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No hay dato que señale con exactitud cómo fue que empezó todo, en qué sitio y hora justa, y la identidad de quien o quienes lo iniciaron. No hubo periodista que pudiera recoger en su libreta esos pormenores, pero todos los indicios apuntan hacia un terminal de buses y microbuses en la ciudad dormitorio de Guarenas, estado Miranda, entre las cinco y treinta y las seis de la mañana.
A un costado de la vía, varios vehículos con los motores encendidos despidiendo humo de gasoil se habían formado uno detrás de otro, listos para empezar a recoger su pasaje. A su lado, en el borde de la acera, crecía inmensa la cola de gente malhumorada que esperaba turno para abordar el carro que los llevaría hasta Caracas. En el aire se mezclaba el vaho del aceite pesado, el perfume del café caliente que ofrecían vendedores ambulantes y el ánimo mustio de los que esperaban. Comenzaba la semana, y en la mayoría de los rostros se adivinaba el sueño por el madrugonazo, además de la fatiga y la impotencia que producen el saber que todavía faltan veinticuatro horas para cobrar el sueldo. El hartazgo podía respirarse.
Aunque eran muchas las personas que se alineaban en la acera, la única bulla que reverberaba en el ambiente era el sonido ronco y monótono de los motores, la mayoría de diesel, como el ruido de fondo en una película de bajo presupuesto. Hasta que, de improviso, el letargo típico del día y la hora fue roto por un tumulto que provenía del inicio de la cola: varias personas discutían, y las ondas de su discusión fueron subiendo de contenido y de decibelios para despabilar a los espíritus dormidos. Por unos segundos no se tuvo claro lo que sucedía, pero poco a poco los gritos y las groserías se hicieron cargo de enterar la situación. Tres o cuatro de los zombis habían despertado de su sueño ante el llamado alevoso que les hacía el chofer del primer autobusete. El tipo, mascando chicle y apostado en la puerta, exigía el pago irrestricto de una nueva tarifa.
–Son dieciséis bolívares –decía, chasqueando la goma en su boca.
Así debió ser el inicio de lo que más tarde se llamó el Caracazo, aunque su origen hubiera sido en Guarenas, y no en Caracas.
–Eso es un abuso –es lo más probable que haya reclamado alguien.
–Esto es un atraco, un robo a mano armada –habrá gritado una doña.
–¿Y si te pago lo que pides, con qué me regreso? –preguntaría otra a manera de súplica.
–Son dieciséis bolos –seguramente remachó el conductor, encogiendo los hombros y sintiéndose guapo y apoyado por los compañeros que ya asomaban sus figuras en las puertas de los otros microbuses.
–Aquí no hay ningún abuso –se atrevería a vociferar otro chofer–, y el que quiera montarse en mi carro tiene que pagar lo justo.
–Ya está bueno de cargar con los costos –diría otro más–. O es que no se han enterado de que el gobierno autorizó un aumento del pasaje, o es que no saben que ayer subieron la gasolina.
A la medianoche, era cierto, se había hecho efectiva un alza de veinticinco céntimos –un medio– en el precio de la gasolina, y dos días antes los conductores de buses y autobuses habían llegado a un acuerdo con el Ministerio de Transporte y Comunicaciones para subir las tarifas congeladas desde hacía casi dos años. El aumento acordado por el ministerio había sido de treinta por ciento y debía comenzar a regir el 1º de marzo. Pero en Guarenas, el tipo que mascaba chicle y sus colegas de los demás carros y camionetas por puesto, no quisieron esperar hasta el miércoles 1º ni recibir sólo dos bolívares más. Un día antes de la fecha de cobro se antojaron de pedir no diez sino dieciséis bolívares por pasaje, porque «nadie trabaja de gratis».
Los pasajeros que esperaban en la parada se despertaron para sacar cuentas y las cuentas no cuadraron. Era final de quincena, y estaban hartos.
