Crónica

Escribir con un dedo y el detective salvaje

De izquierda a derecha: Bruno Montané | Fotografía de Ana Portnoy; Emmanuel Carrère | Fotografía de Casa de América | Flickr y Roberto Bolaño | Fotografía de Anagrama

09/09/2023

En 2012, antes de partir de Nueva York, me operé el dedo número cuatro ‒o anular‒ de la mano derecha, que estaba engatillado de tanta escritura. Para tener idea de lo que ello significa es como si el dedo se bloqueara en forma de «L» invertida. La mente ordena que se ponga recto, se hace el esfuerzo para zafarlo y, precedido de un clac interno y una punzada de dolor, se recupera la extensión en forma de «I». En aquella ocasión dormí unos días con una tablilla sujetada al dedo para tenerlo firme en la noche y me infiltraron con esteroides dos veces. Cumplido el protocolo, sin resultados positivos, me remitieron a un cirujano de mano del hospital de la Universidad de Nueva York donde, gracias al seguro médico, me operé mi trigger finger con el doctor Nader Paksima. Las obsesiones, al parecer, siempre tienen su precio.

Once años más tarde el exceso de escritura me había llevado a que este mal se multiplicara en la misma mano dominante. Llegué a un punto en el que tenía tres dedos en gatillo, aunque ninguno con una «L» invertida tan inflexible como la de aquel entonces. A este cuadro se sumó, nada más y nada menos, un diagnóstico de síndrome de túnel carpiano. El túnel carpiano es un estrecho pasadizo ubicado en la palma de la mano que contiene ligamentos, huesos, tendones y, sobre todo, el nervio mediano.

La base de la palma de la mano se me inflamaba y tenía molestias en la zona alrededor de la muñeca. Los dedos también se me dormían de día al realizar ciertas actividades, como apoyarme sobre el volante de la bicicleta de spinning en posición de manos número dos. Ninguna buena pinta tenía mi extremidad, aunque por fuera, a simple vista, no se notase nada. La gente no se daba cuenta pero yo llevaba mi calvario calladito. Está claro que esto no le ocurre a todos los escritores, pero a mí me tocó afrontar esta situación al empeorar el problema del túnel carpiano.

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Cuando el 21 de junio de este año visité al doctor Jordi Font, cirujano especializado en manos y muñecas, me hizo un dibujo sobre un papel para que entendiera, con una metáfora visual, lo que tenía. El doctor Font dibujó una persona regando una flor con una manguera. Si el agua le llega a la flor está contenta, pero si la cantidad de agua empieza a ser insuficiente, bien sea porque de la manguera sale menos líquido o no le cae directamente, la flor se va marchitando. El nervio mediano es la flor. Al estar apretado el nervio sufre y, de manera progresiva, se va agravando el funcionamiento de la mano.

Por eso se me dormían los dedos de noche y, además, empecé a perder fuerza con la mano derecha ‒la izquierda la superó en fortaleza‒ y, además del dolor, empezaba a tener cierta torpeza para maniobrar algunos objetos. Mi diagnóstico, luego de un electromiograma, que es como una tortura con shocks eléctricos que mide la conducción nerviosa, arrojó el veredicto de síndrome de túnel carpiano severo, lo que concordaba con los síntomas físicos. Si el nervio seguía así, como la flor a la que no le llega agua, podría morir. Y ya sabemos lo triste que es una flor muerta.

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Había que tomar medidas rápidas. No podía permitir que me pasara lo mismo que a Henry James, quien casualmente tenía una rutina de trabajo como la mía, es decir, escribía de lunes a domingo todas las mañanas; oficio que tuvo que abandonar porque le dolía la muñeca (asumo que debido al síndrome de túnel carpiano). James se hizo de una secretaria al que pasó a dictarle cada día. El autor, nacido en Nueva York en 1843 y cuyo deceso se produjo en 1916, no pudo aprovechar este avance médico: la primera operación de túnel carpiano de la que se tiene conocimiento se realizó en 1925 y el primer registro descriptivo de una operación de túnel carpiano data de 1933. Si Henry James hubiese nacido un siglo más tarde se hubiera podido operar en su ciudad natal con el doctor Paksima.

