Crónica

Hasta que la muerte los separe

21/02/2021

Fotografía cedida por Anamaría Oxford.

Me levanté muy temprano porque el trabajo quedaba muy lejos. Todos los días tenía que cruzar la ciudad completa, de Montalbán a Boleíta, así que no tenía la opción de quedarme dormida. Eso implicaría llegar después del mediodía. No me lo permitía ni las noches que pasaba en vela hasta que saliera el sol, porque Ale tenía miedo de dormir.

—¿Dónde estabas? —me preguntó.

—Bañándome —dije con suspicacia.

—Te busqué por toda la casa y no te vi.

No solo me extrañó el comentario, sino que me prendió una alarma. “Esto no me gusta”, pensé.

Comencé a vestirme y le dije que seguramente no me había encontrado porque me había duchado en el baño de visitas para no despertarlo.

—“¿Para dónde vas?”.

Esa interrogante me desconcertó. Ale sabía que yo trabajaba todos los días, que tenía la misma rutina, bañarme, vestirme y correr para meterme en una cola kilométrica en cualquier vía de Caracas para llegar al canal. ¿Por qué me preguntaba eso?

Me fui con una sensación extraña. Algo estaba pasando. Me daba miedo y no lo quería enfrentar. Me sentía como cuando me dijo el doctor: “tiene mieloma múltiple”, y justo ahí, no escuché nada más. No quise saber. Lo hice consciente.

Pasaron muchos días antes de entrar en internet para buscar ese diagnóstico de dos palabras que me cambiarían la vida.

Llegué a la oficina, me senté frente a mi escritorio, bajé la cara y me puse las manos en la cabeza. Mi cerebro no paraba y yo quería que parara. No sé cuánto tiempo estuve así, no recuerdo si fue mucho o poco. Respiré y llamé al doctor.

“Ya sabes lo que debes hacer”. Fue lo último que me dijo, luego de explicarme un protocolo que yo ni siquiera entendí.

Nos tuteábamos. Ni Ale ni yo lo llamábamos doctor, no solo porque estaba casado con una compañera de la universidad, sino por todas las veces que se tomaba descansos, entre consultas, para jugar ajedrez o badgamon, durante las 12 horas de quimioterapia que Ale recibía, una vez al mes. Yo llevaba el almuerzo y compartíamos con otros pacientes, con las enfermeras y con los doctores.

La sala médica quedaba, o queda, en el Centro Comercial San Ignacio, los pacientes y los familiares teníamos el privilegio de contemplar El Ávila mientras los químicos hacían su trabajo. Eran momentos duros que todos se esforzaban por hacerlos amables. Las risas se escuchaban en el pasillo. Recuerdo que ese sonido me daba tranquilidad.

Salíamos riéndonos siempre. Era como si ese mes habíamos cumplido. Lo habíamos sobrevivido. Ganamos ese mes.

Esperé a que llegara mi jefe, que también era mi amiga, y le dije que me iba. Ella conocía la situación, así que solo le expliqué que Ale no estaba bien y que volvería pero que no sabía cuándo.

Yo solo quería estar con Ale.

Tomé un taxi y me fui a mi casa. Un apartamento de un gran amigo de Ale, que nos alquiló a buen precio y que no le importaba si nos retrasábamos en el pago. Quería muchísimo a Ale como lo quería el mundo entero.

Ale era un tipo que tenía amigos en cualquier parte del mundo. Era tenista profesional, viajó compitiendo. Dejó un amigo en cada puerto. No era raro que todos lo quisieran. Era un tipo de carácter ligero, no hay una foto en la que no sonría, y así vivía, todo el tiempo riéndose. Era alegre, buen bailador, divertido, ocurrente y con sensibilidad. Le encantaba una fiesta, un bochinche. No era bebedor, era animado por naturaleza.

También era profundo en sus reflexiones, directo al momento de decir lo que le gustaba o lo que no. Pero, sobre todo, era un tipo decidido y arriesgado. Eso me cautivó.

Alejandro Figueroa, narrador de tenis en Televen. Ahí nos conocimos un año y medio antes. Yo producía dos programas en el canal y él narraba los slam de tenis y además viajaba con el equipo de béisbol para animar los entre inning, entrevistando a jugadores o público en el campo.

Un día, a comienzos de diciembre, planeamos ir al concierto de Guaco en el Anfiteatro del Centro Comercial El Sambil. Iríamos un grupo grande, nos encontraríamos al terminar el trabajo. Cuando salí, solo estábamos Ale y yo. “¿Y los demás?” le pregunté. Me dijo que nos veríamos en el concierto, que nosotros nos adelantaríamos para guardar los asientos.

