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“La geografía es el azar inmovilizado en
su tránsito incesante. ¿Cuánto perdura un
paisaje, una especie, una tradición ritual,
una nación, un mapa?”
“Toda literatura es una geografía y escribir
no es sino recorrer espacios”
José Balza
Venezuela es la geografía de múltiples azares: un imaginario forzado por la configuración fortuita de un territorio que aglutina diversos grupos humanos; es también la cristalización incompleta de una estructura (mental, cultural, social, política) que articula tal diversidad en torno a sólidos e inamovibles ideales que derivan en acciones que produzcan bienestar general; es, además, una idea y, sobre todo, la deformación incesante de esa idea; Venezuela es, en parte, un imaginario que no ha existido más allá del pensamiento de aquellos que lo han concebido.
En escasos momentos, el pensamiento de tales individuos ha abarcado espacios de la realidad, pero, repentinamente, cuando ese germen se esparce cada vez más hacia zonas de lo real, bruscamente se difumina, desaparece. Por esa razón, es difícil hallar los fundamentos que suscitan el país en los hechos (nos abruman: políticos, sociales, económicos) que componen cada época, pero sí es posible encontrarlos en las huellas de aquellos que han intentado exhumar los fragmentos del estrato basal donde se preserva lo que somos como nación, ya sea a través de la crónica, el ensayo, de las investigaciones arqueológicas, antropológicas, toponímicas, historiográficas, geográficas, sociológicas, etc. Somos, entonces, la recomposición de todos esos fragmentos basales. Y fray Juan Antonio Navarrete (Guama, 1749 – Píritu, 1814), es un conducto desde donde brotan con absoluta naturalidad, a través de su monumental obra Arca de Letras y Teatro Crítico Universal (escrita entre 1784 y 1814), concretos rasgos identitarios de nuestro imaginario sepultados en ese recóndito estrato medular.
Los intereses y pretensiones de fray Juan Antonio Navarrete fueron vertiginosos y amplísimos, fascinantes: comprender la sustancia del mundo físico, desde la infinitud del universo hasta las partículas elementales de la materia; desentrañar el alma del drama humano, que es otro universo dentro del universo físico; hurgar en los planos de debilidad de su religión, en el contexto de la inquisición, con la actitud de un niño que quiere probar la crema de un pastel sin que nadie lo vea, pero en su caso arriesgando el hábito clerical o la propia vida; dar orden a los vastos espacios del mundo y de su pensamiento, mediante una obsesiva persistencia por lo cartográfico, geométrico y astronómico; estar al tanto de lo más novedoso (libros, investigaciones, acontecimientos), para modificar o corregir permanentemente el estado de conocimiento de sus inquietudes cognitivas.
En relación con lo antes planteado, se desprende que, en Juan Antonio Navarrete, su singular erudición, su voracidad intelectual y su preocupación por el escaso nivel cultural de los venezolanos, lo condicionaron a escribir una obra cuyo formato le permitiera descargar sus vastas inquietudes: una auténtica enciclopedia; naturalmente, con variadísimos temas: científicos de diversa índole, filosóficos, humanísticos, históricos, médicos, religiosos, etc, con abundantes espacios para asuntos peculiares: comentarios mordaces y agudos sobre sucesos cotidianos presenciados por él; opiniones críticas sobre acontecimientos nacionales e internacionales de los cuales se enteraba; descripciones de juegos e incluso invenciones de juegos. De los múltiples temas que trató, se abordarán en este trabajo únicamente dos esferas intelectivas del fraile: la geográfica y la geológica, para revelar, desde esas ventanas particulares, la racionalización y concreción de un imaginario disperso.
La geografía y geología del mundo en su época
A partir de sus frenéticas lecturas, la fértil imaginación de fray Juan Antonio Navarrete recreó con detalle la figura del globo terráqueo de su época, y con ese mapa en su cabeza posicionó accidentes geográficos, océanos, mares, ríos, ciudades, reinos y países, personajes históricos, guerras, grupos religiosos, etc. La escala de su mapa del mundo aumentaba continuamente, adquiría detalle, de allí que modificaba sin cesar una configuración mental y cartográfica anterior.
