Perspectivas

El sonido de los disparos: de cómo Barcelona fue Caracas

20/12/2019

Fotografía de Pedro Plaza Salvati

Cuando uno deja su país, con todos los pesares a cuestas, no por decisión propia sino en reacción a un estado de vida envilecido que se ha impuesto en el que se pierden las libertades, uno cree que el destino escogido puede ser el refugio para un nuevo porvenir.

También es cierto que gran parte de la diáspora venezolana no ha emigrado a un solo país, sino que ha ido dando tumbos de un sitio a otro, tratando de enraizar una vida estable y de sobrevivencia económica y proyección profesional. Algunos a la espera de que se produzca un cambio para retornar, otros forjándose una vida distinta. A la vez, miles, tal vez cientos de miles de familias están desperdigadas, fracturadas, en varias ciudades del mundo, como emisarios de derrotas y anhelos.

Es así como luego de estar unos años en un sitio y luego en otro, aterricé en Barcelona el 8 de octubre de 2018. Superado el deslumbramiento por el hecho de vivir en una ciudad tan estupenda, no pasaría mucho tiempo para darme cuenta de que padece algunos males menores. Hay un problema, sin embargo, que es de fondo, bien instaurado, y se remite al dilema de si Cataluña debe o no ser un país independiente.

No es mi interés emitir, ni creo que sería apropiado, una opinión en cuanto a este tema. Desde inicios del gobierno de Chávez mi vida estuvo signada por una década de marchas, protestas, paro petrolero, votaciones en elecciones entrampadas, colapso de la libertad de prensa, imposición de un perverso control de cambio, la descomposición y la debacle en todos los ámbitos de la vida cotidiana. Desde 1999 hasta el 2010, año en que técnicamente me fui del país, a pesar del ir y venir, experimenté la forma en la que el discurso chavista propició la fractura de la sociedad, familias divididas por colores políticos, como parece que ocurre en Cataluña: los separatistas en contraposición a los unionistas.

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En la celebrada novela Últimas tardes con Teresa, escrita en castellano por el autor catalán Juan Marsé, se describe a la Barcelona de los años 1956-1957:

“Abajo al fondo, la ciudad se estira hacia las inmensidades cerúleas del Mediterráneo entre brumas y rumores sordos de industrial fatiga, asoman las botellas grises de la Sagrada Familia, las torres del Hospital de San Pablo y, más lejos, las negras agujas de la catedral, el casco antiguo: un coágulo de sombras. El puerto y el horizonte del mar cierran el borroso panorama, y las torres metálicas del transbordador, la silueta agresiva de Montjuic”.

Esa visión hoy en día es muy similar solo que con una serie de íconos modernos que se han sumado a la personalidad de la ciudad, como la Torre Glòries, con su forma de huevo anormalmente alargado de unos 145 metros de alto y que, en las noches, cambia de colores; el Hotel W Barcelona, que parece un velero azulado gigante de 99 metros de altura a punto de adentrarse en el mar en una aventura épica; o las llamadas torres gemelas del Puerto Olímpico con unos 154 metros de altura.

La ciudad que describía Marsé con sus nuevos símbolos estuvo cubierta de jirones de humo desde varios costados los días de protestas. Entre las figuras de los edificios alumbrados por la pálida luz de la luna se filtraban los humos negros y grises que se desplazaban por el viento en el albor del otoño, y sobre ellos pendía el helicóptero de la policía como un zancudo insidioso. Los turistas se refugiaran en los hoteles, estupefactos por lo que acontecía.

Desde hace muchos años los barrios de Barcelona han ido perdiendo su personalidad ante la constante presencia de visitantes que parecen disolver con su asombro perpetuo las características que definen ciertas zonas apetecidas. En el 2018 la cifra de turistas ascendió a 19 millones en una ciudad cuya población ronda alrededor del millón y medio. La mayoría de ellos, ante la violencia, se guarecían. Algunos más valientes salían a dar vueltas para tomar fotos, como si los acontecimientos fuesen parte de una atracción turística.

La frivolidad se hizo presente con una foto que se volvió viral de Elena Rybalchenko, una conocida musa del fitness en Rusia, cuando se paseaba con unos shorts cortos y las llamas de fondo: “Esto es como una película de acción en Hollywood”, dijo. También llamó la atención el video de una artista local, bailarina de twerking, Sandra Kisterna, que hizo un vídeo con espasmódicos movimientos cerca de una barrera de calle incendiada, al tiempo que se oye la letra de la canción: La calle tiene fuego/la calle tiene fire/Ardiente/Caliente. En la Plaza Urquinaona vi a un hombre nórdico cuya pareja le tomaba una foto sosteniendo un proyectil de goma con los dedos pulgar e índice, que había encontrado en el piso luego de la batalla campal nocturna (yo también encontré uno). Además, no era solo cómo se veía la ciudad, infectada de incendios equidistantes, sino cómo se oía la ciudad.

