“Doctor, no me deje fea”

Fotografía de Roberto Mata

28/04/2019

Mirna Gamboa iba a perder el ojo esa mañana. Despertó con un leve dolor de estómago y la garganta contraída. El globo ocular izquierdo estaba fuera de órbita, empujado por un tumor que comenzó a crecer ocho años antes. Dentro de dos horas le extirparían el sarcoma y el ojo, que parecía un promontorio a punto de desprenderse hacia un lado. Cuando Mirna se levantaba de la cama para prepararse, los aparatos de la habitación donde dormía se apagaron y todo quedó en silencio.

El doctor José Francisco Mata iba a afeitarse y a ducharse cuando se fue la luz. Era el 27 de marzo de 2019, el octavo día que había un apagón aquel mes en Caracas y en casi toda Venezuela. Ese miércoles tenía previstas dos cirugías: una para extirpar el tumor en el ojo izquierdo de Mirna y otra para extirpar un tumor en el ovario derecho de una paciente que estuvo a punto de entrar a quirófano dos días antes, pero se fue la luz y tuvieron que suspender.

El doctor Mata se bañó con tobo, no llegaba agua por las tuberías sin electricidad. Su esposa Ligia hizo café y calentó el desayuno en una cocina de camping que llevaban a las excursiones cuando sus hijos eran niños. Se hicieron adultos y se fueron de Venezuela. En el maletín de mano metió un frontoluz para expediciones –una lámpara que se pone en la frente–, por si fallaba la energía eléctrica durante alguna de las cirugías. En Caracas no había encontrado dónde comprar un frontoluz quirúrgico.   

Mirna le preguntó al doctor Mata por mensaje de texto si valía la pena ir a la clínica a esperar que volviera la luz. No había conexión de datos para comunicarse por Whatsapp y las líneas no funcionaban durante los apagones, pero el teléfono de Mirna sonó. El doctor Mata le dijo que fuera a la clínica para hacer la preadmisión. Allá había planta eléctrica y podía adelantar el trámite mientras se restablecía el servicio. Si la luz volvía pronto, la operaría a las 10:00 de la mañana para atender a la otra paciente primero. Mirna veía borroso desde que el tumor le presionaba el ojo. Aunque no distinguía los escalones, bajó ocho pisos por las escaleras agarrada de la mano de su mamá porque los ascensores no funcionaban. Aidée, la prima que las alojaba en su casa cuando iban a Caracas, alumbraba las escaleras con la linterna del teléfono.

José Francisco dijo que quería ser médico cuando estaba en tercer grado de primaria, un año antes de que su mamá muriera por una estenosis mitral. Cuando tenía 25 años y estaba embarazada de José Francisco, le abrieron el tórax, después el corazón y luego le desgarraron la válvula mitral con el dedo para hacer espacio; su válvula se cerraba y bloqueaba el flujo de sangre por el lado izquierdo del corazón. Le propusieron abortar pero ella no quiso. Los médicos le advirtieron que debían repetir el procedimiento dentro de diez años. A los 35 tuvo un accidente cerebrovascular en su casa en Valencia antes de seguir la instrucción. Varios tíos se encargaron de José Francisco y sus seis hermanos; a él lo mandaron a Caracas con una tía. Tres días después del ACV, cuando volvían a Valencia, José Francisco escuchó en la radio que invitaban al sepelio de su mamá. Cuando llegaron a casa, le impresionó ver tantos carros estacionados en la entrada. Cuando pasaron por el garaje, vio una cama clínica y bombonas de oxígeno. En la sala estaba la urna. El doctor Mata conserva una carta del cirujano cardiovascular que operó a su mamá donde la felicitaba por el nacimiento de José Francisco, hace 63 años.