Desde su cuarto – biblioteca el erudito recorrió la inmensa cuenca del río Amazonas, a través de las obras del Padre García (1729), de Moreri (1711), Montpalau (¿1793?) y el jesuita Antonio Vieyra (1752); este último sostenía que: “El río Amazonas, por las varias naciones que atraviesa y las diversas lenguas que hablan, fue denominado por muchos eruditos río de Babel, y que aun se queda corto el nombre porque tal río es más mar que río”; Vieyra fundamentaba su planteamiento en la aparente mayor anchura y longitud de este río respecto al mar Mediterráneo; Juan Antonio Navarrete, por su parte, apoyaba esta idea citando del Diccionario Americano los datos de ancho de la boca del mar Mediterráneo y del río Amazonas, siendo el de este último mucho más grande. Hoy sabemos que para establecer quién es más ancho no es adecuado emplear la boca como elemento de comparación, porque la boca del mar Mediterráneo es un estrecho o garganta de agua y la del río Amazonas corresponde a un gran estuario, con lo cual no se está midiendo la anchura del río sino del estuario (como ocurre actualmente con el río de La Plata, que los rioplatenses sostienen que es el río más ancho del planeta, cuando en realidad se trata de un gran estuario: como si quisiéramos medir la anchura del río Orinoco a partir del ancho de su delta).
Juan Antonio Navarrete estudió otros ríos, como el Éufrates y el Nilo (para este último emplea el término catadupas como sinónimo de cataratas, y menciona las obras de Moreri (1711) y Nebrija (1754) para explicar el origen de ese término poco usado en su época); estudió los estrechos e istmos de Gibraltar, de Panamá (Darién), de Corinto, de Suez, de Babel–Mandel, de Magallanes, de Cabo de Hornos, describiendo detalles geográficos (“El de Darién, que llaman istmo de Panamá… porque aunque es intransitable por línea recta, que no admite caminos por las tierras cenagosas y fangosas de consumideros terribles y formidables; empero en la realidad solo tiene alrededor de 7 u 8 leguas de ancho de garganta de tierra. Las otras leguas que le dan, es por el camino que hoy tiene con tantas curvas y rodeos. Este Darién es tan famoso, porque es el punto que divide a la América en Meridional y Septentrional) e incluso precisando las definiciones de ciertos términos (“Dije arriba que estrecho es lo mismo que istmo, y no me acabé de declarar. El istmo es estrecho de tierra en la geografía. Pero estrecho, por lo común en dicha facultad es garganta o estrecho de aguas”).
Una temática recurrente en la obra de Juan Antonio Navarrete es la relacionada con los sistemas de representación del planeta tierra, de allí la cantidad de anotaciones (30) que hace sobre latitud, longitud, los ejes del mundo, la línea equinoccial, los polos, los grados de altura de los polos, los sistemas de nomenclatura de los grados de longitud, el globo terráqueo y los trópicos. Dentro de esta misma línea temática, también escribió reseñas sobre los equinoccios, los elementos, la atmósfera, las nubes, el viento, sotavento y barlovento, los continentes, América septentrional y meridional, los Alpes, los Pirineos, Peloponeso, Roma, las filipinas, Etiopía, México, las islas Canarias, islas Salomón, dunas y litoral, solo por mencionar algunos términos relacionados con la geografía; de todo esto se desprende que Navarrete fue un ardiente apasionado de la geografía, de allí pues que en él hallamos a un geógrafo en potencia, y a un posible precursor de tal ciencia en Venezuela, junto con otros sacerdotes, cronistas y exploradores que realizaron valiosas descripciones geográficas durante la época colonial: Joannes Laet, fray Pedro Simón, el Padre Manuel Román, el Padre Antonio Caulín, el Padre José Gumilla, el alférez José Solano, solo por mencionar unos pocos.