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El primer día de protestas, que comenzó con el asedio al aeropuerto del Prat, me tomó por sorpresa, como a todos. Desde el lunes 14 de octubre la violencia fue en ascenso y llegó a su clímax el viernes 18 de octubre. Esa noche fue como la cima de un intervalo de brutalidad naranjomecánica. A medida que avanzaban los días, cuando la tarde se disponía a dar paso a la noche, Barcelona se tornaba en un paisaje lleno de calles incendiadas. Las acciones parecían coordinadas y la responsabilidad se atribuía a los llamados CDR (Comités de Defensa de la República), denominados por algunos como el ala más radical del independentismo. Muy cerca de donde vivo hay una oficina que da hacia la calle y que tiene la consigna Crida Nacional (“partido político español de ideología independentista catalana conformado en torno a la figura de Carles Puigdemont”). Cada vez que paso por el lugar veo cajas que contienen emblemas para las manifestaciones. Muchas veces se puede ver desde afuera el destino futuro de cada caja, por ejemplo: Espanya, Universitat. En los momentos en que escribo esta crónica la puerta de entrada tiene una nota escrita a mano: Tancat per vergonya democràtica. Ens trobem als carrers (Cerrado por vergüenza democràtica. Nos encontramos en las calles)

El actual presidente de la Generalitat (equivalente a un gobernador de estado), Quim Torra, ofreció un discurso el 1 de octubre de 2018, con motivo del primer año de la fracasada declaración de independencia, en el que brindó su apoyo a los CDR. Ese día, poco más de un año atrás, Torra les hablaba a los CDR y les decía: A vosaltres, amics dels CDR, que apreteu i feu bé d’apretar (A vosotros, amigos de los CDR, apretad, y hagan bien de apretar). La primera noche de los actos violentos, entreverados también por el movimiento llamado Tsunami Democrático, se sentía que se apretaba la violencia sobre la ciudad.

Lo primero fue el desconcierto. Algunos amigos que llevan años viviendo en Barcelona me decían que esto era algo bien organizado y planificado, que era muy distinto a muchas marchas pacíficas promovidas por el independentismo en el pasado. De hecho, lo que he podido constatar, en esta ciudad espléndida marcada en su geografía por el azul del mar y el verde de la montaña, con un patrimonio arquitectónico asombroso, es que la mayoría de los independentistas son gente pacífica, tercos en sus propósitos, claro que sí, pero no violentos. Hasta ahora. ¿Qué ha ocurrido? ¿Por qué muta el movimiento hacia la forma violenta y radical?

Cabe señalar, aparte, como un hecho histórico por demás interesante, que el 11 de septiembre se celebra la llamada Diada, fiesta nacional de Cataluña, en la que se conmemora la caída de Barcelona (una derrota) de manos de las tropas borbónicas durante la guerra de sucesión española en 1714, y que tuvo como resultado la abolición de las instituciones catalanas. Un salto en el tiempo y ese 1 de octubre de 2018 se celebraba la infructuosa declaración unilateral de independencia (otra derrota). La icónica Plaza España de Barcelona ha sido rebautizada en Google Maps como Plaza 1 de octubre. Hay calles y plazas de pueblos en Cataluña que ya llevan el nombre del fracasado intento.

El 24 de septiembre de este año un juez ordenó la detención de nueve miembros de los CDR al ser sorprendidos con materiales que se utilizan para elaborar explosivos (ácido sulfúrico, parafina, aluminio en polvo, decapante industrial y gasolina, además de termita, una composición pirotécnica) y se les imputó provisionalmente por actos de terrorismo. Dos de ellos han confesado su culpabilidad, la de pretender cometer acciones antisistema, una vez que se conociera la sentencia de los presos del llamado procés. En sus declaraciones, reproducidas en televisión nacional, han involucrado directamente al presidente de la Generalitat y han admitido que pretendían realizar la toma planificada del parlamento catalán para declarar de nuevo la independencia. La sentencia hacia los presos del procés condenó a los acusados entre 8 y 13 años de prisión por delitos de sedición (“levantamiento de un grupo de personas contra un gobierno con el fin de derrocarlo”) y malversación.

En estos días convulsos, hasta la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, una aliada natural de Pablo Iglesias de Unidas Podemos, dijo que el presidente de la Generalitat debía dar la cara y que “parece más activista que presidente”, refiriéndose, entre muchos actos, a que Quim Torra, el mismo del apreteu, acompañó a marchistas a que bloquearan carreteras en vez de condenar la violencia. En la peor noche de vandalismo desbordado, la del viernes 18 de octubre, luego de la marcha pacífica de cientos de miles de independentistas, el president de la Generalitat brillaba por su ausencia. El diario La Vanguardia resumía la jornada con el encabezado en primera página: “Colapso independentista: de las marxes per la llibertat a los disturbios”. El domingo 20 de octubre, la prensa local y nacional, desde casi todos los ángulos, clamaba por la dimisión de Torra.

Fotografía de Pedro Plaza Salvati

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Las noches de Barcelona se cubrieron del sonido de los disparos y el permanente aleteo de las aspas de uno o dos helicópteros en sobrevuelo. Entre la imagen de los incendios, los destrozos y las explosiones, daba la sensación de una ciudad en guerra, como tantas veces viví en mi natal Caracas. Las acciones violentas, por lo general, comenzaban a partir de las siete de la tarde (en España esa hora todavía es considerada parte de la tarde). Al subir a la azotea del edificio donde ahora vivo, podía comprobar la magnitud del descalabro de la normalidad. Veía la multiplicidad de nubes negras y grises emanadas de la tierra, a veces transfiguradas por el reflejo del cielo, la luna y la sombra misteriosa del mar. Los incendios provocados por los violentos parecían concebidos en puntos estratégicos y coordinados, oía las explosiones, día tras día.