Mientras esperaban a que volviera la luz, el doctor conversó con Mirna y sus familiares. Arrancar una cirugía sin electricidad era como recorrer 800 kilómetros desde Caracas hasta la Gran Sabana con los cuatros cauchos lisos y sin uno de repuesto, pensaba el doctor. La planta eléctrica enviaba energía a Emergencia, Terapia Intensiva, los quirófanos y algunas áreas administrativas. “Doctor, no me deje fea”, le pidió Mirna. Desde que el ojo estaba fuera de órbita, Mirna no se maquillaba ni permitía que le tomaran fotos. Los niños la señalaban en la calle. Los padres los reprendían pero también la miraban. Amanda, su hija de cinco años, le preguntaba por qué tenía “el ojito enfermo”. El doctor Mata propuso esperar hasta las 10:00 de la mañana. Si no volvía la luz, aplazarían la cirugía.

La electricidad llegó en algunas áreas de la clínica pasadas las 9:30, también en el mercado de enfrente y en los postes de la calle, pero no en los quirófanos. Decidieron esperar.

Cuando José Francisco era niño, quería ejecutar con las manos lo que pensaba. Comenzó a tocar el piano que le compraron a su hermano mayor, a puro oído, para ver si sus dedos podían replicar las canciones que escuchaba en la radio. Aprendió a tocar piano, cuatro y arpa por su cuenta, sin clases ni profesores. Recién graduado de bachiller, entró en la Escuela de Medicina de la Universidad de Carabobo en 1973. Todas las especialidades eran interesantes, pero lo que más le gustaba era ver el resultado de lo que hacía con las manos; por eso sabía que sería cirujano. Trabajó dos años en el Hospital de San Carlos en Cojedes, ocupándose de pacientes con quemaduras. Mientras sus colegas los evitaban, él quería reconstruir los tejidos dañados. Aunque no le interesaba la estética, pensó en hacer el posgrado de Cirugía Plástica para especializarse en reconstrucción. Finalmente se mudó a Caracas para estudiar Cirugía General en el Hospital Militar durante los ochenta. Allí se entusiasmó con la Oncología, aprendería a extirpar tumores y tendría más competencias y destrezas que un cirujano general. Se especializó en el Instituto Oncológico Luis Razetti, donde descubrió el Servicio de Cabeza y Cuello, un área que le permitía afrontar casos más complejos y hacer con las manos, en una cirugía, lo que tenía en mente.

A Mirna la llamaron a la sala de preanestesia después del mediodía. No quería llorar pero temía quedar peor. En 2011, empezó a tener dolores de cabeza todos los días a la 1:00 de la tarde. El párpado del ojo izquierdo temblaba. Después de almorzar, se acostaba a ver televisión y esperaba que pasara el malestar. En una tomografía vieron un tumor de 1,3 centímetros detrás del ojo izquierdo. Lo extirparon y lo analizaron; no había signos de malignidad. En 2017, volvió a sentir los dolores y el temblor en el ojo. El tumor apareció de nuevo y medía 2,5 centímetros. Un médico le dijo que no lo sacaron de raíz la primera vez. Hicieron una biopsia y resultó negativa, las células eran benignas. Cuando Mirna se vio en el espejo por primera vez después de la cirugía, se horrorizó. Parecía que el ojo iba a salirse de su cara. El médico que la operó en el Hospital de San Tomé, el pueblo donde Mirna vivía en Anzoátegui, le dijo que estaba inflamado y volvería a su sitio. No pasó. La refirió a una oftalmóloga del Hospital Dr. Miguel Pérez Carreño en Caracas que la diagnosticó sin ver sus resonancias: “Así te operes mil veces, mil veces te saldrá el tumor”. En ese momento, Mirna veía borroso por ese ojo y los dolores de cabeza ya no duraban horas, duraban días. En el futuro perdería la visión del ojo izquierdo, dijo la doctora. Mirna y su mamá salieron del hospital en llanto y sin esperanzas.   

