Perspectivas

José Gregorio Hernández: un santo entre libros

Fotografía de Federico PARRA | AFP

21/11/2020

El nombre de José Gregorio Hernández (1864-1919) ha tenido en las últimas semanas un renovado interés debido al nuevo paso dado por la Iglesia y la feligresía en la meta por convertirlo en el primer santo venezolano.

Esta noticia ha puesto nuevamente al “médico de los pobres” en boca de todos, aumentando su ya inmensa presencia en la creencia y el fervor popular, y ha hecho, en mi caso, que regrese a su vida y obra, en especial desde las investigaciones más equilibradas y justas que permiten mostrar todas las facetas de su existencia, incluidas sus luces y sombras.

Hay dos textos que logran esto con maestría. Uno es el indispensable y exhaustivo trabajo de Ernesto Hernández Briceño –sobrino de Hernández– quien se dedicó a compilar todo documento, todo pequeño papel o rastro relacionado con el personaje. Hasta los diplomas del colegio, minúsculas notas autógrafas y récipes médicos hechos por el beato fueron incluidos en esos dos inmensos tomos titulados Nuestro tío José Gregorio: contribución al estudio de su vida y obra, publicados en 1958 y que superan las dos mil páginas. Otro de los trabajos que se acercan a la historia y significado de José Gregorio Hernández, desde múltiples perspectivas, es el titulado José Gregorio Hernández: del lado de la luz, de María Matilde Suárez y Carmen Bethencourt, publicado por la Fundación Bigott el año 2000.

En esos trabajos, así como en muchos otros –y no son pocos–, es posible encontrar a un José Gregorio Hernández como lo que en realidad fue: un ser humano complejo, con sus sueños, angustias y contradicciones. Lo contrario ocurre cuando, por insistencia de algunos biógrafos, destacan solo sus aficiones por la oración, por la defensa de la religión y las buenas acciones, lo cual construye una imagen incompleta de él, haciéndonos olvidar que también fue un hombre de su tiempo, con visión para el desarrollo científico del país, preocupado por la situación de la universidad, un profesional responsable y que además comía, se enojaba, amaba los espléndidos paisajes, tocaba piano, pintaba y sobre todo gustaba de la buena lectura.

No se conoce mucho, por ejemplo, que desde muy temprana edad, en un apartado rincón de los Andes venezolanos, José Gregorio Hernández se convirtió en un apasionado lector. Podríamos suponer que esta cualidad fue formada en el negocio que tenía su padre, allá en el Isnotú de la segunda mitad del siglo XIX, una casa comercial de las tantas que existieron en Venezuela y que servían como red de distribución nacional e internacional de mercancías, entre ellas los libros.

De niño prefería el sosegado tiempo ante la página de un texto en vez del bullicio del recreo escolar. Ya de bachiller, y para despejar la bruma de su pequeño universo andino, se empeñó en dominar el inglés, el alemán, el francés, el latín, el italiano y el portugués, lo cual le permitió acercarse a la literatura y a la cultura universal desde sus lenguas originales.

En sus cartas a familiares y amigos, y en sus artículos de prensa, podemos hallar sus continuas referencias a libros, y no solo los concernientes a su especialidad –para mantenerse informado de los adelantos de la medicina– sino además de novelas, poesía, ensayo y teatro, que devoraba con infinita sed de conocimiento. En esos escritos, privados y públicos, José Gregorio Hernández menciona variados nombres de la literatura, como Víctor Hugo, Leandro Fernández de Moratín, Lope de Vega, Calderón de la Barca, Shakespeare, Homero, entre muchos otros. Numerar los títulos de los autores que cita, hacer la lista de su biblioteca de formación, es una tarea que puede arrojarnos varias sorpresas acerca de la cultura impresa en la Venezuela de aquellos años.

