Vista de Pointe-à-Pitre, capital económica del archipiélago de Guadeloupe. Fotografía tomada del directorio de puertos Marinas.com
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Esta isla que en verdad son dos –unidas por varios puentes– le debe su nombre a Cristóbal Colón, quien en su segundo viaje (1493) descendió de la carabela y la bautizó en recuerdo de la virgen Santa María de Guadalupe, de Extremadura, quizás en ofrenda a los marineros extremeños que lo acompañaban en la aventura. Los franceses no le cambiaron el nombre cuando tomaron posesión de ella en 1635, batallando contra los caribes y no contra los españoles, que no la habitaban. Simplemente la siguieron llamando en francés: Guadeloupe.
Los franceses trataron de esclavizar a los caribes pero estos no se dejaron, por lo que los galos optaron por diezmarlos en su casi totalidad. Trajeron esclavos africanos para trabajar los sembradíos mientras seguían en plan conquistador hacia dos islas que bautizaron Saint Barthélemy y Saint Martin, cuando ya contaban con las otras ínsulas de Marie Galante, Les Saintes y La Désirade, en el mismo archipiélago de Guadeloupe.
En 1794, de acuerdo con los valores de la Revolución francesa, se abolió la esclavitud en la isla, pero en 1804, de acuerdo con la voluntad imperial de Napoleón, se reinstauró. En 1810 los ingleses se adueñaron de la isla y en 1813 se la cedieron a Suecia; pero en 1814 estos se la devolvieron a Francia. Al día de hoy suman cuatrocientas mil almas en este territorio. Cerca del 70 % son mestizos, casi 15 % provienen del Indostán y cerca del 10 % son caucásicos.
Cuando nos invitaron a conocer Guadeloupe un fin de semana de 2007 su nombre retumbaba en mi memoria por mis padres, quienes siempre referían que el vapor que los llevaba y traía de Europa en los años ‘30 y ‘40 paraba en Pointe-a-Pitre, el puerto de la isla, y también recordaba que un poeta cuya obra tenía eco en mí había nacido allí: Saint-John Perse.
En mis años al frente de Monte Ávila Editores había tenido el gusto de editar su poesía, en la que se escuchaba el rumor del mar de su infancia y juventud, ambas transcurridas en la isla, hasta que emigró a Francia e hizo una brillante carrera diplomática y obtuvo el Premio Nobel de Literatura de 1960 por el conjunto de su obra. Se llamaba Alexis Léger, pero apeló a un pseudónimo como lo hizo años después Eugenio Hernández Álvarez, conocido como Eugenio Montejo. La sonoridad del nombre escogido justificaba el cambio, al igual que el de Montejo y, por supuesto, el de Pablo Neruda en sustitución de José Neptalí Reyes Basoalto.
En el hotel de playa en el que nos alojamos estaba Derek Walcott, el poeta y dramaturgo (Premio Nobel de Literatura de 1992) nacido en Santa Lucía y dueño de una antipatía particular, mirándonos “como gallina que mira sal”, cuando lo saludamos con la alegría de advertir su presencia. ¿No estaba feliz ese día o el poeta estaba siempre de malas pulgas? No lo sabemos. En todo caso su poesía-río recuerda los cantos homéricos y la vastedad del océano.
Dimos algunas vueltas por la isla y nos sorprendió su intenso verdor, la flora caribeña característica entre la que se cuenta la piña que probó Colón en aquel segundo viaje de 1493. Vimos las casas de madera características del Caribe y advertimos de lejos el volcán La Soufrière, cuya erupción más violenta ocurrió en 1976 cuando las autoridades de la isla desalojaron setenta y seis mil personas que vivían en su zona de influencia. Desde niño me llama mucho la atención que Venezuela está rodeada de volcanes y no hay ninguno en su territorio.
Como ocurre con frecuencia en las islas, no comimos buen pescado. No siempre quienes viven a la orilla del mar se nutren de sus frutos. Incluso algunos le dan la espalda. No advertí que fuese el caso de los guadalupenses, pero si lo fuese no me extrañaría.
Estos viajes repentinos, breves e inesperados te dejan algunas imágenes y no mucho más. El verdor de la tierra es una de ellas; la visión desde las alturas de dos islas como las alas de una mariposa unidas por puentes que las comunican, es otra. Unas playas no particularmente acogedoras y una población mayoritariamente afrodescendiente, son otras. También queda en el aire una pregunta: ¿por qué las regiones de ultramar de Francia lejos de independizarse, como lo hicieron las británicas, siguen allí y suman territorios nada despreciables?
En África son Reunión y Mayotte; en Oceanía, Wallis y Futuna, la Polinesia francesa y Nueva Caledonia; en América del Norte, San Pedro y Miquelón; en el Caribe, Martinica, Guadeloupe, Saint Barthélemy, San Martin y en América del sur la más grande todas: la Guyana francesa. Entre todas suman dos millones y medio de habitantes. No incluimos los territorios franceses deshabitados del océano Índico ni la base francesa en la Antártida, que es una inmensidad de cuatrocientos treinta y dos mil kilómetros cuadrados donde viven, por razones obvias, ciento veinte personas.
Cuando el avión despegó pensé que era muy poco probable que volviese a Guadeloupe, pero nunca se sabe. Creía que nunca iría a la India y allá estuve en el lomo de un elefante subiendo hacia el palacio de un Maharajá cuyo nombre olvidé. El azar mueve sus fichas en el tablero y uno responde. Una mirada puede cambiar el curso de una vida. Nunca se sabe.
Rafael Arráiz Lucca
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