Mi diagnóstico era claro y se trataba de la vida propia de un escritor a lo que debo sumar mi otra devoción, la bicicleta, que contribuyó a que apareciera el problema en el túnel carpiano. Lo que no quiere decir que esto le ocurra a todos los ciclistas, así como lo de los dedos engatillados no le sucede a todos los escritores. De hecho, el síndrome de túnel carpiano es una afección frecuente entre ciclistas, motociclistas y en aquellos oficios que requieren mucho uso de las manos: una persona dedicada a la floristería, un músico, un oficinista, un obrero, un carnicero.

Tanto la bicicleta como la escritura contribuyeron a mi cuadro. El túnel carpiano comprimido y los dedos en gatillo tenían una etiología común y se sumaron en un cuadro de tormenta perfecta que requería cirugía. Las cuatro operaciones ‒me explicaron que se trataba de intervenciones sencillas‒ se podían hacer el mismo día y de de manera ambulatoria: liberar las poleas de los tres dedos y la compresión de la muñeca. No dudé y de inmediato comencé a coordinar la operación. No importaba que fuese el inicio del verano y que casi todo en España empieza a tornarse en modo de fuga vacacional, ni que la recuperación podía ser más lenta al consistir en cuatro intervenciones.

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En este punto cabe mencionar que mis extremidades superiores han estado acontecidas desde hace un tiempo. En una visita a Caracas en 2016 me fracturé la cúpula radial del codo del brazo izquierdo en tres pedazos producto de una caída en bicicleta (esto es lo que digo para presumir, pero fue de la manera más estúpida: saliendo de un auto en un estacionamiento oscuro debido a los cortes de luz). El brazo quedó completamente inmóvil luego del trancazo; fui operado al día siguiente por el doctor Daniel Belloso, especializado en cirugía de miembros superiores. El doctor Belloso hizo un trabajo artesanal en el que reconstruyó la cúpula radial sin prótesis y con los medios disponibles (las placas y tornillos que se conseguían con los distribuidores). Con la ayuda adicional de la fisioterapia quedé de maravilla, casi que un caso de estudio de congreso médico.

Y ni hablar del codo derecho que me fracturé cuando tenía quince años al desbocarse un caballo en los llanos guariqueños y chocar mi codo contra un árbol, y estrellarse mi cabeza contra una tubería. Casi muero. Estuve inconsciente tres días y porté un larguísimo clavo de plata en el brazo derecho durante un año. Mucho tiempo después ese accidente me sirvió para escribir el cuento «Memoria celular» del libro Decepción de altura.

De ambos accidentes he quedado estupendo y tenía la mejor actitud mental para el nuevo reto cuádruple que me tocaba, como las palabras estimulantes que uno evoca en una clase de spinning al escalar una montaña: “fuerza, empeño, optimismo, equilibrio, persistencia, valor”.

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Hasta que llegó el día de la intervención. Fue el miércoles 6 de julio de 2023 a las ocho de la mañana. Mis dedos en gatillo en diáspora y mi muñeca también en diáspora me habían llevado a operarme en Nueva York con un médico de origen iraní y en Barcelona con un médico catalán. De exotismo no estaba exento el asunto, por no decir que el doctor Belloso, especializado en Londres, es maracucho. Recuerdo que el ayudante principal del doctor Paksima era de Corea del Sur y el del doctor Font, mexicano. En ambas operaciones la anestesia fue local.

Estaba contento de que la operación fuese programada en la mañana. Soy amigo de hacer las cosas complicadas a primera hora, incluso me gusta viajar en avión apenas sale el sol y escribo por las mañanas, como ya comenté al referirme al caso de Henry James. Antes de salir de casa ese día estaba deshidratado ‒ni agua podía tomar‒ y con la congénita desconfianza venezolana marcamos una X en la yema de cada dedo a ser operado: dos, tres y cinco. Casi que se podía jugar “a la vieja” con mi mano. Estuvimos a punto de dibujar caritas felices, pero luego pensé que distraerían al doctor. La enfermera también marcó una flecha gigantesca en el brazo a ser operado, lo que me tranquilizó. Los chistes y sonrisas antes de la operación siempre ayudan y los agradecí. Me pasaron de la camilla a la mesa de operaciones, me quitaron el tapabocas y lo guardaron dentro del gorro de la cabeza, algo que me pareció gracioso y práctico. Luego me colocaron oxígeno; sentí algo por la vía y después no supe más de mí.