Un primo que vivía en Caracas les propuso ver a un oftalmólogo especializado en cirugía plástica ocular. El especialista dijo que podía remover el tumor y salvar la visión. La operaron por tercera vez en abril de 2018 e hicieron una biopsia. Pidieron un estudio de inmunohistoquímica; eso indicaba que podía ser maligno. Mirna abrió el correo con los resultados en la computadora y leyó, con la visión más borrosa por el efecto de las lágrimas: positivo para mieloma múltiple y plasmocitosis. Buscó en Google qué significaba eso y el primer resultado decía: cáncer de la médula ósea. En mayo, un mes después de la tercera cirugía, el tumor medía 3,5 centímetros. Era más grande que el ojo.   

La mamá de Mirna la acompañaba a todas las citas médicas que tuviera en San Tomé, El Tigre, Puerto La Cruz, Puerto Ordaz y Caracas. Su papá leyó en Internet que el té con hojas de guanabana ayudaba a combatir las células malignas, así que le preparaba dos tazas al día. Su cuñada se quedaba con Amanda cuando Mirna tenía que viajar para tratarse. Ese mes de mayo, el domingo día de las madres, su abuela Luisa tuvo un dolor fuerte en el pecho y la hospitalizaron. El martes, le contó a la doctora de guardia que tenía muchas cosas adentro, le dolía tanto que su nieta la “Negrita” estuviera enferma. Minutos después murió de un infarto.

Un médico le recomendó a Mirna ir a consulta con la doctora Livia Romero, una oftalmóloga del Oncológico Luis Razetti en Caracas especializada en cáncer ocular en niños. Ella le dijo que consultara con el doctor Richard Noda, oncólogo del Servicio de Cabeza y Cuello del hospital y colega del doctor Mata. Noda era amable y cariñoso, pero Mirna no entendía lo que decía.

—Doctor, hábleme en español.

—Para ser más práctico, cierra el ojo —le dijo Noda—. Así vas a quedar. Hay que sacarte el ojo.

El doctor Noda le advirtió que debían operarla rápido para evitar que el tumor rompiera la membrana que separa el ojo del cerebro. En diciembre de 2018, 70 pacientes con tumores malignos esperaban para operarse en el Servicio de Cabeza y Cuello del Oncológico Luis Razetti. Eso equivalía a cuatro meses de espera. Dos de los cuatro quirófanos del hospital estaban inoperativos y el servicio disponía de uno los jueves, pero no había lo básico: suturas, gasas, compresas y drenajes. El doctor Noda le dijo que no esperara turno quirúrgico en el hospital. En enero la pasarían para febrero; en febrero para marzo. Después de los apagones se dañaron los aires acondicionados de los quirófanos y suspendieron las cirugías durante dos semanas. Cuando los especialistas del hospital discuten en qué orden operarán a los pacientes, evalúan varios factores: su edad, el tiempo del tumor y la posibilidad de curación. Aunque Mirna era joven, las otras dos variables estaban al límite y postergar la cirugía aumentaba el riesgo de que las células malignas alcanzaran el cerebro. Debían operarla en una clínica.

Cuando el Estado no puede garantizar el acceso de la población a servicios básicos y necesita ayuda internacional, el país vive una emergencia humanitaria compleja. En el caso de Venezuela, los centros oncológicos no tienen equipos para diagnóstico, personal especializado e insumos médicos y quirúrgicos para tratar a todos los pacientes con cáncer, denunció un grupo de ONG venezolanas en 2018 ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.

Si no se puede detectar un tumor en etapa temprana y tratarlo antes de que alcance otros tejidos, la posibilidad de salvar al paciente disminuye. Fortalecer esas capacidades en los sistemas sanitarios públicos es el punto de partida para desarrollar programas eficaces contra el cáncer, recomienda la Organización Mundial de la Salud a los gobiernos. Después de las afecciones cardiovasculares, el cáncer es la segunda causa de muerte en Venezuela. En 2017 murieron 26.510 personas por esta enfermedad, según la Sociedad Anticancerosa de Venezuela.