Este entusiasmo por la lectura puede ilustrarse con un ejemplo, uno de muchos que se encuentran desperdigados por sus escritos. Desde Isnotú, y en misiva dirigida el 24 de diciembre de 1888 a su amigo Santos Dominici, dice con una mezcla de éxtasis y pesadumbre:

Devoro cuanto encuentro, y nunca he echado de menos tanto como ahora tu hermosa biblioteca, tesoro inmenso para todo el que desee instruirse; si hoy, que apenas conozco muy superficialmente la evolución del teatro en España a través de los siglos, si hoy, digo, gozo tanto leyendo unas dos comedias de Lope que afortunadamente tengo aquí ¿cómo será cuando esté bastante instruido en todo ese mundo de cosas que me falta por saber? ¿Cómo gozaré leyendo a Shakespeare? ¿Cómo gozará tu papá que lo sabe todo? Una cosa me llena de tristeza, mi queridísimo amigo, y es pensar si yo me habré de quedar siempre tan ignorante como ahora.

Los libros tenían una presencia persistente en su día a día. Gran parte de sus ingresos se dirigían a la compra de textos y a la suscripción de revistas médicas, religiosas y culturales. Luego de leídas, muchas de esas obras eran obsequiadas a familiares o amigos. Incluso, hasta en su primer intento por abandonar la medicina y cobijarse en el sacerdocio, los libros estaban allí, pertinaces, pues en la lista de repartición de sus bienes destaca la mención de textos para sus hermanos y sobrinos.

Otro testimonio de su manía lectora, y de su consolidada perspectiva de un horizonte cultural amplio, lo encontramos en una polémica epistolar acerca de la Ilíada. Su contrincante, menospreciando el valor de la famosa obra clásica, criticaba los personajes del poema homérico por ser estos perfectos, irreales, muy distintos y ajenos a los protagonistas de la novela moderna. José Gregorio Hernández apela a la necesidad de juzgar las obras desde su contexto de creación, escudriñando para ello en el sentido dado desde las creencias, leyes y costumbres de cada época, y evitar caer así en anacronismos:

Releyendo en estos días pasados todas tus cartas me encontré con el juicio tuyo sobre la Ilíada, o, mejor dicho, con la impresión que te causó su lectura, y entonces recordé que cuando recibí esa carta pensé decirte cuál era la causa de tan triste desengaño; (…) parece una tontería y es la clave de todo juicio acertado sobre los hombres y las cosas –no te admires de mi tono doctoral– sin lo cual forzosamente se ha de errar: (…) “Siempre que se ha de emitir un juicio sobre lo pasado el crítico debe juzgar arreglándose a la filosofía e instituciones de la época a que pertenece la cosa juzgada”. En la época de Homero, o, mejor dicho, en esos siglos en que se escribió la Ilíada, los héroes solo eran perfectos cuando poseían todas las dotes que tú has leído en ese libro, y por eso se dice “héroe homérico”, queriendo decir perfecto, o “héroe de los tiempos de Homero”, suponiendo que es perfecto el retrato que Homero nos dejó, puesto que él debía copiar a su época, de cómo debía ser un héroe de aquellos tiempos para que, arreglado a sus creencias, leyes y costumbres, se le considerara como el summum de la perfección. Si tú no opinas de ese modo, discutiremos; pero me parece que no ando muy errado en esta explicación y que no me han de faltar argumentos para defenderla.

El gozo de saber, que en José Gregorio Hernández fue primero de tono científico y luego religioso, será el motor que le anime en su periplo de vida. Nada parece ser ajeno a su curiosidad, y este hecho, sumado al descubrimiento de reconocerlo como un sujeto que, además de entusiasta lector, fue él mismo autor de textos que abarcan temas de ciencia, filosofía, pedagogía, religión y literatura, nos habla de un campo cultural dinámico, de un movedizo mercado del libro que puede servir de excusa para acercarnos a la historia de la lectura en aquel convulso período de nuestro país.

Sí, tarde o temprano José Gregorio Hernández llegará a ser nuestro primer santo, un santo de pantalón y bata médica. Y además, cómo dudarlo, un santo entre libros.


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