Perspectivas

La fotografía en Venezuela y sus tareas pendientes

21/02/2024

EXPO ANUAL BIblioteca Nacional 1982-83. Fotografía de Orlando Hernández

El todo, no solo las partes

En este presente criollo somos una comarca con eslabones frágiles. Cualquier línea que se trace desde alguna esquina de poder –institucional, particular– estimula adherencias y divergencias. El pequeño nicho que habita la fotografía en Venezuela no está exento de ello: es multisápido como el espíritu que lo cobija. Algunos lo asumen como compromiso político para «la descolonización de la imagen»; otros, como ejercicio liberador, artístico, pragmático en el que la autodefinición resulta esencia. Y aquellos, más silentes, quienes avistan un nido que amerita propósitos renovados, comunes, oportunos y empáticos, y apuestan por una vuelta a la manivela. A fin de cuentas, la fotografía va más allá de los fotógrafos.

El Estado y sus apuestas

Pregonar desde instituciones estatales una presunta preeminencia política de la fotografía corre un riesgo: el escepticismo que salpica a la hora de atribuir amplitud a la formación, programas, reconocimientos y premiaciones oficiales.

Cuatro décadas atrás el Estado –imperfecto– asumía en buena parte la adquisición, custodia, investigación histórica y difusión de la fotografía. De tantos, varios hitos fueron marcados por el Instituto Autónomo Biblioteca Nacional (IABN) y el Consejo Nacional de Cultura (CONAC), respectivamente. El primer organismo al crear infraestructuras (recintos que cumplían con específicas normas técnicas de conservación) para dar cabida y gestionar colecciones fotográficas de autores referenciales (fotografía latinoamericana del siglo XIX, piezas de Luis Felipe Toro, trabajos de Juanito Martínez Pozueta, etcétera) y contemporáneos. De este patrimonio –suma de una política de donaciones y adquisiciones autorales– surgieron exposiciones con afortunada constancia. A la vez, el IABN desarrolló talleres de conservación de papeles y materiales fotográficos coordinados por expertos internacionales, quienes actualizaban el oficio de los funcionarios nacionales.

Otro aporte sustancial fue la creación, en 1979, de la Exposición Anual de Fotografía Documental: una convocatoria nacional, abierta, con decisión última de un jurado, y cuya puesta en escena en la Galería de Arte Nacional o en el Museo de Ciencias (catálogo incluido) convocaba los julio de cada año (diez ediciones) a espectadores, críticos, estudiosos, editores, galeristas, autoridades gubernamentales, embajadores y, por supuesto, fotógrafos.

Por su parte, el CONAC realizaba coloquios en su sede de Chuao bajo la coordinación de Carmen Luisa Cisneros. A la par, publicaba la revista Encuadre, valiosa para estar al tanto de reseñas y debates en cine y fotografía. Correspondió a esta institución crear el Premio CONAC de Fotografía (1981), de convocatoria abierta y nacional, que devino en Premio Luis Felipe Toro (1985), preámbulo del Premio Nacional de Cultura mención Fotografía (1990). Hoy, el grueso de estas actividades son reminiscencias de un Estado que creyó e invirtió en la fotografía.

Que retorne la crítica

En nosotros cohabitan adjetivos fáciles, mimos y títulos por camaradería; es un ADN que no agobia, aunque distrae la rigurosidad. Alguna vez, en un encuentro amistoso, la historiadora de fotografía Josune Dorronsoro decía que una cuestión es ser investigador y otra, distinta, un estudioso.

Desde la informalidad coloquial semejantes gentilezas –afectos y pasiones– son comprensibles; mas cuando vienen desde las entrañas de lo fotográfico a escenarios reflexivos, públicos o hasta las redes sociales resultan poco pedagógicas, en detrimento de la sindéresis y de las necesarias definiciones conceptuales.

Por ello se añora la otrora presencia de críticos profesionales –analíticos, escudriñadores– abiertos al debate, que remuevan ideas y den luz en medio de esta vorágine fotográfica contemporánea en la que se cosechan imágenes afortunadas, auténticas, a la vez que predecibles clichés. La nueva –y la vieja– cohorte de fotógrafos lo amerita y es seguro que lo agradecería; se trata de un inmenso vacío entre muchas de nuestras carencias.