Casi a la misma hora, después se supo, un incidente igual se estaba anidando en una estación de autobuses de la vecina Guatire. Los conductores afiliados al mismo gremio que los de Guarenas pedían dieciocho bolívares en vez de los doce que legalmente les tocaba. Y algo similar sucedía en Caracas, en la avenida Bolívar, en los alrededores del terminal del Nuevo Circo; y en una parada de la avenida Bermúdez en Los Teques, y en otra de la avenida Soublette, en La Guaira. Pero fue en Guarenas el estallido. En donde primero explotó la rabia.
Un usuario se cansó y pretendió entrar a juro en la buseta, otro sí aceptó pagar lo que demandaban y a empujones se abrió paso para llegar hasta el carro, otro le tiró las monedas en la cara al chofer, y el chofer tomó por la pechera al insolente y lo tiró hacia la calle.
–¡Pero si fue un medio lo que te subieron! –protestó una señora, mientras esquivaba el hombre hecho un bulto que caía en la acera.
–Es que ustedes se creen más arrechos que todo el mundo –espetó el bulto, de nuevo convertido en hombre, mientras una mujer a su lado lo ayudaba a levantarse y lo halaba inútilmente por un brazo.
–¿Con qué derecho no vas montar a los estudiantes? –reclamó un muchacho con morral al hombro cuando se enteró en medio del bululú de que no le iban a aceptar el pago de la media tarifa.
De ahí en adelante, las conjeturas se multiplican, y cualquier cuento que se eche luce creíble. La gente empezó a quejarse cada vez con más brío, y el reclamo que iniciaron unos pasajeros somnolientos fue engordando y engordando para transformase en queja airada, censura general, abucheo y finalmente en disturbio, que al principio se camufló como uno más de los muchos disturbios a los que se habían acostumbrado Guarenas y el resto del país durante todo el año 1988. Pero pronto se cayó en cuenta de que aquel no era un disturbio más: porque los manifestantes estaban cada vez más bravos y porque los policías que debieron hacerles frente no lo hicieron –bien porque no pudieron, bien porque no quisieron– y a los que protestaban en el terminal se les unieron los liceístas de un plantel cercano que habían protestado la semana anterior y el año anterior. Y empezaron los destrozos. Hay quien dice que antes de que eso pasara unos guardias nacionales quisieron intervenir. Un guardia reconvino a uno de los choferes, pero el tipo como estaba envalentonado no le hizo caso. El guardia insistió, y preguntó la razón del aumento desorbitado.
–El motivo es que nosotros hemos recibido las instrucciones de la Central Única para tomar esa decisión; esta es una tarifa que viene autorizada a nivel de-la-Cen-tral –y cantó las sílabas de las últimas tres palabras, desentendiéndose del griterío de protesta–.
El guardia –enfurecido– hizo un disparo. Unos aseguran que el tiro fue al aire, para calmar la gritería; otros aseveran que el disparo fue contra un neumático. Otros, en cambio, juran que ahí no hubo tiro, ni guardias ni policías. En todo caso, lo que sí es cierto –y en eso coinciden todos los cuentos– es que por ningún lado aparecieron comandos uniformados –de guardias o policías– armados con petos, escudos y escopetas de perdigones. En esas primeras horas de la mañana del lunes 27 de febrero de 1989 no se sintió el sonido de las peinillas restregándose contra el asfalto ni el olor picante de los gases lacrimógenos.