Como había tantas dificultades para operarse en Caracas, Mirna intentó hacerlo en El Tigre. Un médico le dijo que no había especialistas que pudieran hacer la cirugía en ese momento. Le recomendó hablar con el doctor José Francisco Mata, de vuelta en el Luis Razetti. Mirna le contó su recorrido a la doctora Romero y ella le propuso que usara una prótesis ocular. No podría ver a través de ella pero luciría normal otra vez. El doctor Mata revisó su caso y acordó con el doctor Noda y la doctora Romero operarla en una clínica privada.

Antes de arrancar la cirugía, el doctor Mata puso el frontoluz en una mesa del quirófano. Durante cuatro horas, extirpó el tumor, el glóbulo ocular y los músculos que lo mueven; la arteria, la vena y el nervio óptico, la grasa y el periostio, una membrana que está adherida a las paredes óseas. Para la reconstrucción, cortó y levantó el cuero cabelludo, despegó el músculo temporal del cráneo, hizo un túnel por debajo y sacó el músculo temporal que sirve para la masticación.

Cuando estaban reconstruyendo el párpado y haciendo pruebas con la prótesis, se quedaron a oscuras. “¡Coño!”, se escuchó en el quirófano. El doctor Mata dejó de mover las manos hasta que el anestesiólogo encendió la linterna de su celular. Una enfermera corrió a buscar el frontoluz. Esperaron unos segundos pero la corriente de la planta eléctrica no llegó. La energía debía enviarse automáticamente al quirófano si ocurría un apagón, pero una falla mecánica había obligado al personal de mantenimiento a usar un protocolo manual para transmitirla. Eran las 7:00 de la noche y ese personal no estaba.

El oncólogo Raúl León, primer cirujano ayudante del doctor Mata, conocía el protocolo. Salió del quirófano con la bata y las botas médicas puestas, se quitó los guantes y también prendió la linterna del celular. Bajó dos pisos corriendo por las escaleras hasta el cuarto donde controlaban la transferencia de la planta eléctrica que estaba en el estacionamiento de la clínica. Empujó la puerta del cuarto pero estaba cerrada. Un vigilante se acercó con la llave y la abrió. El cirujano movió la palanca desde la derecha, donde se dejaba cuando recibían electricidad de la calle, pasó a neutro y la empujó hasta la izquierda para que la planta suministrara energía a la clínica. Pasaron ocho minutos sin luz en plena cirugía, tiempo suficiente para comprometer o salvar la vida de un paciente. 40 minutos más tarde, la operación terminó.

Cuando el doctor Mata llegó a casa esa noche ya había electricidad. Se quedó en blanco. No supo qué hacer primero: cargar el celular o correr a ducharse. Extenuado, se sirvió un trago y le contó a sus hermanos por un grupo de Whatsapp que ese día se había ido la luz en plena cirugía. Se fue a dormir satisfecho por el resultado de la operación.

Al día siguiente, llegó a la clínica antes de las 7:00 de la mañana para saber cómo había amanecido Mirna. Entró a su habitación y le contó que hubo un apagón durante la cirugía. Se despidió pronto, debía ir al Instituto Oncológico Luis Razetti; era jueves y quizás podría operar a algún paciente del Servicio de Cabeza y Cuello si funcionaban los quirófanos.

Dos semanas después, Mirna fue a consulta para que el doctor Mata le quitara los puntos del cuero cabelludo. Él le preguntó cómo se sentía y ella respondió que no se había visto en el espejo. “¿Cómo que no te has visto? Ven acá, vamos a pasar esta prueba juntos”. La tomó de la mano, la ayudó a bajar de la camilla, la abrazó y la llevó hasta el espejo. Mirna temblaba, reía nerviosa, lloraba. No estaba morada ni inflamada, como había pasado en las operaciones anteriores. Le dio las gracias al doctor. Por primera vez en mucho tiempo, Mirna sintió alivio.

Fotografía de Daniella Ziade | RMTF


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