Gokul Pillai aplicó Midjouney para  imaginar cómo se verían Donald Trump y Elon Musk en extrema pobreza

El papel de las universidades

El acercamiento de las disciplinas humanistas a la fotografía sigue siendo esquivo cuando no dubitante. Para la tradición académica la fotografía carece de rigurosidad como fuente documental o recurso para el análisis social. A lo sumo, se usa como complemento ilustrativo. En años recientes, la periodista Milagros Socorro se ha permitido hacer la deconstrucción de algunas fotos documentales utilizando la crónica como recurso. Más allá, poco se avizora.

Algunas propuestas universitarias en torno a la fotografía son, ciertamente, propositivas actividades de extensión, aunque sin incidencia en lo medular: los planes de estudio. Grosso modo, un acercamiento a los pensa de nuestras escuelas universitarias de Historia y de Comunicación Social no revela propósito para la formación de investigadores que ahonden en el carácter iconográfico de la fotografía. Modesta excepción: la Escuela de Historia de la Universidad Central de Venezuela con “La fotografía como fuente iconográfica de la Historia”, materia electiva que impartió, dos años atrás, Raimundo Monasterios. El resto del cuaderno continúa en blanco.

Probablemente, el quid del asunto estriba en la aptitud para deducir con rigurosidad lo que infiere una fotografía –acontecimientos, personajes, cosas–, lo cual tiene un costo: innovar o aprehender de la metodología ya iniciada en otros contextos para reconocer, en principio, su tipología, su significación, sus niveles de realidad e incluso reivindicarla frente a los deepfakes, como dirían quienes saben adentrarse en su sociología.

Que esta sea nuestra formalidad curricular y de investigación universitarias en un mundo donde la información fluye imponente –texto, audio, imágenes– a través de las redes sociales es una paradoja. Algo falta.

IAG no es fotografía

Aunque su origen es anterior, en 2022 la inteligencia artificial generativa (IAG) entró en tromba motivando fascinación, dudas y temores. El tema es apasionante, conlleva reflexiones éticas y encarna tal velocidad que lo que hoy descubrimos mañana será fiambre.

Antes de abordar su innegable portento, una convención es oportuna: sus derivados/outputs son imágenes que emulan fotos. Los algoritmos se entrenan para rastrillar (scrapeo) en internet entre millones de imágenes, pero sin consentimiento, sin reconocimiento y sin compensación alguna para sus autores. Lo que “sale” ya no es fotografía –esa obra del ingenio de un fotógrafo al registrar la luz con su equipo–, sino de peticiones (prompt) hechas a la IA desde una computadora: un producto cibernético resultante del plagio automatizado a escala masiva en el que sus desarrolladores (Midjourney, Stable Diffusion, ChatGPT, Dall-e) proceden con ética sospechosa y, hasta ahora, sin contrato de uso mediante.

Algunos actores en la batalla por la credibilidad y la responsabilidad en la emisión de imágenes

Responsabilidad vs. bochinche

Si bien la IA es un potencial de oportunidades las consecuencias de un libre albedrío en su uso obligan a la autoprotección de la sociedad. En febrero 2024 la UNESCO promovió el Compromiso de las empresas del sector privado de colaborar con la UNESCO para construir un modelo ético de Inteligencia Artificial responsabledocumento firmado por ocho grandes empresas, entre ellas Microsoft, Lenovo, LG, Mastercard y Telefónica. La reflexión y la promesa:

Hemos sido testigos de las enormes oportunidades que la IA puede ofrecer [y] proporcionar para promover la productividad, el crecimiento y el bienestar (…) Pero al mismo tiempo, somos conscientes del grave riesgo de daño asociado con estas tecnologías cuando se desarrollan y lanzan sin las barreras de seguridad adecuadas (…) Por eso nos comprometemos a colaborar con la UNESCO para construir una Inteligencia Artificial ética y responsable.

