Perspectivas

La casa de atrás o los horrores del totalitarismo

Foto del pasaporte de Ana Frank colocada en los cuadernos de su diario, que escribió en el ático de la casa de Ámsterdam donde se refugió con sus padres para escapar de los nazis entre junio de 1942 y agosto de 1944. Fotografía de DESK | ANP | AFP

16/08/2021

«Torturar a otro ser humano es, de manera absoluta, la trascendencia del mal absoluto».

– George Steiner

«A veces nuestro destino semeja un árbol frutal en invierno. 

¿Quién pensaría que esas ramas reverdecerán y florecerán?»

– Wolfgang Goethe

Oculta tras una estantería de libros estaba la puerta de entrada al espacio que sirvió de refugio, entre junio de 1942 y agosto de 1944, a la familia Frank y a sus cuatro amigos, los Van Pels y Fritz Pfeffer. Huyendo de la persecución nazi, Ana, su hermana Margot y su madre Edith Höllander abandonaron su Alemania natal en 1933 y se unieron a Otto Frank, en la ciudad de Ámsterdam. Cuando las fuerzas alemanas invadieron los Países Bajos en 1940, la familia Frank sabía que ahora tampoco estaría segura, como ningún otro judío, en este lugar.

Efectivamente, el 5 de julio de 1942, Margot recibe una notificación de la unidad central para la emigración judía -lo cual significaba la deportación segura- y, al día siguiente, la familia entera abandona la vida pública y se esconde en un viejo almacén ubicado en la calle Prinsengracht 263, lugar donde el Sr. Frank había tenido su fábrica.

Fotografía cortesía de la autora.

A partir de ese momento, los holandeses Jan y Miep Gies -junto a Johannes Kleiman, Víctor Kugler, Johan y Bep Voskuijl- asumieron el alto riesgo de ocultar, alimentar e informar acerca de lo que ocurría «afuera», a sus amigos judíos, cuando la persecución y las redadas nazis eran más que evidentes. Miep Gies, quien vivió hasta los cien años, dedicó su vida a preservar la memoria de Ana. En varias ocasiones comentó que solo cumplieron con su deber como seres humanos: ayudar a los que lo necesitaban, a los que estaban indefensos y que no sabían a dónde ir. Palabras que recuerdan aquellas otras de Goethe: “No hay nada que no pueda ser dignificado con un poco de servicio”.

Podemos ver en este hecho físico -una estantería que parecía ser el final de esa casa, pero que ocultaba la intensa lucha por sobrevivir de estos ocho perseguidos, que transcurría entre el miedo, la oscuridad y la esperanza- una metáfora de «otro tipo de ocultamiento»: todo lo que igualmente se escondía detrás de la persecución y aniquilación de judíos, pero también de polacos, rusos, gitanos, así como de  homosexuales y de personas con cualquier tipo de discapacidad, por parte del gobierno nacionalsocialista, comandado por Adolf Hitler, quien impuso su demencial proyecto totalitario, primero como canciller imperial en 1933, y como Führer a partir del siguiente año, hasta que Alemania, lanzada a esta aniquiladora gesta, sin precedentes en la historia, pierde la Segunda Guerra Mundial, en 1945.

Algunos oscuros secretos 

A nivel personal, se ocultaban los complejos personales del propio impulsador de toda esta concepción de la política, de la vida toda, en Alemania. El Führer, como fue visto y asumido por millones de ciudadanos, necesitó de la enormidad de su empresa, de sus crímenes, para compensar sus múltiples inferioridades psíquicas. La psicopatía de Hitler, que le impedía relacionarse a través del amor -genuina conexión y vínculos con otros- lo llevó a encontrar en el ascenso militar, primero, y en el ejercicio del poder absoluto, después, su lugar en el mundo. Un sentido moral de la vida, o en el trato hacia otros seres humanos, simplemente estaba ausente en su psicología. Y, como muchos psicópatas, era capaz de una enorme seducción, que le hacía ganar millones de adeptos -entre ellos, a varios otros psicópatas compensados entre su círculo cercano y a lo largo de toda la oficialidad nazi- para su causa aniquilante, pero enervante a la vez. La condición psicopática en Hitler, que ocupó un lugar central en su psique y dominó todo su vivir, dejó, inevitablemente, un enorme rastro de sangre «a su paso vencedor» hacia la imposición de este Tercer Reich o Estado Criminal. 