Las convocatorias de los CDR se disfrazaban con motivos aparentemente inofensivos o ingenuos, desde vamos a lanzar papel higiénico en la confluencia de la Gran Vía con la calle Marina, hasta vamos a jugar con pelotas de fútbol o mostrar habilidades acrobáticas y de baile en Paseo de Gracia. Todo ello, por supuesto, en el contexto del bloqueo de las arterias viales. Las convocatorias ingenuas de los CDR y Tsunami Democrático parecían esconder, detrás de su simbolismo aparente, la intención de tomar desprevenidas a las fuerzas del orden público para luego, de un momento a otro, encender la mecha de la violencia.

Del papel higiénico, como símbolo de protesta, se pasaba a las piedras, que cada día aumentaban en tamaño, como el vértigo de la rabia, muchas de ellas producto del desprendimiento forzoso de bloques fracturados de cemento o de los adoquines de las aceras y plazas. A medida que transcurrían las noches se decía que los manifestantes llevaban chinas con metras, piedras de mayor tamaño y ácido para echárselo encima a la Policía Nacional y a los Mossos d’Esquadra, la policía de Catalunya que cuenta con funcionarios entrenados para el control del orden público.

Los mossos seguían las órdenes del segundo de a bordo, el conseller de Interior, Miquel Buch, contra el que se confabulan sectores de las fuerzas políticas independentistas para relevarlo del cargo. Pasados los disturbios, Torra, en vez de apoyar a los mossos-es su jefe-, ha pedido que se les investigue. Los manifestantes violentos esperaban la instrumentalización política del cuerpo policial catalán y se asombraban de ver que, contrario a sus expectativas, los policías regionales no se inclinaban a su favor.

El independentismo, a partir de la violencia de los actos en que derivó la convocatoria, y ya consumada la sentencia judicial, parecía resquebrajarse. Cuando se juega con fuego el riesgo es quemarse las manos. Hasta voceros de Unidas Podemos decretaban el fin del llamado procés y ya en la redes leíamos:

“El procés o proceso soberanista de Cataluña es un conjunto de hechos sociales y políticos que se desarrollaron desde el año 2012 hasta finales de 2019 en la comunidad autónoma de Cataluña cuyo fin era lograr la sepración de Cataluña de España y convertirse en un estado independiente”.

Fotografía de Pedro Plaza Salvati

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Hace pocos meses el escritor catalán, Enrique Vila-Matas, presentó su última novela llamada Esta bruma insensata, que tiene como telón de fondo los acontecimientos de octubre de 2017, cuando Cataluña declaró su independencia de España. Los mismos acontecimientos que, luego de dos años de juicio, llevaron a la condena de los implicados el lunes 14 de octubre (para algunos desproporcionada, para otros justa, en fin, una sentencia que, por tener como sitio de reclusión a la propia Cataluña, permite la libertad condicional o parcial de los presos, si así lo decide la Generalitat, en manos independentistas).

De hecho, uno de los sentenciados, Santi Vila, que por haber ya cumplido dos años en espera de la sentencia, quedó en libertad, había dicho a principios de año que la declaración unilateral de independencia fue un despropósito, innecesaria y disparatada y que “ni un alumno de primero de Derecho la habría asumido”. Los eventos políticos en la novela de Vila-Matas se instalan de una manera parecida a como se ha instalado todos estos días el aleteo acelerado de las aspas del helicóptero.

En una charla a la que asistí hace varias semanas llamada “Barcelona: ciudad literaria” con Rodrigo Fresán (que por cierto en su última gran novela, La parte recordada, habla-visionariamente-de una ciudad en llamas) y Vila-Matas, este último decía que la declaración de independencia había sido un acto de ficción. Que esto lo afirme un renombrado autor que lleva la ficción a sus extremos, me pareció que arrojaba luces sobre lo que había ocurrido.

Muchos hablan que el deseo fanático-nacionalista catalán es una fantasía, como si a los ciudadanos separatistas, presos de sus anhelos, los raptaran voces. Es muy común oír hablar “del país de Cataluña”, de la misma manera como en Estados Unidos alguien pudiera hablar de California como un país soberano, o un maracucho del estado Zulia como país ya consumado, escindido de Venezuela. Más específicamente, al ser entrevistado por La Vanguardia el 4 de abril, Vila-Matas afirmaba, al referirse a los eventos de octubre de 2017:

Al día siguiente en la plaça de Sant Jaume nadie se fue de fiesta. Lo cuento así porque es lo más aproximado a lo que creo que pasó. Si yo dijera que hubo un golpe de estado interpretaríamos algo distinto. Tuve dificultades para definir qué había ocurrido. No se sabe. Nadie lo sabe. Se puede interpretar de mil maneras. Unos lo presentan como una ficción, otros como una realidad y otros como un golpe de Estado, que ya dirás. La novela no llega a conclusiones, y quiero remarcar la dificultad de definir qué pasó. Lo más ajustado es decir que se proclamó la República y que al día siguiente nadie lo celebró”.

