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El primer restaurador
Para 1959 el joven Duarte está ya graduado en la Escuela de Artes Plásticas (hoy Escuela de Artes Visuales Cristóbal Rojas, un instituto técnico de enseñanza media). Viene de un hogar en el que se promueve el arte y la vida intelectual, por lo que su decisión de ser pintor no fue bloqueada. Su padre es Francisco José Duarte (1883-1972), un ingeniero, astrónomo y matemático famoso, profesor de la Universidad Central de Venezuela e Individuo de la Academia de Ciencias Físicas, Matemáticas y Naturales. Que su primo haya sido el pianista Carlos Duarte (1957-2003), hoy considerado una leyenda, termina de delinear un entorno propicio a la creación. Duarte nunca se arrepintió de haber ido a la Escuela de Artes Plásticas, pero sí desistió pronto de la idea de ser pintor. Uno de sus profesores, Francisco Fernández, viendo lo que de verdad le interesaba, le habló de la restauración, y el muchacho comprende que eso es lo suyo.
El problema es que no hay dónde estudiar restauración en Caracas. Sabe, eso sí, que en el Museo de Bellas Artes, hay una restauradora, la austríaca Renate Schneider. Lo más cercano que podía haber a una formación lo podía conseguir con ella. El problema es que ni Schneider tenía ganas de formar discípulos, ni en el museo había ningún programa para becar a alguien en eso. Pero es acá donde entra Miguel Arroyo, director del museo, en la historia. Duarte reúne fuerzas para hablar con él. Quiere entrar de algún modo al museo, aprender el arte de restaurar. Naturalmente, la respuesta inicial es negativa. No hay plazas vacantes, le dicen. Pero insiste, explica que no quiere un empleo, que no le importa no cobrar, que sólo quiere aprender. Arroyo habrá quedado muy sorprendido, ya que le da una oportunidad: no cobrará, pero podrá aprender con Schneider (cosa que a ella no le causó ninguna gracia, aunque después se llevaron bien).
Un año antes han pasado dos cosas trascendentales para la formación del restaurador. Primero, la Dictadura militar cae y comienza el período democrático. Una de sus políticas siempre fue el apoyo a la cultura, lo que se tradujo en un gran impulso a la creación de una verdadera red de museos. Como veremos, será el entorno clave para la formación y el desarrollo profesional de Duarte. Lo segundo, es que el Museo de Arte Colonial, después de un lustro sin sede, hallará una en la Quinta de Anauco, una casona de campo del siglo XVIII, que en su momento estaba en las afueras de Caracas y que ya entonces había sido rodeada por la ciudad (por cierto, por la urbanización San Bernardino, diseñada por Rotival). Con todo, sus amplios jardines le mantenían el aire campestre. La quinta era sobre todo famosa por haber sido morada del Marqués del Toro, así como el alojamiento de Simón Bolívar en su última visita a la ciudad. La familia Eraso, sus propietarios, la entregaron en comodato al Museo, que dio inicio a un proceso de restauración.
Así, en sus ratos libres, el aprendiz Duarte va a ver los trabajos de la Quinta, donde entra en contacto con Möller. Es evidente que hay pasión en el muchacho, aprende todo lo que puede, estudia, trabaja, todo sin cobrar. Por otra parte, Arroyo está impulsando en serio el rescate del arte colonial, por lo que tan pronto como en 1961 monta la muestra “Pintura venezolana 1661-1961”, en la que Duarte lo ayuda en la curaduría. Así, cuando Schneider se va de Venezuela en 1963, Arroyo le da el cargo a Duarte. Evidentemente, no es el primer restaurador en Venezuela (ese título correspondería, en todo caso, a Schneider), pero sí es muy probable que haya sido el primer venezolano dedicado a tiempo completo a la restauración, con un sueldo que le permitía vivir de aquello. A favor de esta hipótesis está el hecho de que Arroyo decidiera formar al muchacho. Le consigue una plaza como aprendiz en la National Gallery of Art y en el Victoria and Albert Museum, en Londres. Es el salto definitivo, el descubrimiento de un mundo amplio y fascinante que apenas intuía. Tiene como maestros a dos de los más importantes restauradores del mundo, Helmut Ruheman y Kenneth Hemple. Allí está dos años, y ya en 1965 tenemos a Carlos Federico Duarte de vuelta, convertido en un restaurador, como jefe del taller de restauración del Museo de Bellas Artes. Entre tanto, desde 1961 el Museo de Arte Colonial había reabierto sus puertas en la Quinta de Anauco.