A nivel social, se ocultaban las propias complejidades de la sociedad alemana. Derrotados en la Primera Guerra Mundial y obligados por el Tratado de Versalles a condiciones que produjeron tanto humillación y resentimiento como hiperinflación y enorme desempleo, el pueblo alemán se encontró en una situación política, económica, social y moral “incendiaria”, que Hitler supo interpretar nítidamente y aprovechar con siniestra astucia.

Algunas nefastas consecuencias del encumbramiento de la ideología nacionalsocialista fueron la exacerbación del nacionalismo ario; el odio a todo «otro» -aún si ese otro era alemán, pero no ario-; la proyección masiva de toda la «culpabilidad» por la crisis que golpeaba duramente al país, sobre diversos responsables. Inevitablemente, una feroz cacería de brujas, de cualquiera que fuera identificado como enemigo, quedó desatada con consecuencias devastadoras.

Hay profundas miradas que amplían la comprensión de ese período abismal de nuestra historia reciente. Miradas que incluyen el elemento simbólico. Una, más que autorizada, es la de Carl G. Jung, quien al respecto escribe: «Pero que, en un país más bien civilizado, que cree haber superado la Edad Media hace mucho tiempo, un dios de la tormenta y la ebriedad, Wotan, hace tiempo históricamente jubilado, haya podido despertar como un volcán dormido que entrara en erupción es más que curioso… El movimiento de Hitler puso literalmente a Alemania en pie y produjo el espectáculo de una invasión de los bárbaros in situ. Wotan, el dios errante, había despertado… Un dios tonante y rugiente, desencadenador de las pasiones y de la combatividad»(1).

Este terrible dios, personificación de una potencia anímica, ofrece imágenes que pueden explicar, a otro nivel, la enorme irracionalidad que solemos atribuir a la que es, quizás, la peor expresión de barbarie que la humanidad ha producido. Es desde esta lectura, más allá de los ámbitos políticos e históricos, que podemos vislumbrar, tanto a Hitler como al pueblo alemán, actuando como «poseídos por una fuerza telúrica». Su convicción de ser el elegido para regresar a Alemania «al lugar triunfal y dominante que le correspondía como raza superior», en medio de la puesta en escena operática de sus apariciones, muestran a este Führer completamente tomado por el delirio de grandeza -clara compensación de su inferioridad psicopática- y a millones cautivados ante la reivindicación de su profunda humillación.

Pero es sobre todo en su lenguaje, gestos, tono de voz -fiel reflejo del odio que él y sus seguidores abrigaban- donde vemos al dios del combate dotando a este escogido de su arma más letal: su verbo incendiario y delirante que convencía a su pueblo de ser sujetos históricos y, por lo tanto, predestinados. Lo que tantas veces se ha señalado con real asombro con la pregunta «¿cómo pudo pasar algo así en uno de los países más cultos de Europa?» encuentra una explicación -al menos parcial- en este complejo histórico y en esta aparición de fuerzas anímicas incontroladas.

Fotografías cortesía de la autora.

La creatividad que mantiene la cordura

El encierro forzoso de los ocho judíos, escondidos para proteger sus vidas, mientras afuera se desarrollaba una brutal y descarnada guerra que, desde entonces, dejaría herida a la humanidad toda, condujo a Ana a escribir vorazmente en el diario que su padre le había obsequiado por su cumpleaños número trece, el doce de junio de 1942. Este junio había cumplido noventa y dos años. Escribir fue su personalísima forma de sobrevivir tanto a las batallas que protagonizaban, a menudo, ella y sus siete compañeros de desgracia, como a las que se libraban en su propia alma adolescente. Su Diario es su manera de permanecer entre nosotros.