La bruma insensata de la que hablaba Vila-Matas generada por los manifestantes convocados por los CDR y Tsunami Democrático aparecía todas las noches de esa semana violenta, una bruma que parecía nacer de las entrañas de la tierra donde están sembrados los íconos de la ciudad, en la trama arquitectónica deslumbrante de las obras de Gaudí. Noche tras noche de esa semana gris de Barcelona se repetía la escena surrealista de una ciudad en guerra. Y yo no dejaba de asociar el desasosiego que me producía con lo vivido en muchas ocasiones en Caracas.

Fotografía de Pedro Plaza Salvati

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Por su parte, Javier Cercas, otro renombrado escritor catalán, también ha tenido mucho que decir de la situación política. No podía ser más irónico o poético, en un sentido terrible, que la noche del 15 de octubre, mientras Barcelona ardía, Cercas recibía el Premio Planeta en Barcelona por una novela cuyo título es en catalán, Terra alta. Según se dice, se trata de un policial, algo atípico a sus notables novelas de la realidad. Cercas sorprendía al obtener el premio de literatura en español mejor remunerado (600.000 euros), con una obra que tiene como personaje central nada menos y nada más que a un mosso d’esquadra. Se trata de un policía héroe de los atentados yihadistas del 17 de agosto de 2017 en Barcelona.

De pronto me parecía que en España, como en Venezuela, eventos políticos específicos comenzaban a ser materia prima para la creación literaria. Así como en mi país empezó a surgir un caudal de buenas obras literarias sobre la realidad de la vida bajo el chavismo, si conectamos la nueva novela de Vila-Matas con la de Cercas, ganadora del Planeta (además de manifestaciones similares en otras artes como la pintura), parece que el olfato artístico, por estos lares, apunta en parte a obras sobre lo vivido en Cataluña en los últimos años.

De hecho, Cercas, en rueda de prensa, ha dicho que el carburante de su novela (valga la pena el simbolismo de la palabra carburante) ha sido el procés. El autor afirmaba en una entrevista pasada que, aunque muchos de los que lideran del procés son de izquierda (hasta simpatizan con la figura de Chávez y Maduro-recordemos que Maduro ofreció asilo a Puidgemont-), “el procés no se entiende sin el apoyo de la derecha catalana y la élite económica”. Dice Cercas que “los líderes no tuvieron en cuenta que es fácil, con sentimientos y emociones a flor de piel, sacar a la gente a la calle, pero que es muy difícil decirles que vuelvan a casa. Meter al genio en la botella es ahora muy complicado, aunque lo intenten”, agrega.

En un duro artículo de opinión publicado en El País el 16 de junio de 2009, titulado La gran traición, Cercas dice que “el nacionalismo es incompatible con la democracia: porque, cuando se trata de elegir entre la democracia y la nación, elige siempre la nación. Para los políticos separatistas en el poder, los catalanes no somos quienes vivimos y trabajamos en Cataluña, sino sólo quienes, además, son buenos catalanes, fieles a la patria y votan lo que hay que votar. Los demás no somos catalanes, no contamos, no existimos; basta ya de hacerse ilusiones”.

Según una encuesta realizada por el Centro de Estudios de Opinión de la Generalitat, difundida por los medios el 15 de noviembre de 2019, el 41,9% de los catalanes apoyan la independencia de España mientras que un 48.8% la rechaza, es decir que, al día de hoy, la población en contra de la independencia de Cataluña constituye una mayoría.

Fotografía de Pedro Plaza Salvati

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Desde el pequeño apartamento, o más bien desde el techo del edificio donde vivo, podía grabar con el teléfono el sonido de los disparos. Desde allí podía ver, como un fisgón, la sala de los hogares de mi calle, gente sentada en torno al televisor mientras el soundtrack de los disparos continuaba y la visual de los humos insensatos no cesaba.

A la tercera noche, para colmar los males, apareció una turba ultraderechista, franquista, neonazi o como quiera llamársele, que derivó en situaciones de tensión extrema. La policía tuvo que separar a las bandas. Hubo enfrentamientos. Enfrentamientos en el que la ideología y dos formas de pensar fanática se encontraban: elementos de la extrema izquierda contra elementos de la extrema derecha. Los dos separatistas máximos, Puigdemont y Torra, y otros de menor jerarquía, no desaprovecharon la oportunidad de la aparición fascista para ahora sí condenar la violencia. Lo hacía Puigdemont desde Bruselas, luego de comparecer ante un juez por la reactivación de una euroorden en su contra. Pero, cuando se le preguntó por la violencia generada por los CDR que había prevalecido, respondió que tenía mucho tiempo sin pisar Cataluña. Por fortuna, los radicales de derecha no aparecieron las siguientes noches.

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Cuando se silenciaban los disparos oía las grabaciones que yo mismo hacía de esos disparos. Y no percibía ninguna diferencia con el sonido de las percusiones de una Venezuela en guerra durante los violentos episodios cíclicos que se han generado estos años. No obstante, hay un radical divorcio de ambas situaciones que no tiene que ver con los sonidos, sino con la situación económica y los objetivos de fondo.

En Venezuela la oposición lucha por el regreso a la democracia en un estado que se comporta como una dictadura, un gobierno chavista enquistado por dos décadas y que ha llevado al país a la ruina económica, moral y afectiva de familias desperdigadas por el mundo. Cataluña, como Región Autonómica de España, al contrario, tiene uno de los niveles de bienestar más altos de España, con una renta per cápita de 30.769 euros en el 2018, un Producto Interno Bruto a la cabeza de las economías regionales de España.