Historiador
En 1965 el Museo de Bellas Artes organizó la gran exposición “Venezuela 1492-1810”. Fue un exitazo que produjo colas de visitantes para entrar a verla. Que una entidad estatal se lanzara por entero a la valorización del arte colonial, era toda una novedad. Paralelamente, en el campo de la historiografía se inició una verdadera revolución, cuyo epicentro fue la Escuela de Historia de la Universidad Central de Venezuela, otra hija de la democracia creada en 1958. Rebelados contra la Historia Oficial del siglo XIX, los nuevos historiadores harán en su ámbito algo similar a lo que los Disidentes habían hecho en el arte: buscar nuevos temas, nuevas explicaciones, poner en duda todo, investigar desde otros enfoques, escribir textos innovadores. Así, las leyendas negra y dorada de la colonia desaparecen para dar paso una reevaluación, en la que la colonia por fin comienza a ser descifrada. Casi todos estos historiadores son marxistas, por lo que dejan de lado lo político y lo episódico, para centrarse en lo económico y lo social. Muchos consideran a Venezuela una neocolonia de Estados Unidos, cosa que les despierta el interés por sus raíces coloniales. Pero política e ideología apartes, en general hacen grandes aportes.
Pero en 1965 el movimiento está en sus primeros pasos. Eduardo Arcila Farías tenía ya dos clásicos en su haber: Economía colonial venezolana (1946), y El régimen de la encomienda en Venezuela (1957). También habían aparecido Los orígenes venezolanos de Guillermo Morón (1954), y los Ensayos de historia social venezolana de Federico Brito Figueroa (1960). En el ámbito del arte, estaban Los templos coloniales de Venezuela, de Graziano Gasparini (1959) y la Historia de la pintura en Venezuela, de Alfredo Boulton (1964). Aquello era un cambio descomunal, pero apenas había rozado el problema. De tal manera que cuando comenzó la curaduría de la exposición, había muy poco con qué guiarse. Se organizó un equipo con Boulton, Gaspaini, Arroyo, Manuel Pérez Vila (que era el investigador estrella de la Fundación Boulton), el historiador de la música Juan Bautista Plaza y, como el benjamín del grupo, Duarte. En particular le asignan todo lo que no son las artes en sentido clásico: la orfebrería, los textiles, los muebles. Como dos años atrás había ayudado a Möller a curar la exposición “Arcas, cofres y bargueños” en la Quinta de Anauco, parecía el indicado. O a lo mejor se lo dieron porque a ninguno más en realidad le interesaba. Como fuera, nadie podía sospechar lo que este encargo significará para la historiografía venezolana.
El primer problema con el que se encuentra el joven restaurador es que, pese a la experiencia con Möller, en realidad no sabe nada de aquello. No hay libros, no hay datos dispersos, no se sabe en realidad de dónde vinieron aquellos muebles, incluso el criterio para clasificarlos era emblemático de la relación de los venezolanos con el período colonial: aquellos que se ponderaban por más bellos, se consideraban de automático novohispanos. Ni siquiera había quedado alguna tradición oral. En algún momento del siglo XIX los linajes de artesanos de la colonia habían desaparecido o mutado, comenzaron a entrar cada vez más menajes importados, haciendo que la producción local se limitara a mobiliarios de manufacturas muy sencillas (lo que hizo pensar que siempre había sido así, de ahí la atribución a Nueva España de todo lo lujoso), y la nueva ebanistería estaba en manos de inmigrantes, fundamentalmente italianos. Era, pues, necesario un trabajo de archivo como los que Boulton y Pérez Vila habían hecho para la pintura colonial. Así, el restaurador comienza a ser historiador.