Debe señalarse además, que ciencias como la astronomía, química, física, geometría, botánica, meteorología y geología, fueron ejes temáticos de carácter científico frecuentes en su obra. De modo pues que, es justo considerar a Navarrete, además, no solo como a un naturalista enciclopédico, sino como el primer venezolano en practicar las ciencias naturales (geografía, geología, astronomía, botánica, meteorología, etc), desde luego, a partir de un enfoque netamente teórico. Cabe destacar que en el campo de las ciencias naturales en Venezuela, fue precedido por dos extranjeros insignes: el Padre José Gumilla, que por su aguda imaginación y acuciosa capacidad de observación logró registrar información valiosa sobre la fauna, flora y geografía de las regiones que exploró, por lo cual puede considerarse como un geógrafo y naturalista; y Pehr Löfling, precoz naturalista de rigurosa formación académica, botánico de rango excepcional, que en su corta y mortal expedición por Venezuela (1754 – 1756, como botánico de la Expedición de Límites) dejó un riquísimo legado producto de sus densas investigaciones: catálogos científicos de la flora, fauna y, especialmente, de ictiología, además de descripciones de la geografía, ríos, minerales, rocas y fósiles de las áreas que visitó; es por ello que Pehr Löfling es considerado, con mucha justicia, el primer naturalista en explorar tierras venezolanas.
En relación con lo anterior, es importante acotar que las ciencias naturales fueron de gran interés para un venezolano contemporáneo de Navarrete, hombre extraordinario, de una erudición magnífica y un saber universal: Francisco de Miranda. Al respecto, Iván Baritto (2023), sobre la base de sus investigaciones acerca de esa faceta de Miranda, concluye que: “Francisco de Miranda fue el primer naturalista venezolano fuera de las fronteras, en campos tan diversos como la geología, espeleología, arqueología, astronomía, entre otros, en virtud de las diferentes descripciones y exploraciones emprendidas en los parajes naturales que visitó en el viejo continente, las cuales dejó plasmadas, como memoria histórica de la nación y la humanidad en sus Diarios de viajes”.
En otro orden de ideas, relacionado con la geología, se menciona a continuación un término importantísimo reseñado por Juan Antonio Navarrete. El concepto en cuestión es “Orictognosia”, que es una ciencia experimental que Navarrete define como: “La ciencia o facultad de descubrir y beneficiar las especies de metales, sales, aromas, masas y argamasas de la tierra”. Navarrete remite al lector a buscar el término en el folio 559 de la Gaceta de Madrid del año 1798 (figura 1). La orictognosia era, más o menos, lo que actualmente se conoce como mineralogía sistemática (estudio del origen, ocurrencia, propiedades y clasificación de los minerales).
Extrañamente, Juan Antonio Navarrete no menciona en su definición la fuente de donde la Gaceta de Madrid recoge el concepto: “La orictognosia”, de Christiano Herrgen, publicada en 1797 y traducida del libro original escrito en alemán por Juan Federico Guillermo Widenmann, basado a su vez en los fundamentos de mineralogía del célebre profesor de geología Abraham Werner (1749 – 1817). Por otra parte, en el prólogo de la obra de Herrgen, el autor menciona que Don Andrés Manuel del Río, discípulo directo de Werner (como también lo fueron Alexander von Humbolt y Leopold von Buch), se adelantó a su obra y en 1795 publicó en México “Elementos de orictognosia, o del conocimiento de los fósiles, dispuestos, según los principios de A.G Werner” (figura 2).
En tales obras se tratan conceptos interesantísimos, como el de geognosia, mineralogía, geografía mineralógica y, además, se describen diversas especies de minerales y rocas. El primer término es de suma relevancia porque la geognosia era un área del conocimiento que estudiaba las relaciones de los minerales o fósiles en el interior de las montañas y los cuerpos terrestres. El término (geognosia) fue acuñado por el geólogo Abraham Werner, y posteriormente fue sustituido (aunque no eran exactamente lo mismo, porque el concepto de geología abarca a la geognosia) por el término “geología”. Para el año en que Navarrete escribía esa entrada (1798), las palabras geognosia y geología apenas comenzaban a emplearse (la primera en 1774, por Abraham Werner, y la segunda en 1778 por Jean André De Luc) para definir una ciencia que estaba naciendo, sistematizándose: la geología.