En ese estado de bienestar (y Cercas también dice que el procés es resultado de la abundancia), una parte de la población se empecina en separarse de España. Mientras en Venezuela se trata de salir de la miseria y recuperar la democracia, en Cataluña, desde el bienestar y la democracia, más como una idea intelectual ¿histórica y cultural?, una parte de la población, que no llega a ser mayoría, se empeña en ser una nación independiente. Muchos advierten que esto, de ocurrir, podría convertirse en un virus activado que contagiaría a toda Europa con sus múltiples etnias e idiomas.

Los disparos que tengo grabados desde mi casa suenan igual que los disparos de las tantas ocasiones en las que hubo enfrentamientos graves en Venezuela. Solo por el sonido (cierro los ojos: ¿dónde estoy?), no podemos detectar la diferencia. Son armas que percuten. Si nos ubicamos en el contexto y el tipo de municiones permitidas, pues entonces diríamos que, si esos sonidos fuesen de una manifestación en Caracas, con seguridad las explosiones serían, en parte, para disparar algunas balas de verdad coladas y abundante gas lacrimógeno más tóxico que el utilizado acá. En Barcelona el sonido de los disparos es producto de lanzar pelotas de foam o goma y por el uso comedido (comparativamente) de un gas lacrimógeno que no parece ser nada potente. En todos los días de violencia no hubo un solo muerto, aunque sí varios heridos civiles, e inclusive casos aislados de agresión de las fuerzas del orden contra periodistas.

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Durante las noches oía los disparos al mismo tiempo que en Antena 3 pasaban el popular programa de concurso BOOM, donde le explota pintura en la cara a los participantes cuando están en el momento cumbre de ganarse el bote y se equivocan en la respuesta. La bomba está allí con su mechero, si responden equivocadamente explota la pintura y salpica con fuerza a todo el grupo de concursantes. Los dispersos se llama el grupo que lleva semanas ganando. Imaginemos la siguiente pregunta, supongamos, gracias a la ficción, que les colocaran un audio a los participantes, uno de los audios que yo mismo he grabado estas noches, y les preguntaran a los concursantes:

¿Diga usted de qué conflicto del siglo XXI provienen los disparos que oye?

A-Siria

B-Venezuela

C-Palestina

D-Barcelona

A todos les hubiera estallado la pintura en la cara porque ninguno hubiera respondido “Barcelona”.

Muchas calles y aceras estos días, por cierto, amanecían manchadas de pintura lanzada por los manifestantes, como si estallara la pintura de las bombas de BOOM. De hecho, el programa siempre salía al aire sincronizado con las horas en que se desarrollaba el vandalismo. En las batallas campales que acapararon las televisoras los días de violencia, los manifestantes utilizaban piedras de distintos tamaños, globos llenos de pintura, botellas de vidrios, Miguelitos (clavos), chinas para lanzar bolas de acero, ácidos, cócteles molotov, rayos láser de largo alcance para confundir y cegar, palos, alcohol o gasolina para provocar los incendios. Para evitar ser reconocidos usaban capuchas y pañuelos. También se vieron algunos escudos caseros, como los emblemáticos que utilizaban los jóvenes en las protestas venezolanas contra las fuerzas represoras del régimen.

Un incidente que ya traspasaba los límites de la cordura ocurrió el martes 15 de noviembre. Desde tierra lanzaron cinco cohetes de pirotecnia contra un helicóptero de la policía. Uno de los cohetes, se ve claramente en los videos, impactó a la nave y produjo una conflagración de luces de distintos colores y formas, como si se tratase de la celebración del día de San Juan. Los mossos han identificado a uno de los jóvenes autores de los disparos al helicóptero y parece ser que se le imputará por intento de homicidio.

Por el lado de las fuerzas de orden público, los Mossos d’Esquadra utilizaron proyectiles de foam y la Policía Nacional las pelotas de goma que golpean al manifestante con mayor contundencia (como la que encontré entre unos arbustos de Plaza Urquinaona). Se utilizaron escopetas para lanzar gas lacrimógeno, granadas de humo, bastones de defensa, escudos, decenas de furgonetas que pueden transportar hasta seis agentes antidisturbios, gas lacrimógeno, así como la indumentaria de las fuerzas del orden público: chalecos antibalas, cascos con visor y protector posterior, coderas, guantes, rodilleras.

Cuando las protestas estaban al máximo nivel la Policía Nacional utilizó, por primera vez en la historia, un camión lanza agua adquirido en 1994 a Israel, con una capacidad de 3.500 litros, lo que concuerda con su pequeño tamaño en las pantallas de TV. Nada que ver con los trajinados y enormes vehículos lanza agua de las fuerzas venezolanas del orden público, las llamadas ballenas de unos 10.000 litros de capacidad (tres veces el tamaño del solitario camión español estrenado esa noche.). Ni hablar de los rinocerontes, los vehículos blindados de la Guardia Nacional que lanzan hasta nueve granadas lacrimógenas al mismo tiempo, con capacidad para llevar hasta 8 guardias, dotado de equipos de visión nocturna y sistema de visión por cámaras.