De la clínica salí con un yeso que tuve que llevar diez días sujetado por un cabestrillo. Dormía boca arriba. El dolor más fuerte lo tuve los tres primeros días. Para compensar que no podía hacer ninguna otra actividad física comencé a caminar por la ciudad. Andaba como el título del libro de Antonio Muñoz Molina: Un andar solitario entre la gente. Me convertí en el hombre con yeso andante, suerte que no había arreciado el calor sofocante que haría presencia a los pocos días. En promedio, llegué a completar unos veinte mil pasos diarios. Andaba con un cabestrillo gris y con mucho cuidado y concentración. En el bus a veces me cedían el puesto y yo lo rechazaba. Si veía a gente conocida tenía que explicar lo que había pasado: el dilema de la escritura y la bicicleta, las secuelas y consecuencias propias de las actividades. En esas caminatas pude darme cuenta de la gran cantidad de personas en Barcelona con problemas en brazos y piernas. Tomaba conciencia de un colectivo del que, temporalmente, formaba parte. De haber habido esos días una manifestación ‒tan frecuentes y variadas en Barcelona‒ en defensa de las personas con extremidades afectadas, me hubiera sumado.

No solo caminé sino que estuve en un par de eventos literarios, ya casi exiguos por el inicio de verano. Uno fue la representación teatral de una parte de 2666, de Roberto Bolaño, la misma que presencié en la bienal de literatura Mariano Picón Salas en Mérida, en 2009. Con mi yeso y un grupo de amigos, incluyendo a los escritores-actores que representaron la obra de Bolaño a propósito de los veinte años de su muerte en la ciudad donde vivió, terminamos en un bar de Gràcia. Parecía un héroe de guerra. La guerra de la escritura. Todos pidieron cerveza; yo ordené Coca-Cola Zero. Tuve la impresión de que, luego de la novedad, nadie más prestó atención a mi brazo.

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Durante esos primeros días algo dolorosos empecé a escribir con el dedo medio de la mano izquierda. Fui construyendo mis primeros párrafos y hasta hice una reseña del libro de Juan Villoro, La figura del mundo; trabajé en páginas nuevas y, sobre todo, en la reescritura. Se sabe que la mano izquierda tiene conexión con el hemisferio derecho que, como también se sabe, es el hemisferio creativo del cerebro. Entonces supuse que, aparte de tensionar los músculos de la espalda del lado de la mano buena, mi escritura podía cambiar, irme a un extremo, que la cabeza pariera destellos lúcidos, locuaces, incluso entreabrir la puerta majestuosa de la poesía. Luego de escribir varios días solo con el dedo medio, el número tres de la mano izquierda, me di cuenta de que aquello que había supuesto no ocurría.

Creo que más bien me salía algo marcial, pero limpio a la vez. La escritura no estaba exenta de creatividad ni de reflexión, pero la sentí controlada, como si tuviera una cerca perimetral en medio de la cual había una ancha puerta por donde se podían colar las ideas, metáforas y frases que de pronto te llenan de una ilusión efímera, pero que algo de dopamina deben liberar en el cerebro. A la vez me calmaba saber que no había otra alternativa sino escribir a un ritmo telegráfico. Sentía alegría de poder hacerlo con un solo dedo de la mano no dominante, tecla por tecla, más bien como una meditación y un grito de piedad por la calma al que le hacía caso, tan necesaria en este mundo convulso.

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El segundo evento tuvo también que ver con Bolaño, ya de una forma sorpresiva. Estuve en la presentación de Un fotógrafo ciego, libro estupendo del cronista ecuatoriano Santiago Rosero. Ese día todavía andaba con mi yeso, aunque a punto de que me lo quitaran. Me enteré del evento ‒temerario por la fecha veraniega cuando ya no había presentaciones en la ciudad‒ por una invitación que hizo circular Pere Ortín, el creador del periodismo Dadá, que fungía de presentador. Una fecha difícil y calurosa de un mes de julio en la librería Lata Peinada en el Raval y que, sin embargo, congregó buen número de personas.

Estuve un rato conversando con Pere Ortín y Santiago Rosero. Pere comentó que venía el poeta chileno Bruno Montané, el amigo íntimo de Roberto Bolaño, con quien fundó en México el movimiento poético infrarrealista y que, como Bolaño, se mudó a Barcelona en 1976. Montané también es muy amigo de Pere Ortín. La presentación era en el Raval, donde vivían Bolaño y Montané, trabajaban juntos, publicaban fanzines juntos, inventaban literatura juntos. Además de poeta de alto vuelo, lo que lo elevó a categoría de leyenda es que Felipe Müller, uno de los personajes centrales de Los detectives salvaje, está basado precisamente en Montané. Más recientemente, Alex Chicco, en su novela bolañesca Los números impares, incorpora a Bruno Montané como personaje y, además, durante la presentación en la librería Byron el poeta chileno estuvo entre los allegados, como si saltara del libro para dar cara a la audiencia y que de ese modo se borrara la línea entre ficción y realidad.