La protesta se desbocó y paralizó por completo el terminal, alcanzó la calle inmediata y llegó hasta la autopista bloqueando el tránsito hacia Caracas. Se incendiaron cauchos, y se quemó un microbús, y luego una camioneta, y después un autobús. Con piedras se rompieron ventanas y vidrieras, y más tarde, con palos y tubos, abrieron boquetes en las paredes y se violentaron puertas y destrozaron las santamarías de los primeros negocios. Ya la cólera no se pudo contener porque tras las primeras ventanas rotas o puertas derribadas hallaron un cuantioso botín: era el arroz, el azúcar, el café, el papel higiénico por el que se llevaba meses penando; era la harina, la leche y el pan que habían desaparecido de los estantes y por los que la población había sido condenada a la escasez o, en el más afortunado de los casos, al trueque. El saqueo se regó para ser el más grande y más cruento del que se ha tenido noticias. De ahí en adelante la furia arremetió contra lo que encontró a su paso: abasto, panadería, carnicería, tienda de ropa, licorería, venta de electrodomésticos, negocio de computación, concesionario de autos. Cargando con lo que pudiera, arrasando con lo que no podía. En medio del arrebato alguien convocó para cerrar filas en contra de un supermercado inmenso que se encontraba cerca. El negocio pertenecía a una cadena cuyos dueños eran también los dueños de una televisora, y no pasó mucho tiempo para que llegaran los reporteros y las cámaras de esa televisora; luego llegaron los reporteros de una televisora de la competencia, y los de un periódico, y los de otro, y los de una agencia internacional de noticias, y los de una emisora de radio y los de otra más. A las diez de la mañana del 27-F todo el país, en vivo y en directo, sabía de los destrozos, la rapacería y la rabia.
La reportera Cristina Marcano de El Diario de Caracas fue uno de los periodistas que esa mañana enviaron a Guarenas. A su regreso, antes de ponerse a escribir, a manera de informe le comentó a Lucy Gómez, la jefa de redacción:
–Si tú me preguntas: ¿Cuántos carros quemaron en Guarenas? Yo te diría: Todos los carros de Guarenas. ¿Cuántos negocios saquearon? Todos los negocios de Guarenas. ¿Cuánta gente está en las calles? Toda Guarenas está en la calle.
¡Atención!… Lo del 27 de febrero no fue un rechazo a Carlos Andrés Pérez; fue una explosión, pero no contra él, porque él acababa de llegar. Aquello fue una explosión, una explosión de rabia social espontánea, porque nadie la organizó. Luego, algunos grupos trataron de dirigirla pero no pudieron. Aquello era gente harta de pasarla mal; eran los explotados de siempre, los olvidados de siempre, ellos fueron los que dijeron: ¡basta ya, no nos la calamos más! Pero aquello fue un aviso importante, y Pérez no lo entendió. No entendió que ahí lo que había era una rabia que necesitaba conducción. Ese fue el mensaje que transmitió el pueblo, pero él no lo entendió[1].
Aún no había llegado el descanso para el almuerzo cuando a las redacciones de los periódicos habían llegado noticias sobre desórdenes en distintos puntos de Caracas y en Maracay, Charallave, La Guaira, Valencia, Barquisimeto, Mérida, San Cristóbal, Barcelona, Puerto La Cruz, Puerto Ordaz, San Félix, Maracaibo. Aunque cueste creerlo, a esa hora todo el mapa de Venezuela lucía encendido. Si ese día alguien hubiese tenido el poder para seguir la histeria colectiva desde el cielo, hubiera podido armar un tablero gigantesco que diera el parte de una guerra que se prolongaría por varios días. Pero casi al mediodía de ese lunes 27-F ningún ser sobre la tierra pareció tener tal poder o, mejor dicho, nadie dentro del gobierno venezolano pareció darse cuenta de que la magnitud de los hechos daba para lanzar una voz de alarma.
A las once y treinta de la mañana el ministro de Relaciones Interiores, el Policía Izaguirre, se encontraba como todos los lunes en la reunión de la dirección nacional de AD –se quedó con el hábito desde que fue secretario general–. Llevaba media hora oyendo discutir a sus compañeros de partido sobre el mejor sistema y la fecha apropiada para realizar las elecciones de alcaldes y concejales cuando una secretaria le hizo llegar un papel doblado. El Policíadespliega el papelito, lo lee y sin dar muestras de la gravedad de su contenido (más tarde se especuló que el papel informaba de los brotes de protesta) ni mayores excusas o explicaciones, salió de la sala. Después de que se fue, el CEN continuó discutiendo el asunto que les ocupaba en la agenda: la fecha que más convenía al partido para las elecciones municipales. Al término del comité, por boca de periodistas que lo estaban cubriendo, algunos dirigentes se enteraron de lo que sucedía en la capital, y les dio por creer que eran unos más de los desórdenes a los que ya se habían acostumbrado. Si el ministro del Interior no les había dado ningún aviso, qué tan anormal podía ser lo que estaba sucediendo. Qué tan alarmante sería.