En términos comparativos con Venezuela u otros países de América Latina, sobre todo tomando en cuenta las recientes protestas chilenas o nicaragüenses, la peligrosidad de los disturbios para la población era bastante light, si se quiere. No era raro ver a gente, muy cercana a los epicentros del desorden, caminando de manera normal, hasta tomándose una caña (cerveza) y compartiendo con amigos. En muchas zonas de Barcelona si no se miraba al cielo poblado de nubes de humo, y salvo por las escenas de televisión y las afectaciones del transporte público, y si no se estaba tan cerca de las explosiones, no se sentían las protestas, a pesar de lo extrañado del ambiente.

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Una noche salía del gimnasio con varios mensajes de advertencia en mi teléfono de que las calles alrededor de nuestro edificio habían sido tomadas por los manifestantes independentistas. Me dirijo a la parada del autobús y está desolada, algo atípico a esa hora en que apenas se instaura la noche en las calles. Se sentía un vacío premonitorio en el ambiente. La ruta que tenía que tomar era justo por donde estaban los manifestantes. Luego de esperar un rato, en medio de un silencio bizarro, el número 47 llega y desvía su camino. Al azar le pido que me deje al final del Paseo San Juan y camino hacia la casa. Me encuentro inevitablemente sumergido entre la multitud. La tarima, además, estaba instalada muy cerca de donde vivo. Agarro impulso para andar con mi maletín de gimnasio y tratar de abrirme paso entre las masas que coreaban en cánticos el himno de Cataluña, compuesto en 1899 que, traducido, comienza así:

Cataluña, triunfante,
¡volverá a ser rica y plena!
¡Atrás esta gente
tan ufana y tan soberbia!

Termina el mitin, sigo tratando de avanzar entre tantas banderas colgadas de la espalda de los manifestantes, como superhéroes, solo que la bandera me produce vértigo. Me explico. Ya dije al principio que no iba a opinar, solo retratar una situación para que se entienda lo que le puede producir en un venezolano que ha padecido la situación venezolana lo que ocurría en Barcelona.

La bandera del independentismo catalán es idéntica, en su diseño, a la bandera de Cuba. La única diferencia es que en la de Cuba la primera franja horizontal es azul mientras que en la independentista es amarilla, la segunda franja en la cubana es blanca mientras que en la independentista es roja. Lo que más identifica a la bandera cubana, el triángulo rojo con la estrella en el centro también distingue a la catalana, aunque varíe de color. Ambas banderas dan una sensación idéntica; parecen hermanas gemelas de una misma república (de hecho, hay muchos vínculos históricos).

He aquí entonces a un venezolano atravesando la multitud de banderas, que para su imaginario y desde el punto de vista del lugar de donde viene y, traumatizado por su propia experiencia, le parecían banderas cubanas. La sensación de extrañamiento se acentúa producto de la dificultad para avanzar. Se detiene la arenga política desde la tarima, los cantos, me sacude un estruendoso VISCA CATALUNYA !!! rompe tímpanos. Entonces la multitud comienza a retirarse en el sentido contrario al que me dirijo y resulta casi imposible seguir adelante. Dudo si quedarme estático detrás de un árbol, pero decido seguir. Avanzo como en una tormenta de nieve con vientos, estoy rodeado de banderas.

Al rato llego a casa. La entrada tiene barreras metálicas y cintas elástica de la Policía Nacional. Un par de metros más y no puedo ingresar al edificio. Miro en el teléfono que tenía un mensaje: “apúrate porque después de los cánticos llegan los violentos, los CDR”. En efecto, Barcelona se cubría de esa bruma insensata. Los manifestantes quemaban, sobre todo, los contenedores de basura, muebles, desperdicios echados en las calles, semáforos derribados, mesas y sillas de locales comerciales, cualquier material que sirviera para inflamar las llamas. Otra noche más de disparos y desvelos.

Fotografías de Pedro Plaza Salvati

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El jueves 18 de noviembre, el día antes de la vaga (huelga general) hay un gran nerviosismo y tensión sobre lo que pudiera ocurrir. Las familias acuden con miedo a los mercados, las llamadas “compras nerviosas” se hacen presentes, de la misma manera en la que se anticipaban los acontecimientos venezolanos. Yo no podía creer que en muchos mercados los estantes se vaciaban. La gente adquiría víveres por el temor de no saber en qué iba a derivar la huelga general. El jueves se contagió de nerviosismo y al día siguiente, en efecto, los convocantes arremetían contras las cadenas y negocios que habían intentado abrir sus puertas. A un venezolano se le despiertan todos los fantasmas de las de la escasez de alimentos.

Fotografía de Pedro Plaza Salvati

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Según la Guardia Urbana la huelga llegó a aglutinar a unos 525.000 separatistas provenientes de toda Cataluña. Los huelguistas obligaban a cerrar las puertas de los negocios, pero, en el Paseo de Gracia, a largo de su ancha y bonita dimensión y destino final de la marcha, una versión más pequeña de los Campos Elíseos, la mayoría de los negocios estaban abiertos, abarrotados, sirviendo comidas y bebidas a los manifestantes, haciendo su agosto. Había un ambiente de fiesta y los basureros de la calle se desbordaban de envases de McDonald’s y otros establecimientos de comida rápida.

En esa monumental marcha, cómo luego de las también multitudinarias marchas en Caracas-que no llegaron a nada-, sobre todo los primeros años, uno iba a una arepera o un restaurante después de marchar, como lo hacían ahora los separatistas. Aunque habría que destacar que los miles de manifestantes se expresaron durante el día de forma pacífica, a medida que transcurrían las horas y la tarde cedía su protagonismo a la noche, la jornada mutó en la peor noche de violencia de toda la semana, y la peor vivida en los últimos 80 años, según comentaron los medios. Barcelona fue una batalla campal hasta la madrugada.

