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Juan Germán Roscio y los inicios del pensamiento político venezolano
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Los historiadores han estudiado minuciosamente la circunstancia y los alcances políticos del terremoto de 1812, pero quizás se ha estudiado menos cómo este evento golpeó el espíritu de la época, cómo su impacto modeló el imaginario y el carácter venezolano en los años posteriores, sus consecuencias para nuestra cultura decimonónica. No cabe duda de que el terremoto se convirtió en objeto central del debate entre realistas y republicanos en Venezuela los meses posteriores a la tragedia, de manera que su manipulación política y religiosa se hace especialmente visible en los documentos de la época, comenzando con la Pastoral del obispo Coll y Prat del día 12 de junio y siguiendo con los torpes pataleos de una Junta de Gobierno ya herida de muerte. Así tronaba monseñor en su Pastoral: “De este modo castiga el Cielo todos los días los pecados del mundo, y cuando estos son mayores y la justicia divina se halla más irritada, entonces descarga también más duros azotes, como ahora lo experimentamos nosotros”.
Roscio es un típico producto de la ilustración venezolana que tomó impulso definitivo a finales del XVIII. Hijo mestizo, de origen provinciano y modesto, el joven Juan Germán estudiará en Caracas bajo la protección de doña María de la Luz Pacheco, hija del conde de San Javier. En la Real y Pontificia Universidad se graduará de doctor en Cánones el 21 de septiembre de 1794. Vale la pena detenernos en la universidad caraqueña de entonces para que nos hagamos idea del clima intelectual que se respira en la pequeña capital. La de Caracas era una de las veintiséis universidades y casas de estudios superiores que funcionaban en la América española. Como tal, su organización y funcionamiento copiaban de modo bastante fiel los Estatutos de Salamanca. Asistían allí los niños de las familias principales para estudiar latinidad, teología o leyes. Desde su creación en 1721 y hasta 1788, funcionaron allí nueve cátedras: dos de Latín, una de Filosofía, tres de Teología, una de Sagrados Cánones, otra de Instituta o Leyes y una de Música o Canto Llano. La Universidad de Caracas era, como las demás de la América colonial, lugar para la conservación de un saber hispánico anquilosado y conservador. Las tres patas de este trípode son el dominio del latín y el conocimiento de los clásicos, el uso de la retórica tradicional y el cultivo de una tradición escolástica sentada sobre los fundamentos de Aristóteles y, sobre todo, Tomás, el Divus, el Angelicus doctor.
Al acercarse el final del siglo algunos indicios muestran que todo eso está a punto de cambiar. En agosto de 1770 ocurre la célebre controversia entre el conde de San Javier (sí, el padre de la benefactora de Roscio) y un filósofo de apellido Valverde (“un tal Valverde”, le llama despectivamente Parra León) sobre la “inutilidad” del pensamiento aristotélico, y en septiembre de 1788 asume la cátedra de filosofía Baltasar Marrero, el reformador que, no sin acerba oposición, introdujo la lectura de los autores “modernos” (en realidad posibilitó el que ya no tuvieran que ser leídos a escondidas). Es la universidad donde comienza a estudiar Francisco de Miranda en 1762, y donde en 1800 Andrés Bello recibe el título de Bachiller en Artes. Creo que entre ambas fechas transcurre un período singular para la universidad caraqueña. También en estos años pasaron por sus aulas Francisco Javier Ustáriz y Miguel José Sanz, entre otros.
La carrera de Roscio fue meteórica como la de Bello. Algunas cosas podemos decir al respecto: la existencia de un orden dispuesto a absorber el talento autóctono en las labores de la administración colonial y la presencia de cierta permeabilidad en el estricto sistema de castas, que permitía el ascenso a ciertas posiciones señaladas a algunos “blancos de orilla”. No olvidemos que Roscio, como Bello, distaba de ostentar un origen principal. Roscio además era mestizo, y esta es la piedra que se atraviesa en su camino: cuando en 1798 solicite admisión en el Colegio de Abogados de Caracas y aparezca el calificativo de “india” para su madre y su abuela materna, lo que mancha sin remedio su expediente de limpieza de sangre. Esto es suficiente para que sea denegada su solicitud. Roscio se defiende y alega que todos los hombres son iguales y que las leyes del reino no distinguen entre europeos y mestizos. Tanto peor. Los argumentos se parecen demasiado a aquellos que esgrimían los herejes Gual y España hacía apenas un año, cuyo traumático recuerdo estaba todavía demasiado fresco.
Algunos quieren que sea este el motivo para que encontremos a Roscio entre los conspiradores de 1810, más de una década después. Como funcionario del régimen (al igual que Bello, Sanz o Espejo), es natural que lo contemos entre los habitués de las ilustradas tertulias en casa de los Ustáriz. Sin embargo, y de nuevo también como Bello, Roscio piensa que las “nuevas ideas”, que bien conoce y adhiere, podrían imponerse sin necesidad de violencia.