En consecuencia, sostenemos que Navarrete no pudo consultar (por alguna razón que desconocemos) el tratado de orictognosia citado en la Gaceta de Madrid, por los indicios que ya el lector puede vislumbrar: es insólito que un término tan novedoso (geognosia) y relacionado con la geografía haya pasado por alto para Navarrete (este argumento también aplica para el término geografía mineralógica); Navarrete define palabras relacionadas con geología, y cita solamente a Plinio el Viejo y Buffon, con lo cual inferimos que, si hubiera revisado el tratado de orictognosia, lo hubiese citado para definir tales conceptos; en una de sus definiciones de geografía, menciona y define brevemente las ciencias que estudian el planeta Tierra y el cosmos: cosmografía, hidrografía, corografía, topografía e ichnografía; y no menciona la geognosia.
Sin embargo, aunque Navarrete no consultó el tratado de orictognosia, sí definió diversos términos de las ciencias geológicas (lavas, basalto, dunas, metales, piedra imán, talco, platina, oro y describió, como veremos más adelante, un evento de flujo torrencial y dos terremotos), lo que lo convierte en el primer venezolano en abordar temas geológicos, de allí pues que, sea meritorio denominarlo como un precursor de la geología y la divulgación geológica en Venezuela, junto con Pehr Löfling (partiendo en ambos casos de una revalorización de sus obras, ya que permanecieron casi inéditas más de dos siglos). La geología tiene como pionero en el país a Alejandro de Humboldt. Respecto a este grandioso personaje, debe señalarse que, además de pionero, fue el primero en Venezuela que empleó criterios geológicos formales para describir las rocas de las áreas que exploró; tal como señala Urbani (2018): “Sin duda su obra inicia las ciencias geológicas en el país… Humboldt presenta la primera ilustración geológica de Venezuela, que representa la sucesión de estratos, tanto de las denominadas rocas “secundarias”, refiriéndose a las sedimentarias, como a las “primitivas”, que corresponden a las ígneas y metamórficas” (Figura 3). En un artículo anterior, Urbani (2005) señala, con mucha justicia que: “Conviene recalcar la veracidad de su aseveración (de Humboldt) de que «en la época de mi viaje los mineralogistas no conocían todavía el nombre de una sola roca de Venezuela», con ello cada una de las identificaciones de rocas y minerales que da Humboldt, desde el común cuarzo, hasta la mica, el granito o la arenisca, son verdaderas primicias geológicas, por ello no cabe la menor duda de que Humboldt es el primer geólogo de nuestro país”.
La geografía venezolana
Diversos elementos naturales referenciales de la geografía venezolana fueron tratados por Juan Antonio Navarrete, entre ellos: Barlovento, el lago de Valencia, El Dorado, el Orinoco, las bocas del Orinoco, el Casiquiare, Boca del Drago y golfo Triste (golfo de Paria). Navarrete, además, realizó formidables reseñas en torno al río Orinoco, donde se apoyó en las obras del Padre fray Pedro Simón (1626), el Padre Manuel Román (1743), el Padre José Gumilla (1745), el Padre Antonio Caulín (1779) y Antonio Alcedo (1786 y 1789). Navarrete menciona que, en ocasiones, el Padre Caulín enmienda errores involuntarios del Padre José Gumilla, y en otras coincide con él y refuerza sus opiniones.