Pero lo era.
Reportes de inteligencia militar venían diciendo que había mucha tensión en las calles. En noviembre de 1988, en un punto de cuenta que le llevó al entonces presidente Lusinchi el vicealmirante Germán Rodríguez Citraro, que estaba al frente de la Dirección de Inteligencia Militar (DIM), presentó un estudio hecho en cinco ciudades en donde resaltaba el alto grado de insatisfacción que latía en la sociedad. Según la medición hecha en Caracas, Maracaibo, Valencia, Barquisimeto y Ciudad Bolívar, el descontento era tanto que podía llevar a espontáneos incidentes de desobediencia civil, e incluso, en el caso de Caracas, se corría el riesgo de que el malestar desembocara en episodios violentos o de franca rebelión. Para esas fechas, aunque no lo decía el informe militar, un millón de familias en todo el país vivían en situación de miseria, más de la mitad de los hogares se podía considerar que eran pobres, y el desempleo, la inflación y la escasez eran los problemas que más los maltrataban.
La preocupación de la DIM, según quedó registrada en el documento, se centraba en la necesidad de reactivar planes para enfrentar conflictos internos, porque estimaban que las Fuerzas Armadas no serían capaces de manejar un eventual estallido popular.
Tres meses después de aquella notificación, y con un nuevo gobierno asentado en la avenida Urdaneta, las probabilidades de un estallido eran mucho mayores y la olla con el caldo de insatisfechos amenazaba hervir y rebosar. Al votar en masa por Carlos Andrés Pérez se había votado por un retorno brusco y acelerado a la Gran Venezuela, a la era de Pérez I, con muchas plazas para trabajar y dólares baratos para comprar toda la comida que se quisiera. Sin preguntarse de dónde iba a salir la riqueza con un petróleo que se vendía a once dólares el barril, la mayoría de la gente había votado por un regreso a ese pasado glorioso de abundancia. Ese era el gran viraje que esperaban, el único en el que confiaban para salir de la miseria. Era el cambio que querían. Pero con el triunfo de Pérez no llegó ni siquiera un espejismo de lo que había sido su primera presidencia, y el día en que se hizo público el programa económico los efectos descorazonadores se palparon desde lejos y de inmediato. El foco rojo de advertencia se encendió de nuevo: diez días antes de finalizar el mes de febrero, nuevos informes de Inteligencia hablaron de «crisis de expectativas».
Para entonces, aún se desconocía la fecha cierta en que comenzarían a regir las medidas económicas, pero los solos avisos de devaluación, liberación de intereses, ajustes en servicios y levantamiento de controles de precios bastaron para desatar los temores por un aumento violento en el costo de la vida, además de agudizar la crisis de desabastecimiento que ya llevaba ocho meses (después del «paquete», los que aún podían vender a régimen controlado empezaron a no querer hacerlo; esperaban mejores precios). Lo que se avecinaba se presentía catastrófico, y las ofertas para contrarrestar esa catástrofe lucían exiguas. Aumentar el salario mínimo a cuatro mil bolívares, incrementar treinta por ciento el salario a los trabajadores públicos y una endeble promesa de acuerdo para los trabajadores de las empresas privadas fueron remedios de poca ayuda para la autoestima colectiva. Sobre todo después de escuchar la lluvia de pronósticos agoreros que provenía desde los sectores opuestos al gobierno, que aprovechando que se había diluido la espuma de las galas por la toma de posesión, comenzaron a horadar la mole de respaldo popular con que CAP había llegado a la Presidencia. Porque en aquel concierto de desagrado nadie podía, nadie quería dejar de tocar su acorde disonante: Copei, en boca de Eduardo Fernández, aseguraba que el panorama del país era difícil e incierto y que la devaluación haría que se duplicaran los precios de todo lo importado. La principal figura del MAS, Teodoro Petkoff, pronosticó que con «el plan Tinoco» la devaluación sería de cien por ciento y que el fin de año cerraría con inflación, recesión y deterioro «brutal» del salario. La Causa R, a través de Pablo Medina[2], denunciaba que hasta el oro de las reservas lo estaba vendiendo el gobierno. La CTV exigía congelar los bienes de la cesta básica y aumentar todos los sueldos en cincuenta por ciento. Fedecámaras, aunque en teoría era partidaria del ajuste, regateaba los aumentos en su sector mientras estuvieran atados a las prestaciones sociales. El periodista Alfredo Peña, en El Nacional, aseguraba que el gobierno iba a reconocer el pago de millones de bolívares en cartas de crédito «chimbas» y hasta AD puso su nota: Lusinchi calificó de advenedizos a los que desde el gobierno le echaban a él la culpa de la crisis económica, y Gonzalo Barrios, pretendiendo ser conciliador, enredó más: «Todos tienen que hacer sacrificios, aunque los de abajo parecen estar más cerca de los sacrificios. A los de arriba puede que los afecte nada más que psicológicamente».