Fotografía de Miguel López Mallach | La Directa

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Al llegar el silencio sepulcral del amanecer de la noche del viernes 18 de noviembre al sábado, y no perdiendo el hábito de levantarme temprano, me dirijo a Plaza Urquinaona y Vía Laietana (en el programa político/humorístico “El Intermedio” había oído un chiste de uno de los presentadores -no recuerdo en cuál de sus emisiones- que tal persona “estaba más quemada que contenedor de basura en Vía Laeitana”).

Mi primer asombro es ver la cantidad de equipos y maquinarias que están destinadas a tratar de borrar el rastro de la batalla. Me entero que unos vehículos para recoger nieve, nunca usados, adquiridos para los Juegos Olímpicos de 1992, están desplegados no para retirar nieve, por supuesto, sino para recoger miles de piedras y objetos contundentes de todos los tamaños, y que daban la impresión de un paisaje marciano. Un mar de escombros iba desapareciendo a medida que las maquinarias cumplían con su acometido desde la madrugada cuando finalmente se desvanecieron los últimos vándalos.

Fotografía de Pedro Plaza Salvati

Varios videos difundidos en las redes mostraban cómo esa noche los manifestantes destrozaban los accesos de tiendas como Media Market, Foot Locker, Vodaphone, y cargaban, igual que en las escenas de los saqueos durante el levantamiento popular de el Caracazo en 1989, con pantallas de televisor, patinetas eléctricas, celulares, zapatos, y muchos tipos de aparatos eléctricos. ¿Estamos en el Primer Mundo? ¿Qué tiene que ver el saqueo con el independentismo ?, me preguntaba.

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El panorama alrededor de la plaza era desolador: adoquines desprendidos de las aceras, piedras, manchas de asfalto quemado por las hogueras de tribus salvajes en muchas calles, negocios con los vidrios de las fachadas rotas por el golpe de las piedras, toldos de terrazas destrozados, el mobiliario de varios negocios destruido, la valla que identifica la estación de metro rota y hueca, bicicletas y motos calcinadas. Además, por todas partes había marcas con pintura de aerosol, consignas independentistas, anarquistas y antimossos, como PUTA ESPAÑA o ALL COPS ARE BASTARDS (ACAP), LIBERTAT, ANARQUISTES AMB EL POBLE (Anarquistas con el pueblo), MORTA AL CAPITAL (Muerte al capital).

Uno de los objetivos centrales de la violencia fue embestir contra los bancos. En el camino me encuentro con una agencia del Banco Pichincha en La Gran Vía de las Cortes Catalanas cuya vitrina está destrozada y llena de consignas: HIJO DE PUTA, que acompañaba una propia del banco: “Puedes tener la casa de tus sueños”. Me pregunto qué tiene que ver un banco ecuatoriano con el independentismo. De pronto se conectan las protestas ecuatorianas con las de Barcelona.

El banco que sufrió mayores destrozos en muchas de sus agencias fue la Caixa (Fundación Bancaria Caja de Ahorros y Pensiones de Barcelona). Entiendo que se trata de una de las instituciones más atacadas. ABAC (ALL BANKS ARE BASTARDS). A mí me llama la atención que la Caixa es el único banco que deja dormir dentro de sus cajeros automáticos a muchos de los mendigos de la ciudad. Si uno hace un paseo nocturno o de madrugada los encontrará dentro de los cajeros con sus pocas pertenencias, sus colchones o camas de cartón, sus harapos, sus restos de comidas, sus derrotas. En El Santander de la Ronda San Pere veía por televisión, la noche anterior, cómo los manifestantes destrozaban las cámaras externas de filmación, violentaban el acceso y rompían las puertas. Ahora camino frente a la entrada del banco y, tanto el cajero como la puerta, están cubiertos con láminas de metal, clausurado por una realidad pasada y futura.

Fotografías de Pedro Plaza Salvati

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El insomnio se apodera de la colectividad. Las familias resguardadas se instalan en sus apartamentos para ver los acontecimientos por televisión, estáticas en las salas, hipnotizadas por el desconcierto de las imágenes televisivas, congeladas por el magnetismo de una realidad alterada. Como en las películas de acción observan las batallas campales de los Mossos d’Esquadra, la Policía Nacional y los manifestantes, unos contra los otros. Cuando todavía existía libertad de expresión en Venezuela, hace muchos años, tantos que ya no recuerdo, las familias venezolanas se instalaban frente a los televisores a ver el desarrollo de las protestas, como ahora lo hacen los españoles en Cataluña.

La libertad de expresión de los medios de comunicación en España (una auténtica democracia, con todos y sus posibles defectos) de trasmitir todo lo que ocurría, la diferencia abismalmente de la situación venezolana hoy en día. Desde que se instauró la censura en mi país es imposible ver estos acontecimientos en televisión. Las ciudades pueden estar en llamas y Heidi estaría campante por los campos suizos en los programas de televisión y la radio sería solo para oír música. La gente se enteraría por rumores, mensajes de teléfonos, Twitter. El férreo control de los medios del gobierno chavista hace impensable la transmisión libre que se veía en todos los canales españoles.