Es importante destacar la posición de Navarrete en cuanto a la ubicación de las fuentes del río Orinoco, tema obsesivo y controvertido (por inalcanzable e impenetrable) para innumerables exploradores, colonizadores, misioneros, naturalistas, viajeros y académicos durante los siglos XVI, XVII, XVIII y, sobre todo, XIX (acentuado por el revuelo que causó el relato del sagaz explorador Jean Chaffanjon con su dudoso encuentro con las fuentes del Orinoco, y por la novela que, sobre los relatos de Chaffanjon, escribió Julio Verne: El soberbio Orinoco), aclarado definitivamente tal debate hasta bien entrado el siglo XX, con la Expedición franco – venezolana al alto Orinoco (1951); la discusión se dividía entre los que ubicaban las cabeceras en la cuenca alta del río Guaviare (Nueva Granada, hoy Colombia), idea sostenida por José Gumilla y otros y defendida por el padre Antonio Caulín, y los que ubicaban sus fuentes en la Provincia de la Guayana venezolana, en la sierra La Parima, planteamiento sostenido por los padres Manuel Román y Antonio Alcedo, y defendido por Navarrete: “El Diccionario Americano del coronel Don Antonio Alcedo, dice, que este gran río nace en las Sierras Nevadas que están al norte de la Laguna Parime, en la provincia de la Guayana. Y que queda por falso origen, que le asigna el nacimiento en Popayán en Pasto y Timaná en sus páramos”. La Expedición franco – venezolana corroboró en definitiva, dos siglos después, que el río Orinoco nace en la sierra La Parima, como creía Navarrete.
En lo que respecta a la desembocadura del río Orinoco, Juan Antonio Navarrete abordó el tema en las reseñas sobre las bocas del Orinoco, apoyado en las obras del Padre Gumilla y el Padre Caulín menciona que, el Orinoco tiene 7 bocas principales: la 1ª, el Manamo Grande; la 2ª, el caño Pedernales; la 3ª, la boca de Capure, brazo del caño Pedernales; la 4ª, la boca de Macareo, navegación de la Guayana a la Trinidad; la 5ª, caño de Mariusas; la 6ª, boca de los Arrecifes, boca de otro caño de Mariusas, llamado también el caño Grande; la 7ª, es la que por otro nombre de grande llaman por antonomasia la boca Grande del Orinoco, en donde desagua el caño de Arrecifes.
Considerando lo antes planteado, es pertinente indicar que el topónimo “Arrecifes” no fue hallado en los documentos ni mapas consultados para la realización de este trabajo, sin embargo, por la descripción citada por Navarrete para la 6ª boca del río Orinoco, se deduce que se refiere al caño Araguao, porque tiene conexión con el caño Mariusas, ubicado al norte, y, además, en un mapa de 1885 (Figura 4), aparece el topónimo “Grande” para referirse a una sección del curso del caño Araguao, lo cual se ajusta a la descripción citada previamente. En cuanto a la 7ª boca, donde nuevamente se menciona el topónimo Arrecifes, y se indica a su vez que es la boca Grande del Orinoco, no cabe duda que tal caño Arrecifes es el caño Grande o caño Río Grande, que es el curso de agua principal del delta del Orinoco. Sobre este particular, José Méndez Baamonde (2000), a partir de un exhaustivo trabajo de investigación geológica en el delta del Orinoco, comenta que: “Esa zona presenta cuatro grandes caños principales, los cuales son: Río Grande, Araguao, Macareo y Manamo (este último disminuido en su caudal de agua por la construcción de la represa El Volcán), y otros caños importantes que se derivan de los anteriores: Pedernales, Capure, Cocuina, Mariusa y Tucupita”. Como puede colegirse, estos caños principales (en términos de caudal y transporte de sedimentos), son los mismos caños que conforman las bocas principales reseñadas por Juan Antonio Navarrete.