Vale la pena detenerse frente a este notable y humano hecho: precisamente por estar confinada -privada de la compañía de sus queridas amigas y hasta de la misma luz del sol-, Ana encontró una vía creativa, sana, de drenar su dolor, su asombro, su incomprensión de lo que ocurría, así como un íntimo amparo, en Kitty, nombre con el que bautizó a su diario.

Fotografía cortesía de la autora.

Podemos entregarnos, sucumbir, envilecernos o vegetar, en situaciones de diversos confinamientos o restricciones, o podemos, por el contrario, intentar encontrarle cauces creativos, profundamente humanos, a nuestro dolor, como lo hizo la pequeña escritora, quien el día que lo estrenó, escribió en su cuaderno de cuadros rojos y blancos: «Espero poder confiártelo todo como aún no lo he podido hacer con nadie, y espero que seas un gran apoyo para mí»(2). En efecto, poder refugiarse en la privacidad de las páginas de los cinco cuadernos que logró escribir fue un ejercicio de enorme contención para ella durante esos años en los que tuvo que intentar doblegar su carácter libre, rebelde, y aprender a canalizar su espíritu creador y su irrefrenable adolescencia, mientras ella, su familia y sus amigos intentaban salvarse de la amenaza nazi, ocultándose en las sombras.

Durante dos años, hasta el 1 de agosto de 1944, cuando escribió por última vez, Kitty fue su confidente. Tres días después fueron descubiertos y deportados. Ana murió, durante una extensa epidemia de tifus, al igual que Margot, en el campo de concentración de Bergen-Belsen, alrededor de febrero de 1945. Solo faltaban un par de meses para que este campo fuera liberado y tres para que Ana cumpliera dieciséis años. 

La interioridad reflexiva como refugio fértil

Mientras la precoz adolescente, su familia y sus amigos padecían este ocultamiento forzoso, paralelamente, un psiquiatra austríaco, Viktor Frankl, iba fraguando en su alma un hondo testimonio, que luego vertería en esa obra grande que es su libro El hombre en búsqueda de sentido, a partir de los horrores padecidos durante sus cuatro años de cautiverio en los infames campos de la muerte, solo porque era judío.

Una vez más, sentimos a un ser humano conectando con las profundidades de su alma, no solo para no sucumbir al enorme sufrimiento, sino para descubrir que, aún en medio del peor de los horrores, hay una chispa encendida dentro de cada uno de nosotros. Cuidar que no se apague, en medio de cualquier tipo de confinamiento, es una potestad que poseemos. Aún si el camino conduce a un desenlace como el de Ana, su familia y amigos o a otro, como el de Viktor Frank y Otto Frank -quienes lograron sobrevivir y hacer alma de aquel horror-, en tramos verdaderamente oscuros del camino tenemos la posibilidad de dejar rodar nuestras legítimas lágrimas y elevar la mirada al cielo, en clamor de oración o en búsqueda de algo de belleza, o de sentir rabia, e incluso indignación, sin dejar que nos envilezca, y, sobre todo, de ir hacia adentro, en búsqueda de algún sentido. 

Así esa búsqueda nos lleve años. De lo contrario, enferma el alma. Continuemos, cada uno, buscando luces en nuestras íntimas batallas cotidianas o en los amargos tramos compartidos con miles, o millones, de otros seres humanos. Es lo que Ana Frank y Viktor Frankl hubieran querido para nosotros. Al hacerlo, a ellos y a millones de víctimas los honramos.