Subo de nuevo al techo. Mi mente cargada de imágenes y de información. Desde una ventana iluminada un hombre grita improperios cuando pasan furgonetas de los mossos en caravanas, consignas antifranquistas. Al fin y al cabo, hubo más heridos entre policías y mossos. En las manifestaciones en Venezuela muy pocos policías o guardias nacionales resultan heridos mientras que los manifestantes lesionados son cientos, sin contar con los muertos de rigor. En estas protestas esa relación se invertía, lo que da luces de que las fuerzas de orden público se contuvieron, al parecer. El señor grita insultos, consignas antifascistas, se esconde y luego vuelve a salir, algo que repite varias veces. Franco, para rematar, se puso de moda estos días, por un lado, debido a la exhumación del dictador del Valle de los Caídos, y por el otro, debido a la taquillera película Mientras dure la guerra. El controvertido periodista, Jordi Évole, el mismo que entrevistó a Nicolás Maduro para la televisión española, en una nota sobre la película escribe:

“Salimos en silencio del cine. Había ido con mi padre a ver la última de Amenábar. Muchísima gente en la sala. Muchos jóvenes. Nuestro silencio tenía un punto de tristeza. Los dos nos acordamos de mi abuelo -su padre- que entonces tenía 36 años. Tristeza porque en la película aparecen conflictos con los que todavía convivimos. Los paralelismos con la actualidad viendo Mientras dure la guerra son inevitables”.

Fotografías de Pedro Plaza Salvati

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Los daños a la propiedad pública producto del vandalismo esa semana se sitúan alrededor de tres millones de euros, sin tomar en cuentas las irrupciones posteriores a la normalidad de la vida y la economía, que han continuado pero con menor intensidad. Hubo que reponer 1.044 contenedores de basura quemados, pavimento arrancado y otros daños al mobiliario público, destrozos en estaciones de metro y de autobús.

La cifra no incluye las cuantiosas pérdidas de la actividad privada: unas 70 terrazas destrozadas, la merma por cancelaciones en hoteles, tres cruceros desistieron hacer parada en Barcelona el día de la huelga, Seat detuvo su producción y se dejaron de producir 3.200 vehículos, un partido Barcelona-Real Madrid (materia sagrada) cancelado, cuantiosas pérdidas en saqueos de electrodomésticos, pantallas, patines eléctricos, zapatos, ropa, congresos de distintas áreas del quehacer humano ponían ahora en duda si continuar con Barcelona como centro de encuentro, varios gobiernos del mundo emitieron alertas de seguridad a sus ciudadanos.

Luego de esa semana tristemente histórica, y a pesar de las pérdidas económicas para Cataluña y su imagen en el mundo, continuaron protestas dispersas: bloqueos de carreteras, bloqueos a las vías del tren, bloqueos a estudiantes a las aulas de clase, bloqueo al acceso de un evento de la familia real en la entrega de los Premios Princesa de Girona con agresiones físicas a periodistas y empresarios incluidas, bloqueo al trabajo de periodistas, bloque bloqueo, bloqueo: una sostenida tendencia a perturbar la cotidianidad promovida por los CDR y Tsunami Democrático, según hacen constar los medios.

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En estos días de tumulto se ha opinado extensamente. Entre tantas voces, para un venezolano que quiere comprender el origen de unas protestas que le hicieron sentir de nuevo parte de lo vivido en una Venezuela convulsa, Antonio Muñoz Molina escribe un artículo de opinión el 2 de noviembre de 2019 titulado “En Cataluña puedes tenerlo todo”:

“Solo en Cataluña es posible disfrutar al mismo tiempo de una cosa y de su contraria, elegir algo y seguir teniendo algo más. Se puede presidir el gobierno establecido y al mismo tiempo ponerse a la cabeza de una sublevación, todo eso cobrando un sueldo que es el doble del que cobra el presidente del Gobierno opresor. Se puede participar en una huelga de estudiantes universitarios y al mismo tiempo no perder el curso, dado que las autoridades académicas, con paternal y maternal indulgencia, suprimen el estorbo de los exámenes parciales, a fin de que esos jóvenes puedan ejercer su rebelión sin llevarse sinsabor alguno. Puedes imaginarte que participas en una especie de temeraria intifada, emboscado bajo la capucha de una sudadera de marca, tirando piedras y bengalas contra la policía, y al día siguiente tus padres se manifestarán quejándose de que los guardias invasores no te trataron con el mimo que mereces. Se puede repetir esa consigna escalofriante, ‘Las calles serán siempre nuestras’, y al mismo tiempo considerarse víctima de unas ‘fuerzas de ocupación’, uniendo así la jactancia del que manda con la dignidad moral del oprimido. Solo en la Cataluña de ahora está permitido hacer gala de un pacifismo entre evangélico y gandhiano y al mismo tiempo celebrar las oportunidades de ‘visibilización’ que ofrece la violencia vandálica. Por la noche se puede uno dar el gusto de quemar autobuses y contenedores de basura y a la mañana siguiente encontrará que unos operarios diligentes han remediado los destrozos, y que junto a esa misma marquesina que derribó o incendió anoche volverá a detenerse a su hora otro autobús intacto que no solo lo llevará a su destino, con gran comodidad y a un precio conveniente, sino que además podrá ser incendiado a su vez esta noche”.


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