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Enfrentar la desigualdad desde el centro

Fotografía de Spencer Platt | Getty Images North America | AFP

16/12/2019

CAMBRIDGE – La desigualdad está ocupando un lugar preponderante, que desde hace mucho no se veía, en la agenda de los responsables de las políticas. Frente a la violenta respuesta política y social contra el orden económico establecido, que alimenta el ascenso de los movimientos populistas y las protestas callejeras desde Chile hasta Francia, los políticos de todos los colores convertido a este tema en una prioridad urgente. Y aunque los economistas solían inquietarse por los efectos negativos de las políticas igualitarias sobre los incentivos de mercado o el equilibrio fiscal, ahora los preocupa que la excesiva desigualdad promueva el comportamiento monopolístico y socave el progreso tecnológico y el crecimiento económico.

La buena noticia es que no escasean las herramientas de política para responder a la creciente desigualdad. En una reciente conferencia que organicé con Olivier Blanchard, un ex economista en jefe del Fondo Monetario Internacional, un grupo de economistas sugirió una amplia gama de propuestas, que abarcan las tres dimensiones de una economía: preproducción, producción y postproducción.

Las intervenciones preproductivas importantes son políticas educativas, de salud y financieras que determinan las habilidades con que las personas ingresan a los mercados. Las políticas fiscales y de transferencias que redistribuyen el ingreso del mercado entran en la categoría de posproducción.

La categoría restante, las intervenciones en la etapa de producción, incluyen, tal vez, las ideas más innovadoras. Las políticas de esta categoría se enfocan directamente en las decisiones de empleo, inversión y e innovación de las empresas a través de su incidencia en los precios relativos, el entorno de negociación entre quienes reclaman el producto (trabajadores y proveedores, en particular) y el contexto regulatorio. Algunos ejemplos son los salarios mínimos, las normas sobre relaciones laborales, las políticas de innovación que fomentan el empleo, las políticas basadas en los lugares y otros tipos de políticas industriales, junto con las leyes antimonopolio.

Algunas políticas —como las intervenciones para la niñez temprana, los programas de desarrollo de la fuerza de trabajo y el financiamiento público de la educación terciaria— han sido ampliamente probadas y hay evidencia de que funcionan. Otras, como el impuesto a la riqueza, siguen siendo polémicas o, como en el caso de las políticas basadas en los lugares, presentan una considerable incertidumbre en cuanto a su diseño óptimo. Sin embargo, hay un creciente consenso sobre la necesidad y conveniencia de cierta experimentación con las políticas.

Existe, sin embargo, una pregunta fundamental que ha recibido relativamente poca atención: ¿Cuál es el tipo de desigualdad del que deben ocuparse esas medidas? Las políticas que buscan ocuparse de la desigualdad suelen centrarse en la reducción del ingreso en los estratos superiores —como en el caso de los impuestos progresivos a la renta—, o en el aumento del ingreso de los pobres a través, por ejemplo, de subvenciones en efectivo a las familias por debajo de la línea de pobreza.

Se debieran expandir esas políticas, especialmente en países como Estados Unidos, donde los esfuerzos existentes son insuficientes, pero la desigualdad actual también requiere un enfoque diferente que se centre en las inseguridades y ansiedades económicas de los grupos en el centro de la distribución del ingreso. Nuestras democracias pueden minimizar las amenazas de conflictos sociales, el nativismo y el autoritarismo con solo impulsar el bienestar económico y la situación social de los trabajadores de clase media y media baja.

La necesidad de un enfoque de este tipo se refleja en el hecho de que los indicadores convencionales de desigualdad son un mal predictor del descontento económico y político en las democracias. En Francia, por ejemplo, la extrema derecha ha avanzado mucho y las protestas sociales (de los llamados chalecos amarillos) se extendieron por todas partes. Sin embargo, la desigualdad (según el coeficiente de Gini, o la participación en el ingreso de los más ricos) no ha aumentado mucho, a diferencia de lo que ocurrió en la mayoría de las demás democracias pudientes. De igual modo, las actuales protestas callejeras en Chile llegan después de dos décadas de significativa reducción de la desigualdad del ingreso. La elección en 2016 del presidente de EE. UU. Donald Trump no se basó en los estados más pobres, sino en aquellos donde la oportunidad económica y la creación de empleo iban a la zaga del resto del país.

Claramente, el descontento surge de una desigualdad de otro tipo, que afecta principalmente al centro de la distribución del ingreso. Una parte clave del problema es la desaparición (y relativa escasez) de empleos buenos y estables.

La desindustrialización arrasó muchos centros manufactureros, un proceso agravado por la globalización económica y la competencia de países como China. Los cambios tecnológicos han tenido consecuencias especialmente negativas para los puestos en el centro de la distribución de habilidades, que afectan a millones de trabajadores de producción, administración y ventas. La caída de los sindicatos y las políticas para aumentar la flexibilidad en los mercados de trabajo ha contribuido aún más a la devastación del empleo.

Otra parte de la historia, no reflejada en los indicadores convencionales sobre desigualdad, es la crecientes separación geográfica, social y cultural entre grandes segmentos de la clase trabajadora y las élites. Esto se refleja de manera más inmediata en la segmentación espacial entre los centros urbanos prósperos y cosmopolitas, y las comunidades rurales, ciudades pequeñas y áreas urbanas distantes más retrasadas.

Estas brechas espaciales impulsan grietas sociales más amplias y son reforzadas por ellas. Las élites metropolitanas profesionales están conectadas con las redes mundiales y son extremadamente móviles. Esto fortalece su influencia sobre los gobiernos, al tiempo que las distancia de los valores y prioridades de sus compatriotas menos afortunados, quienes se alejan y resienten frente a un sistema político económico que, aparentemente, ni funciona para ellos ni se preocupa por ellos. La desigualdad se manifiesta como un sentimiento de pérdida de dignidad y estatus social por parte de los trabajadores menos capacitados y otros que fueron «dejados afuera».

Los economistas están empezando reconocer que combatir la polarización resultante depende en gran medida de revigorizar la capacidad de la economía para generar buenos empleos. Tampoco hay carencia de ideas en este caso. Las instituciones del mercado de trabajo y las normas del comercio mundial deben ser reformadas para fortalecer la capacidad de negociación del trabajo frente a empleadores con movilidad global. Las propias empresas deben asumir mayores responsabilidades para sus comunidades, empleadores y proveedores locales. El apoyo gubernamental de la innovación debe ser dirigido explícitamente hacia tecnologías que fomenten el empleo. Podemos imaginar un régimen completamente nuevo de colaboración público-privada para crear una economía de buenos empleos.

Muchas de estas ideas no han sido probadas, pero los nuevos desafíos requieren nuevas soluciones. Si no estamos preparados para ser audaces e imaginativos para crear economías inclusivas, cederemos terreno a los vendedores de ideas antiguas, probadas y desastrosas.

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Traducción al español por www.Ant-Translation.com

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Dani Rodrik es profesor de Economía Política Internacional en la Escuela de Gobierno John F. Kennedy de la Universidad de Harvard. Es autor de Hablemos claro sobre el comercio mundial: Ideas para una globalización inteligente.

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Copyright: Project Syndicate, 2019.
www.project-syndicate.org


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