“Pequé, Señor, contra ti y contra el género humano…”
Pero he aquí que el 18 de abril de 1810 arriban a Caracas los dos emisarios de la Junta de Regencia y eso lo cambia todo. Es cuando Roscio se estrena de verdad como ideólogo y conspirador, y lo vemos cobrar el papel protagónico que desempeña en los sucesos del Jueves Santo. Será nombrado “Diputado del Pueblo” (esto es, que no representa a ninguna ciudad) y le encargarán recoger en actas los hechos de aquel tumultuoso día. En adelante, el catálogo de los servicios prestados a la República forma parte de la historia. Asombra la frenética actividad que desarrolla entre abril de 1810 y agosto de 1812, antes de ser apresado por Monteverde y enviado a Ceuta junto con aquella carta a Fernando VII, de puño y letra del mismo Pacificador: “Señor: presento a V.M. estos ocho monstruos, origen y raíz primitiva de todos los males de América…”
Aunque El triunfo de la libertad sobre el despotismo fue dado a las prensas dos años después en Filadelfia, existen razones para pensar que ya lo había escrito desde los días de prisión en Ceuta, entre 1814 y 1815, cuando Roscio aún llevaba fresco el recuerdo de cómo la superstición y el fanatismo se habían ensañado con los supervivientes del terremoto y en cierta forma habían decidido el desplome de la República. Se trata de un enjundioso alegato en cincuenta y un capítulos a favor de la igualdad y de las libertades personales, basado en un análisis minucioso de las Sagradas Escrituras, que el autor domina a profundidad. La obra, escrita en primera persona, toma forma de confesión de un ciudadano arrepentido por haber obrado equivocadamente en contra de los verdaderos preceptos de Dios sobre la libertad. El subtítulo es explícito: La confesión de un pecador arrepentido de sus pecados y dedicado a desagraviar en esta parte a la religión ofendida con el sistema de la tiranía.
Roscio parafrasea en clave política a Agustín: son los que se arrogan el conocimiento de las Escrituras y de la Palabra Divina quienes, paradójicamente, en realidad la ignoran y malinterpretan, pecando contra Dios y contra los hombres: “Cuanto más esclavizado me hallaba, tanto más libre me consideraba; cuanto más ignorante, tanto más ilustrado me creía”. Se equivocan los que dicen conocerlo. Dios nunca enviaría un terremoto para castigar a los que buscan su libertad; jamás estaría con tiranos ni usurpadores, quiere decirnos en su alegato teológico-político. Se trata del “primer esfuerzo sistemático de un venezolano en la realización de una obra de teoría política”, dice Carlos Pernalete en su biografía (Caracas, 2008). Yo añadiría: a partir de una base teológica.
Una preclara tradición soporta los planteamientos de Roscio. María Zambrano, en su ensayo La confesión: género literario (México, 1943), nos recuerda que se trata de una forma cuyo origen se remonta a Agustín y Teresa de Jesús, sí, pero también cultivada por autores como Rousseau, Goethe, Stendhal o, cómo no, De Quincey, autor de unas Confessions of an English Opium-Eater (1821). Bien se ve y no debe extrañar, el tono íntimo y personal convoca a un género cálidamente acogido por los románticos europeos, la mayor parte contemporáneos a Roscio. Pero la confesión del guariqueño es religiosa. Comporta un elemento esencial para que lo sea: el arrepentimiento y la voluntad de reparo. Lo dijimos, su gran modelo es el obispo de Hipona, cuya obra reelabora, parafrasea y, en el mejor de los sentidos, parodia, haciendo del discurso religioso uno político; proponiendo una relectura de las Escrituras en clave política, nada menos. Una subversión del género y sus contenidos, de los que se apropia y rehace. Es verdad, tras semejante impostura no hay más que la vieja oposición entre fe y razón, la paradoja que tanto ocupa y preocupa a místicos y pensadores, una tradición de ilustres malditos y execrados, de Lutero y Descartes a Spinoza.
El miércoles 5 de mayo de 1819 el Tribunal de la Inquisición de Cartagena de Indias condenaba y proscribía el primer texto político venezolano, y daba órdenes para impedir su circulación “recogiendo los ejemplares que se presenten y que dará inmediatamente al fuego”. El triunfo de la libertad sobre el despotismo conoció sin embargo cinco ediciones en el diecinueve, además de la primera: dos más en Filadelfia (1821 y 1847), dos en México (1824 y 1857) y una en Oaxaca (1828). En Venezuela tuvimos que esperar hasta el siglo XX para verlo publicado. Su autor había muerto en 1821, aquejado de fiebres cuando se disponía a presidir el congreso que fundó a Colombia la grande. Llegó a confesar todos sus pecados menos uno: el de haber dicho que Dios no castigaba mandando terremotos.
Mariano Nava Contreras
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