Encontrar sentido, hay que decirlo, es tarea particularmente difícil. Tal búsqueda se asemeja, en esfuerzo y dificultad anímica, a intentar encontrar seres queridos, o sus restos, bajo escombros. El inmenso dolor y el inmediato sinsentido que nos abofetea pueden hacernos desistir de la idea, siquiera, de que pueda haber alguna cordura en medio del horror. Nos debemos, sin embargo, a la tarea -a menudo, de fértil resultado- de buscarla, tanto en nuestros avatares individuales como en los aconteceres, a veces pavorosos, que experimentamos como colectividad.

Luces en medio de las tinieblas

Siendo el holocausto uno de los mayores horrores que haya provocado, y sufrido, la humanidad, la reflexión que aporte algo de luz, sigue siendo tan necesaria ahora como entonces. 

El libro Eichman en Jerusalén, un estudio sobre la banalidad del mal(3), de Hannah Arendt, testigo presencial del juicio realizado en Israel, en 1961, al teniente coronel nazi, Adolf Eichmann, es una referencia valiosa si de evitar quedar eternamente atrapados por un justificado odio frente a los perpetradores de este gigantesco crimen se trata. Pero, sobre todo, porque esta filósofa alemana de origen judío lanza una permanente advertencia sobre aquello de lo que el ser humano, nazi o no, es capaz bajo determinadas circunstancias.

Uno de los planteamientos esenciales de Arendt es que lo que condujo a la altísima eficiencia de esa maquinaria de asesinar, que fueron los campos erigidos por los nazis (fueran de detención, castigo, trabajo forzado, tránsito, concentración o  exterminio, pues en todos ellos ocurrió la muerte intencional de millones de personas), fue la incapacidad de pensar por sí mismos de los miles de funcionarios que ejecutaron perfectamente su labor, ensamblados como eslabones dentro de una enorme burocracia orientada hacia «la solución final del problema judío» y a la depuración de la raza, que dejaría a la Gran Alemania poblada exclusivamente de arios, mediante la eliminación de todo «lo inferior».

La extrema subordinación a la autoridad de un superior, la incapacidad de desobedecer -o la renuncia a hacerlo-, conduce a la trivialización del mal: únicamente se cumple con la parte que corresponde dentro de un aparataje mucho mayor. Subsumirse acríticamente a una ideología -en este caso, a la nacionalsocialista, pero vale para cualquier otra- y actuar sin discernimiento ninguno es también una forma de renunciar a la condición humana. Un ejemplo nítido lo tenemos en un comandante de campo de concentración, quien también en su diario -curiosa vida- escribió sobre la tristeza que sentía al no poder completar las cuotas diarias en las cámaras de gas por no contar con suficiente personal e insumos, y cómo cada noche se iba a dormir con la conciencia intranquila por no haber cumplido con su deber. Un elevadísimo sentido del deber y una total ausencia de amor al prójimo. Psicopatía, sí, de nuevo.

Una de las preguntas que ha quedado flotando en el aire desde los días de tan macabros acontecimientos es ¿por qué los prisioneros caminaban con tal resignación y obediencia hacia la muerte? Arendt cita las palabras de David Rousset, prisionero del campo de Buchenwald, para explicar lo que realmente les ocurría: «El triunfo de las SS exigía que las víctimas torturadas se dejaran conducir a la horca sin protestar, que renunciaran a todo hasta el punto de dejar de afirmar su propia identidad. Y esta exigencia no era gratuita. No se debía a capricho o a simple sadismo. Los hombres de las SS sabían que el sistema que logra destruir a su víctima antes de que suba al patíbulo es el mejor, desde todos los puntos de vista, para mantener a un pueblo en la esclavitud, en total sumisión»(4). 