Para culminar con la formidable reseña de Navarrete asociada con el río Orinoco, es de gran importancia comentar la que trata sobre la comunicación del río Orinoco con el río Marañón (Amazonas); Navarrete escribe sobre la interconexión de ambos ríos a través de un canal que comunica el río Orinoco con el río Negro, y este termina tributando al río Amazonas. Navarrete argumenta sobre la base de las obras del Padre Caulín, Antonio Alcedo y el audaz Jesuita Padre Manuel Román, que en 1743, partió desde Carichana, cerca de los que actualmente es la comunidad de El Burro, hasta las cercanías de Atabapo, y allí embarcó en un navío de habitantes del río Negro, de modo pues que el Padre Manuel Román pudo recorrer y confirmar la existencia de ese canal fluvial (Casiquiare) que une esos dos grandes ríos; al respecto, el naturalista Charles de La Condamine se encargaría, a su regreso a Europa (1744), de divulgar ese descubrimiento. Por su parte, en 1745, el Padre José Gumilla publica su valioso libro “El Orinoco ilustrado y defendido”, donde niega la comunicación entre tales ríos. De manera pues que, para finales del siglo XVIII todavía no estaba totalmente esclarecido lo referente a la comunicación del río Orinoco con el Amazonas; sin embargo, Navarrete sí lo tenía muy claro.
En otro orden de ideas, en el Libro único, Navarrete apunta noticias y sucesos de diversa índole ocurridos en siglo XVIII y principios del siglo XIX, mientras llevaba a cabo la escritura de su obra. Son interesantes las anotaciones que hace de dos eventos sísmicos, el primero ocurrido en Cumaná: “En este mismo año de 1797 ha habido varios temblores y ruinas en Quito y Cumaná, en esta por el mes de diciembre, el día 14. En Quito por el día 4 de enero”. Y el segundo, el conocidísimo terremoto de 1812: “El día del jueves santo 26 de marzo fue el temblor memorable y horroroso que arruinó la provincia, y más la ciudad de Caracas, no dejando templo ni convento sano de cuantos tenía”. Al respecto, en la historia de la sismología venezolana Navarrete se inserta en la tradición que sostiene José Antonio Rodríguez (2006): “Son las crónicas y sus autores, esencialmente sacerdotes, que para la fecha del poblamiento nacional recogen en sus escritos las primeras visiones de un sismo y sus consecuencias”; por mencionar algunos casos: el primer terremoto documentado en la historia sismológica venezolana (Beaperthuy, 2006; Rodríguez 2006; Rodríguez et al., 2006), que ocurrió en Cumaná (por aquel entonces Nueva Toledo) el 1° de septiembre de 1530, fue reportado por Fray Bartolomé de las Casas, por el clérigo y poeta Juan de Castellanos, por el cronista Antonio de Herrera y Tordesillas; posteriormente fray Pedro Simón hace lo mismo y relata con detalle el terrible sismo que sucedió en La Grita en 1610.
Para finalizar, se abordará una última entrada perteneciente al Libro único, que causa perplejidad; por su gran valor, se cita completa: “En nuestro puerto de La Guaira, año 1798, entre 13, 14 y 15 de febrero ha sucedido tan impensada y tan espantosa ruina, comenzada a las dos de la tarde, que no hay palabras con qué pintarlas… la ruina fue de una nunca imaginada lluvia e inundación que hizo salir de madre a los ríos, y en especial al que con grandes profundidades pasaba y pasa por medio del puerto. Arruinó casas, cegó con tierra, palos y piedras los fosos y piezas de las tropas, armas y viviendas con depósito de lo perteneciente a ellas. En la misma cárcel en que estaban hasta presos de cabeza, cerrada como estaba se metió la agua y ahogó aquellos miserables y morían los mismos que iban a querer abrirla. De los muertos en la inundación de la agua del río, que con piedras y tropel de sus corrientes, corría por las mismas casas y calles como soldados con espada en mano matando y atropellando gente, no se sabe aún el número y se espera ir descubriendo cadáveres entre tanta ruina, en que entre niños, viejos, mozos, mujeres, soldados y demás se juzga alcanzar a más de doscientos. Las noticias en adelante esperamos”. Lo primero que llama la atención de la descripción es la potencia del flujo torrencial proveniente de la serranía del Ávila, la cantidad de víctimas del desastre y los tremendos daños causados: una tragedia, anticipada en dos siglos, a otra que vivimos: la tragedia de Vargas en 1999. Como en 1798, en 1999 la respuesta ante el desastre fue improvisada, y tampoco se obtuvo una cifra precisa de muertos y desaparecidos.