El resultado es revolucionario: Muebles venezolanos. Siglos XVI, XVII y XVIII (1967). Se trataba de un tema completamente nuevo, que a nadie se le había imaginado antes. Pocas veces se publica un trabajo tan novedoso y a la vez capaz de cambiar el estado de la disciplina. Descubrimos que en general no eran novohispanos, sino que hubo una tradición de carpinteros de primera calidad en Venezuela, que la que denominó la Escuela de Marquetería de Caracas dejó trabajos capaces de competir con los mejores del mundo, que la colonia era más rica y talentosa de lo que nadie pensaba. Cuando treinta y cuatro años después, en 2001, Duarte publicó su erudita Vida cotidiana en Venezuela durante el período hispánico (dos volúmenes), el tema de las cotidianidades y las sensibilidades ya se había hecho un espacio en la historiografía. Pero en 1967 nadie pensaba en eso, al menos en Venezuela. Los historiadores del arte, no veían a la artesanía como parte de su ámbito. Y el resto de los historiadores estudiaba a la colonia en términos económicos (y, un poco menos, políticos). Brito Figueroa ya tenía entonces publicado los primeros dos tomos de la Historia económica y social de Venezuela (1966), el primero de ellos dedicado a la colonia; Miguel Acosta Saignes estaba sacando su Vida de los esclavos negros en Venezuela (1968), otro clásico, y Arcila Farías estaba por publicar su famosa La obra pía de Chuao, 1568-1825 (1968).
En resumen: al descubrimiento que está haciendo la historiografía del período colonial, Duarte le da un aporte fundamental. Las cifras, estructuras y luchas de clase de Brito Figueroa, ala abundante información antropológica de Acosta Saignes y los análisis económicos de Arcila Farías, comienzan a contar con el entorno cotidiano de aquellos esclavos, de aquellos terratenientes, de los sacerdotes y funcionarios; cómo vivían, dónde dormían y comían, de qué manera eran sus casas. Fue el principio de una obra de más de cincuenta libros. De la exposición en el Museo de Bellas Artes salió otro libro, Historia de la orfebrería en Venezuela (1970), y a partir de allí, casi anualmente, una verdadera empresa historiográfica. Una lista parcial, con sólo las obras de alcance más o menos general (hay muchas otras sobre personajes o lugares específicos), da cuenta de la dimensión de su trabajo: Materiales para el estudio de las Artes Decorativas en Venezuela (1971), El Arte Colonial en Venezuela (con Graziano Gasparini, 1974), Historia de la Alfombra en Venezuela (1979), Historia de la Escultura en Venezuela (1979), Historia del Traje durante la Época Colonial Venezolana (1984), Los Retablos del Período Hispánico en Venezuela (1986), Historia de la Catedral de Caracas (1989), El Arte de Medir el Tiempo durante el Período Hispánico en Venezuela (1993), Mobiliario y Decoración Interior durante el Período Hispánico Venezolano (1995), Diccionario Documental de Pintores, Escultores y Doradores. Período Hispánico Venezolano (2000), La vida cotidiana en Venezuela durante los Siglos XVII, XVIII y comienzos del siglo XIX (2001), Historia de la Casa Natal de Simón Bolívar y aportes documentales sobre la Cuadra Bolívar (2003), Historia de la Herrería en Venezuela (2007).
El joven restaurador que no tenía noticias de los objetos en los que trabajaba, terminó volviéndose en el mayor erudito de arte colonial venezolano, y en uno de los más importantes de América Latina. Como historiador, es reconocido con su incorporación a la Academia Nacional de la Historia en 1987. Pero nunca se olvidó del sentido inicial de todo esta empresa intelectual: comprender mejor lo que había detrás de objetos patrimoniales para su conservación y puesta al servicio de la sociedad.