Nos encontramos así con dos asombrosos fenómenos. Uno, el hecho de que, de cierta perversa manera, las conductas sumisas permearon todo el proceso de exterminio, tanto del lado de las víctimas como del lado de los obedientes victimarios -lo cual no excluye al sadismo activado-. En un caso, por la reducción de los condenados a meros sobrevivientes, ya despojados de cualquier identidad a la cual aferrarse o por la cual luchar, por parte de un sistema político diseñado para tal fin; en el otro, por la renuncia individual a la dignidad que otorga el cuestionamiento a los propios actos. Pero también porque durante el período nazi, la palabra de Hitler devino ley y obedecerla, cuestión del más alto nacionalismo. El otro fenómeno, la normalización del exterminio como un «sumo bien» -la mayor eficiencia frente a la «magna» finalidad perseguida- desde la ideología nazi.

Las palabras de Rousset resuenan alto y claro en pleno siglo XXI. Las dinámicas de dominio-sumisión siguen operando a través de líderes políticos o religiosos, que usan la palabra como primera arma, aunque no única -tal como lo hizo el tirano austríaco-, para adormecer y adoctrinar conciencias y para doblegar voluntades. Pareciera imperativo, si el ser humano desea avanzar más allá de modos de vida depredadores, repetidos ad nauseam, estimular, desde la infancia, la conciencia crítica individual, lo cual puede retar ciertos modelos de crianza y de educación, que tan a menudo fomentan, en lugar de la libertad de conciencia, la peligrosa tendencia a la obediencia ciega. Requerimos un verdadero cuestionamiento -no una inmadura respuesta rebelde- de las realidades que nos rodean y de las internas.

Nosotros, los habitantes del presente siglo, pero, sobre todo, herederos de aquel, haremos bien en escuchar atentamente las palabras del notable George Steiner, quien, consciente,  como era, de que entre 1914 y 1960 -fecha de cierre de los últimos Gulags o campos de trabajo soviéticos- murieron setenta y cinco millones de personas en Europa; sobre el siglo XX dijo: «Insisto en que debemos asombrarnos ante el horror de este siglo. Insisto, insisto, insisto»(5). Necesitamos cuidarnos de no perder la reacción de espanto, a riesgo de perder humanidad, ante las permanentes amenazas a la vida humana, y planetaria, que seguimos siendo capaces de infringir, como si todo el horror padecido no fuera capaz de preservarnos de la peor versión de nosotros mismos.

Sin embargo, el mismo Steiner, a lo largo de su vida y de su obra, abogó incansablemente por una concepción de la vida como un lugar en el que somos huéspedes y, por tanto, debemos honrar, «embelleciéndolo», porque, después de todo, haber sido invitados es un privilegio. La belleza, equiparable a la verdad y a la bondad, como creía Platón.

Lo que se ocultaba en aquella trastienda de Ámsterdam salió a la luz gracias a la publicación, en 1947, del valioso testimonio de Ana Frank, que en una de sus primeras ediciones llevó el nombre de La Casa de atrás. El mismo título que pensaba ponerle a su primer libro, el que publicaría al terminar la guerra.

Lo que ocurrió en campos de concentración y guetos, así como en las psiques de quienes concibieron y ejecutaron esta ignominia, no puede ser olvidado, debe seguir conmoviéndonos y, sobre todo, llevarnos a hondos cuestionamientos. Su sombra aún se cierne sobre los habitantes de este y los siguientes siglos. Y porque ningún ser humano está completamente a salvo de ser asaltado por sus inferioridades psíquicas y de convertirse en una amenaza, al grado que sea, para sí mismo o para otros. Los límites que la moralidad y la conciencia individuales imponen son necesarios para intentar que prevalezca la vida civilizada o la vida, a secas.

***

(1) Jung, Carl Gustav. (2001) Obra Completa, Volumen 10. Trotta.

(2) Frank, Ana. Diario de Ana Frank. (2001). Peuén Editores.

(3) Arendt, Hannah. (1999). Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal. Lumen.

(4) Ibidem, pag 13.

(5) Steiner, George y Spire, Antoine. (1997). Radio France.  


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