Nos fuimos en su Mini Cord verde oliva. Un carro igualito a él. Pequeño, divertido, generoso y veloz. Me reí todo el trayecto con risa nerviosa de la atracción, sin contar que estaba emocionada de ver el mundo desde esa perspectiva enana que me daba el parabrisas.

En el trayecto me enteré que Ale tenía toda la colección de los discos de Guaco, era su grupo favorito, los tenía en acetato y los había pasado a CD. Se sabía las letras de todas las canciones, no podía decidirse por una como la preferida, porque para él, cada una tenía un recuerdo, una historia, un cuento de su vida.

Ahora Guaco también es mi historia. Definió el principio y también el final.

Esa noche, bailando me besó. Los demás nunca llegaron.

Sentada, sin zapatos y todavía con el vestido de novia, me enteré de que el plan de ese día era que fuéramos solos al concierto. Todos habían planeado ese beso, fueron cómplices, pero ninguno testigo.

Camino a la casa recordé ese momento de confesión, del padrino de la boda, que también amaba a Ale. Era su mejor amigo y también su dolor.

Muy pocos vienen a visitarme. Me dijo triste un día.

Algunos me habían confesado que les dolía mucho verlo así. Ellos no sabían que al propio Ale le dolía verse “así”. Pero eso no le impedía querer ver un juego en silencio, solo sintiendo la compañía del afecto al lado. Él necesitaba a sus amigos ahí. Los que fueron, lo hicieron feliz.

Llegué a la casa, cuatro horas después de haber salido. Estaba la señora que plancha, mi mamá que me ayudaba, mi cuñada, que vivía desde dos meses antes en mi casa y al rato llegó mi suegro.

Mi cuñada Adriana, su hija menor, Tifani, y mi suegro Miguelucho habían viajado desde Margarita a Caracas, dos meses antes. Ellas se quedaban en mi casa y él, mi suegro, se quedaba en casa de unos familiares que vivían muy cerca. Habían cambiado su vida por aquel diagnóstico de “mieloma múltiple”, que las estadísticas dicen que es uno en un millón en personas menores de 40 años. Ale tenía 35.

Me cambié la camisa, me puse una franela blanca, cómoda, me dejé los pantalones –que llaman pescadores– azules y no me puse zapatos, me dejé los pies descalzos.

Ale volteó la cara y se le iluminó cuando me vio llegar. Eso también era una rutina, se alegraba de verme en casa. No le extrañó que llegara temprano, no sé si sabía que era temprano. Había dormido un poco, se tomó una avena que mi mamá le preparó y parecía que veía televisión.

Mi mamá prepara una avena maravillosa, dulce, cremosa y a Ale le encantaba, a veces le ponía queso blanco para contrastar los sabores y variar. Solo tomaba sopas, cremas, avenas, pudines, puras comidas licuadas y cremosas. No podía comer sólido.

En diciembre, un año después de nuestro primer beso, había comenzado a dificultársele tragar, incluso masticar. Una consecuencia del diagnóstico de dos palabras.

Comenzó a sufrir de amiloidosis, una enfermedad también rara que en su caso le generó el crecimiento y paralización de la lengua. Le costaba no solo tragar, también hablar. Pero él se esforzaba.

Todos los años, en enero, se juega el Australian Open. Como siempre, Alejandro fue al canal para narrarlo. Fue una transmisión muy dura para todos. Le costaba expresarse, no controlaba la lengua, fueron horas terribles. Cuando regresó a la casa, de madrugada, estaba triste, sabía que era la última vez que narraría, no quería volver a pasar por esa sensación de descontrol y exposición. Se sintió incapaz, se vio a sí mismo diferente.

La decisión de no hacerlo más la reafirmó una disculpa pública que hizo el conductor de un programa de humor que transmitía el canal, no tan tarde. Este se había mofado de cómo narró Ale esa noche, se rio, hizo chistes, fue humillante. El canal, de una manera cercana y solidaria, envió un reclamo a la producción donde les confirmaba que todos los slam los haría el mismo narrador “a pesar de su situación de salud”.

No pude evitar que Ale viera la disculpa, se enteró de todo. Sintió vergüenza, tristeza y no fue más.

Luego de cambiarme de ropa, me senté a su lado, me quedé también como si estuviera viendo televisión. Le tenía la mano agarrada.

No sé en qué momento decidimos buscar al padre en la Iglesia Nuestra Señora de la Paz, que quedaba detrás de la casa. Tampoco recuerdo si hizo algo o dejó de hacer. Solo sé que todos teníamos el miedo de no saber, de la espera sin respuestas, de la ansiedad de ver el avance de algo que no queríamos ver.