Para la tercera semana de febrero las protestas populares tomaron las calles y las páginas de los diarios, y consumieron los minutos de los noticieros de radio y televisión. Médicos, maestros, empleados de tribunales, empleados universitarios… y hasta policías se fueron al paro exigiendo el pago de viejas deudas; reaparecieron con más bríos los reclamos estudiantiles por la media tarifa de pasaje; se registraron conatos de saqueo a pequeños comercios en el oeste de Caracas y ciudades del interior del país; se reportó la quema de una jefatura en un pueblo de los llanos centrales, y el viernes 24, en Guarenas, usuarios de buses y microbuses protestaron en el terminal de pasajeros por un intempestivo y abusivo aumento que pretendieron cobrar los conductores de las líneas.
Era imposible que tantas manifestaciones consecutivas pasaran desapercibidas para los organismos que meses antes habían emitido las primeras voces de alerta. A mediados de febrero, analistas militares de la DIM reactivaron sus avisos y si bien en el reporte de situación que elaboraron no advertían la mano negra de la subversión, se insistía en mantener la guardia porque grupos de extrema izquierda –los ultrosos de siempre– podrían aprovechar cualquier incidente. El análisis militar no quiso concluir con que los estallidos podían poner en peligro a la democracia, pero sí asomaron que «el sistema» podría quedar «resentido». El chispazo podía venir de cualquier lado, con cualquier excusa.
El informe de Inteligencia elaborado tras los primeros quince o veinte días del mandato de CAP II no trascendió. Unos dicen que no llegó a Pérez, que no dio tiempo. Otros que como el almirante que dirigía la DIM no estaba enteramente de acuerdo, no se llevó a punto de cuenta. El caso es que no se conocen registros de que llegara hasta el Presidente, como sí ocurrió con el que se le presentó a Lusinchi en noviembre de 1988.
El 26 en la noche, se sabe que a la DIM llegaron reportes que alertaban de posibles disturbios a primeras horas del día siguiente; se habló de «desobediencia civil» para protestar por el alza de pasajes en zonas de la periferia de Caracas, lo que no se sabe es por qué no trascendieron, o si trascendieron por qué no les dieron importancia. Tampoco mereció atención de los distintos componentes militares, y –eso sí es seguro– amaneció el 27-F y encontró empiyamados a todos los del gobierno –militares y civiles–.
*
[1] Armando Durán: en febrero de 1989 era ministro de Turismo. Luego, y hasta 1993, ocupó diversos cargos: ministro de Secretaría a la Presidencia; ministro de Relaciones Exteriores y embajador en España.
[2] Pablo Medina: político de izquierda. En 1989 era diputado por La Causa R, partido fundado en 1971 por disidentes del Partido Comunista de Venezuela.
***
Este texto se publicó por primera vez en Prodavinci el 27 de febrero de 2014
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