tiene cien padres mientras las derrotas son huérfanas. Sigue teniendo razón. Tanta, que los mentirosos novelistas son los encargados de narrarlas.

Es comprensible que una versión única y oficial de lo que sucede en Venezuela tienda a separarnos. En cambio, si alguno de los vencidos nos cuenta su particular historia, una entre muchas, puede que logre conectarse con nuestra necesidad de escuchar y ser escuchados, de reflejarnos e intentar entendernos y reencontrar nuestra dignidad. Son tantas las historias, regadas por el mundo como un enjambre de abejas que no logran volver a su panal. Quizás la historia de Latinoamérica está llamada a ser un inmenso tejido y no un hilo conductor. Y quizás sea el tejido la expresión más genuina, veraz y enriquecedora, de los pasos del hombre sobre su tierra.

De manera que nuestra situación se muerde la cola mientras se devora a sí misma. Según las reflexiones de Grace, debemos esperar a que pase la tormenta para tener una historia comprensible. Al mismo tiempo, es posible que la tormenta no cese hasta que tengamos una narrativa que nos unifique. Nos sucede lo que a Grace en su encierro: debemos continuar con nuestra historia y, al mismo tiempo, nuestra historia debe continuar con nosotros, cargándonos dentro de ella a lo largo de la senda que debemos recorrer.


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