En esta línea, los Estados y el parlamento europeo caminan en la aprobación de la Ley de IA, con flexibilidad para los inversionistas a la vez que obligaciones y normas para que sea segura y respete los derechos fundamentales de las personas. Sus preceptos se han de incorporar a las leyes sustanciales de cada país.

Más acá, la Corporación Andina de Fomento (CAF) propuso seis lineamientos para América Latina, entre ellos: «elaborar un primer proyecto de legislación sobre IA para la región», y «[d]efinir lo que será socialmente tolerable frente al uso de esta tecnología», lo cual impone que los debates éticos sean una prioridad, así como «gestionar problemas como el plagio y la desinformación». Tanta coincidencia no es fortuita.

Boris Eldagsen

Entre lo legal y lo ético

En la mesa legal los actores echan pulso: para la Oficina de Derechos de Autor de Estados Unidos una imagen creada con IAG no puede obtener copyright en razón de que «carece de la autoría humana necesaria para respaldar un reclamo de derechos de autor». No obstante, con un criterio más afín al de los proveedores tecnológicos el Tribunal de Internet de Beijing concedió protección a una imagen generada por IA por poseer «cierta inversión intelectual» y porque «no considerar arte al contenido creado con modelos de IA podría perjudicar a la industria».

Por fortuna, no todo es unidireccional: ante los deepfakes Leica Camera AG aplicará «credenciales de contenido» (metadatos a prueba de manipulaciones) en su cámara M11-P, «a fin de garantizar la autenticidad, la credibilidad y la confianza de las imágenes». Otro fabricante, Nikon, estableció convenio con la Agence France-Presse (AFP) a fin de implementar una función de créditos fotográficos que autentique datos y proteja a personas y empresas de la industria de la imagen de «consecuencias adversas causadas por la falsificación y/o el uso no autorizado de imágenes». Y para «sacarle el monopolio del poder a las empresas de inteligencia artificial y volver a dárselo a los dueños de las obras: los artistas», en la Universidad de Chicago se desarrolló Nightshade, herramienta capaz de engañar –por lo pronto– el entrenamiento de las IAG.

«Cualquier uso de IA generativa descalificará automáticamente la participación del [sic] concurso», así indica una de las bases del World Press Photo 2024 para todas sus categorías. Quizá no quieren ser sorprendidos por un émulo de Boris Eldagsen, polémico ganador –y renunciante– del Sony World Photography Award 2023 con una imagen de IA con la que evidenció su capacidad de engaño.

El tema real: los derechos de autor

Los vericuetos marcan la ruta jurídica de la fotografía en Venezuela. La Ley sobre el Derecho de Autor data de 1993, y su Reglamento de 1995. En su artículo 2 la Ley enumera las consideradas obras de ingenio que incluyen, entre otras, las obras literarias, los sermones, las litografías y hasta los manuales de uso, pero no la fotografía. Será en el artículo 38 donde se la menciona para indicar que disfruta de los derechos de la ley «en igual forma a las obras del ingenio señaladas en el artículo 1º». Y si bien en el artículo 43 del Reglamento se abre una ventana al situarla de forma análoga a las «obras de artes plásticas», la misma se cierra en la página web del Servicio Autónomo de Propiedad Intelectual (SAPI) donde se establecen diez objetos de registro (entre ellos obras de arte visual y audiovisuales), pero ninguno de estos contempla la fotografía.

Salvo muestra en contrario, en tiempos de la mayor revolución tecnológica de las últimas décadas el sustento legal de la fotografía en Venezuela flota sobre una atmósfera gris y desfasada. Sujetos a cómo se mueven la jurisprudencia y las agrupaciones fotográficas en otras latitudes algo es seguro: no habrá dinámica espontánea que irrumpa en defensa de la fotografía del país; ella contará solo con la disposición, el criterio común y la acción colegiada de los fotógrafos y sus aliados, así como la previsión de un Estado que se actualice y norme asertivamente la profesión. Sin un primer paso, lo demás resulta alquimia.


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