Gerente cultural
El Museo de Bellas Artes siguió siendo el sitio de trabajo de Duarte hasta 1978. Ese año asumió la dirección de aquel museo en el que todo había comenzado tres décadas atrás: el Museo de Arte Colonial. A él dedicó, con el amor del primer día, la mitad que le quedaba de la vida. Como verdadero acto de justicia, en sus espacios lo acabamos de despedir, en un concurrido y sentido sepelio.
Su relación con Möller y con el museo, como hemos visto, había comenzado antes, y en 1975 se le pide que organice la catalogación y la clasificación de las colecciones. Es el trabajo que había comenzado en la exposición de una década atrás, pero llevada ya al conjunto de objetos de la colonia más grande de Venezuela. Así, analizando las piezas, investigando en documentos, en otros museos de Hispanoamérica y España, comparando, cotejando, buscando piezas, obteniendo donaciones, restaurándolas, generalmente con sus propias manos, el museo se convierte en el gran laboratorio para comprender el mundo colonial venezolano. La museografía, que procura representar una casa del siglo XVII (en la sala con el famoso estrado) y XVIII (en el resto de las salas), es un relato inmersivo que permite vivenciar lo que en sus libros explica. Ubicar cada pieza según lo que va descubriendo en la documentación, o según lo que ellas le van diciendo después de analizarlas una y otra vez, fue revelando datos insospechados de quienes las usaron, cómo y por qué. Dónde comían y dormían, donde oraban y despachaban, dónde y cómo se bañaban: como un rompecabezas que puede armarse de muchas formas, Duarte logró recrear todo un universo. No en vano le resultó tan sencillo saltar al universo de lo virtual. Sus últimos proyectos estaban en la digitalización de la colección, no sólo con el objetivo de conservarla de cara a cualquier avatar, sino también de poder estudiarla, desde cualquier parte del mundo, en 3 D (se puede apreciar parte de este esfuerzo en https://sketchfab.com/arck-project/collections/colonial-art-museum-of-caracas-at-quinta-de-anauco). Hoy la tecnología permite a todos algo más o menos similar, a lo que la imaginación histórica le ha permitido desde hace siglos al historiador.
Consolidada como uno de los principales museos de Venezuela, el de Arte Colonial se caracterizó por ser producto de la iniciativa privada, funcionando básicamente de donaciones. Eso explica que las dificultades se dispararon tan pronto la economía venezolana empezó a contraerse, sobre todo cuando muchas empresas cerraron y donantes emigraron. El resultado fue un reto en la concepción tanto o más grande que el salto a la virtualización. Al cabo, lo primero siempre se experimentó de algún modo (por muy fiel que fuera el museo, nunca se ha podido ir al siglo XVII sino virtualmente), pero sobrevivir en la Venezuela de los últimos tiempos, requirió de mucha capacidad de adaptación y reinvención. Tal vez no se ha podido atender todos los problemas de una casona de dos siglos y medio, al menos no tanto como se deseara; no es posible contar con todo el personal que idealmente se requiriese; el mantenimiento de la colección contó con las destrezas del egresado de la Escuela de Artes Plásticas que fue Duarte (y con otras que aprendió después, por ejemplo en carpintería y tapicería); pero sigue abierta, con sus piezas conservadas, su biblioteca y sus archivos.
No es una combinación usual la del artista que a la vez es historiador y, al mismo tiempo, es también gerente. Además, todo esto combinando una revolución en la historiografía y con una en el arte, que en ambos casos significaron un salto hacia la modernidad. Así, al despedirse, Duarte nos lega toda una dimensión de lo que somos, desconocida hace setenta años. Nos lega un montón de objetos artísticos que rescató. Es decir, nos deja más conscientes y culturalmente más ricos. ¡Muchas gracias Don Carlos! ¡Que descanse en paz!
Tomás Straka
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