Llegó el cura. Eran como las 3 de la tarde, nadie había almorzado, no había apetito. “¿Dónde está tu hermano?”, escuché que preguntaba una voz amigable y conocida. “Pase padre. Por aquí”.

Volteé hacia la puerta y vi al cura que un año atrás nos había dicho en su iglesia: “Hasta que la muerte los separe. Pueden besarse”. Y acto seguido, todos los asistentes de la iglesia aplaudieron con euforia.

Abrió los ojos, volteó a ver a Ale y dijo: ¡Pero si los acabo de casar! ¿Qué pasó?

El padre se acordaba de nosotros. Creo que no era tanto por el poco tiempo de haber celebrado el matrimonio, sino porque era farandulero.

Cuando supo que trabajamos en televisión, fue muy complaciente. El cursillo prematrimonial lo hicimos en dos semanas diferentes porque yo estaba de guardia, así que nos lo permitió. Y en la boda, mientras nos casaba él se permitió hablar de política, hizo chistes y pidió opiniones, era como su propio show con celebridades. Luego saludó y se tomó fotos con nuestros invitados que eran caras conocidas del periodismo.

Solo habían pasado 15 días de nuestro primer aniversario de bodas. No lo celebramos, pero sí nos abrazamos con amor. Alejandro ya no podía pararse solo de la cama.

Unos 10 días antes habíamos regresado de una hospitalización por neumonía. Ale sobrevivió a las 48 horas críticas que se ven en las películas, se sobrepuso al fuerte antibiótico, y a mi llanto disimulado en las escaleras de emergencia de la Clínica El Ávila.

Sin embargo, el jueves de esa semana, que arranco el lunes en la clínica, me dijo:

—Acuéstate a mi lado.

Se habían acabado las visitas, se habían ido todos, estábamos solos. Yo tenía el pijama y me recosté a su lado como me lo pidió. Suspiró.

—Estoy cansado, Ana.

Lo atribuí a la cantidad de visitas que habíamos tenido todo el día. “¡Claro! Ha visto un gentío”.

—No, Ana. Estoy cansado.

Ale no hablaba de la muerte, no era un tema que se pudiera hablar con él. En las noches, muchas veces, me despertó porque “tenía miedo de no despertar”, me decía. Y hablábamos hasta que salía el sol, de mil temas, pero nunca del miedo que tenía a no despertar. Así que entendí. Me quedé callada, se me salieron las lágrimas. Él me abrazó y así dormimos, con su cansancio y la tristeza también en la habitación de la clínica.

Al ver al padre, cerró los ojos. Dejó que la extremaunción fluyera sin oponer resistencia y al terminar, el padre le preguntó si quería confesarse. Ale abrió los ojos, el padre pidió que nos saliéramos del cuarto.

“Puedes quedarte” me dijo Ale, y me agarró fuerte la mano, aunque no tenía fuerzas. “Yo solo quiero confesar que este año ha sido el más feliz de mi vida. Si tuviera que volver a vivirlo igual, no cambiaría nada. Ana, he sido feliz contigo, muy feliz. Te amo”.

¡Cómo no entender esa declaración de amor!

El padre nos bendijo nuevamente, como lo había hecho en aquella iglesia, aquel mediodía que se retrasó todo porque Alejandro llegó tarde. Ese día yo fui tan feliz que no me molestó esperarlo en la puerta de la iglesia una hora completa. Ese día que comenzó temprano y terminó, al día siguiente, con los más cercanos invitados metidos en la habitación del Eurobuilding donde esperaríamos dos días para tomar el avión hacia la aventura en Punta Plata, en República Dominicana, para tener una luna de miel en topless, divertida, inolvidable.

A las 8 de la noche –creo– salí del cuarto temblando. Ale había muerto. El día que presentí la muerte, que Ale me mostró las señales de su cercanía, el día que mi historia de amor se inmortalizó.

Después de ese “te amo”, Alejandro no habló más. Fue lo último que dijo, fue lo último que escuché de él. Es el recuerdo más hermoso del día triste en que Ale murió.

A los pocos días nos reunimos para honrar la vida. Abrazada a las cenizas me senté en la grama. Estábamos los mismos del Eurobuilding, los mismos cómplices del beso, los mismos de siempre. Llevamos los Cd’s de Guaco y las historias.

Contamos anécdotas. Con un nudo en la garganta reímos recordándolo. Y yo bailé con Guaco mientras sus cenizas caían en la grama.

***

[Texto generado en el “Taller de literatura autobiográfica” coordinado por Ricardo Ramírez Requena.]


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