En relación con lo expuesto anteriormente, es posible expresar que ese episodio de deslizamientos y flujos torrenciales descrito por Navarrete (reportado también por el Oidor de la Real Audiencia de Caracas, Juan Nepomuceno de Pedroza, que además fue testigo presencial del suceso, y posteriormente descrito por Alejandro Humboldt, en 1799) es el primero de esta naturaleza registrado en documentos coloniales; en ese sentido, Rodríguez (2008) y Rogelio Altez (2021), señalan que: “Las primeras manifestaciones documentadas de fenómenos naturales asociados con inundaciones en el flanco norte del litoral central datan del siglo XVIII (1740, 1780-81, 1798)”, pero del evento de 1740 no se tiene certeza de su ocurrencia, y los eventos de 1780-81 fueron debidos al paso del huracán San Calixto II por las Antillas (Noria, 2015); por lo cual, el primer registro de movimientos de ladera (deslizamientos y flujos torrenciales) proveniente de la serranía del Litoral central hasta sus zonas de explayamiento (formando potentes abanicos aluviales, donde se asientan la mayoría de los urbanismos de la costa central de Venezuela), es el que sucedió en 1798, descrito por Navarrete (desde ese año hasta hoy, la lista de desastres reportados en la costa central por flujos torrenciales es larga, y continuará aumentando: y en cada evento retumba y retumbará aquel primer aviso: Navarrete y su primera descripción).
Sobre la base de lo planteado hasta aquí, es posible aducir que fray Juan Antonio Navarrete es un potencial geógrafo que debe formar parte de los iniciadores de la geografía en Venezuela (junto con Joannes Laet, el Padre Manuel Román, el Padre Antonio Caulín, el Padre José Gumilla, etc), además, también es, sin duda alguna, el pionero de la divulgación geográfica en el país. Asimismo, tenemos con él al primer venezolano divulgador de las ciencias naturales, incluso puede denominarse como el primer venezolano que las practicó (desde un enfoque teórico, porque sus exploraciones no las realizó en el campo sino en su imaginación). De igual manera, Juan Antonio Navarrete es el primer divulgador de las ciencias geológicas en Venezuela, con lo cual también puede fungir con méritos como un precursor en esa ciencia. Y es que todo cuanto leyó, observó, comentó y escribió Navarrete, se hallaba en aquella Venezuela como una sustancia primaria dispersa e intocada, en cuanto que nadie aún la había transvasado al acervo de lo venezolano, y es precisamente Navarrete quien las recoge, las concreta y las inserta, racionalmente, en eso que hemos sido y vamos siendo como conjunto humano dentro de una unidad territorial.
Fray Juan Antonio Navarrete, desde su obra escrita hace más de dos siglos, pervive en el contexto más actual del país; son, él y su obra, una enorme transgresión espacial y temporal que no deja de acompañarnos. No obstante, su obra aún yace en una capa oculta y recóndita de la realidad (enterrada por los gobernantes, el poder y la absurda historia oficial del país: una fatua apología de la independencia y el militarismo), pero intacta en su vigencia para hacernos entrever algunos elementos que muestran matices concretos de nuestro imaginario: toparnos con la más severa crítica racionalista para asear la miseria de la mentalidad venezolana; palpar un ejercicio real de ciudadanía, de civilidad, de inteligencia, sin salpicaduras de lo militar; vislumbrar la cumbre alcanzada por un aséptico pensamiento que todo lo atisba, cuestiona, avizora e irradia, con un fin francamente pedagógico: mostrar nuestras falencias, también nuestras realizaciones, para delinear, como última instancia, un perfil humano que supedite sus acciones a una inteligencia capaz de discernir entre lo transitorio (lo político y sus rancios derivados) y las ideas y pensamientos que verdaderamente sostienen y articulan el país.
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Anibal Alvarado
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