Bruno Montané, a diferencia de Bolaño, se mantiene fiel al fascinante barrio el Raval, un crisol de razas y culturas, donde continúa haciendo vida. Fue casualidad que antes de llegar me fijé en la placa colocada en el edificio donde vivió Bolaño en la calle Tallers. Yo había estado muy metido en 2021 con el tema de Bolaño y el Raval a partir del «Discurso de Caracas», que el chileno leyó al recibir el Premio de Novela Rómulo Gallegos, y escribí un texto al respecto. Gallegos, por su parte, vivió en el 193 de la calle Muntaner, donde también hay una placa que recuerda al escritor venezolano.

Aunque me había topado con Montané en distintas ocasiones en esta Barcelona tan literaria no había tenido oportunidad de charlar con él. No solo conversamos sino que se armó un ambiente de bromas entre Pere Ortín, Montané y yo. Fue muy agradable. Hablamos de mi yeso y de las consecuencias de las obsesiones. Les comento que estoy escribiendo solo con el dedo medio de la mano izquierda. ¿Eres diestro?, pregunta Montané. Respondo que sí. Entonces nos dice a Pere y a mí, mirándonos muy serio: “Bolaño escribía con un solo dedo. A veces, cuando estábamos juntos trabajando en el mismo espacio, me volvía loco con el tecleo de un solo dedo”. Pere y yo quedamos asombrados. Que la escritura torrencial de Bolaño fuese el resultado de la acción de un solo dedo era desconcertante. También me daba fe en mi situación temporal de escritor de un solo dedo.

Que esta información nos la dijera la leyenda Montané hizo que la creyera de inmediato. Bolaño y él fueron muy íntimos. Además, la manera como lo dijo no me despertó un solo atisbo de duda al mirar a sus ojos.

Hace no mucho leí Yoga, de Emmanuel Carrère, un libro de corte confesional en donde se reproduce el siguiente diálogo entre el autor francés y su editor Paul Otchakovsky-Laurens, quien murió en un accidente de auto en 2018. Carrère recuerda cuando viajaron juntos a la feria del libro de Guadalajara en 2017 y su editor lo sorprende escribiendo en el lobby del hotel:

‒Pero Emmanuel ¿qué haces? ¿Cómo estás tecleando? No es posible ¿tecleas con un dedo?

‒Pues sí, tecleo con un dedo… Es lo que he hecho siempre.

‒Espera. ¿Quieres decir que has escrito todos tus libros, y no hablo ya de tus artículos y guiones, con un solo dedo?

En efecto, Carrère admite que escribe con el índice derecho, sin ayudarse siquiera con el dedo índice de la otra mano o del pulgar espaciador: «He llegado a los sesenta años, he escrito con un dedo todo lo que he escrito». Con el fin de honrar a su amigo editor difunto se propuso aprender a mecanografiar. Comenta que en la actualidad escribe más rápido, pero que comete muchos más errores.

Gabriel García Márquez lo había expresado de esta manera en referencia a los medios que utilizan los escritores (escribir a mano o en computadora): «La verdad es que cada quien escribe como puede, pues lo más difícil de este oficio azaroso no es el manejo de sus instrumentos, sino el acierto con que se ponga una letra después de otra». García Márquez, cabe destacar, escribía con dos dedos.

Aún con el asombro de enterarme de que una obra monumental como 2666 había sido escrita con un solo dedo, me propuse seguir por un tiempo haciéndolo de esta manera, así evolucionaría positivamente la rehabilitación postoperatoria, como ocurriría y demostraba mi acierto en escoger al doctor Font, con su fina mano de cirujano. Al despedirnos luego de la presentación del libro, en el ambiente de broma que se había instalado, le dije a Montané y a Pere, que se habían juntado mientras Rosero firmaba ejemplares: “El lunes le diré al doctor que no me quite el yeso para seguir escribiendo con un solo dedo”. Aunque fue en broma, al transcurrir las semanas continué haciéndolo con el dedo medio de la mano izquierda. Así fue como escribí esta crónica, con un solo dedo, gracias a lo que me contó un detective salvaje una tarde de verano.


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