Perspectivas

“El silencio” de Don De Lillo y la Tercera Guerra Mundial

Fotografía de Kazuhiro LOIC VENANCE | AFP

13/11/2020

La dedicatoria del último libro de Don De Lillo, en cuya obra abundan personajes cargados de paranoia y obsesiones, atentos a las amenazas que se ciernen sobre la humanidad por conflictos, guerras, terrorismo y el efecto de la tecnología, podría parecer una broma intencional: «A Barbara Bennet», una actriz estadounidense del cine mudo. No estaría mal quedarse con el sentido simbólico de dedicarle El silencio a la época en que se contaban historias solo con imágenes. Si uno no indagara más allá de lo aparente no nos enteraríamos de que otra mujer con el mismo nombre, banquera convertida en paisajista, es la esposa del autor.

De Lillo es considerado un maestro de la imaginación contemporánea, un escritor que ha sabido retratar los tiempos que nos ha tocado vivir y que, con una prodigiosa inteligencia, se anticipa a acontecimientos en la evolución (¿o involución?) de la especie humana. De Lillo percibe una suerte de desconfianza colectiva en el mundo; mucho de lo que creemos son solo ilusiones. «En mi ficción parece haber un sentido de peligro en todos lados. Algo que descifrar».

No se trata de un novelista que se adentra en los perfiles psicológicos o sentimientos de los personajes, sino más bien en la realidad que los abruma y somete. Submundo es considerada una obra maestra (de la que, en broma o más bien en serio, se dice que requiere una semana de permiso de trabajo para terminar de leerla). Su legado es vasto y sin desperdicio, un escritor obcecado por el poder de la imagen, no solo aquella que le da el chispazo de la creación de cada una de sus novelas, sino hasta en la visual de las oraciones plasmadas en la hoja en blanco cuando trabaja en su vieja máquina de escribir, una Olympia que compró de segunda mano en 1975. Desde lo alto de un apartamento, su lugar de escritura, a través de una gran ventana se pierde de vista una avenida de Nueva York como un trazo expandido de su conciencia; así se le ve en un documental. Su oficina se halla cubierta de fotos, periódicos, retratos, notas de la novela que escribe en ese momento, como el despacho de un detective de homicidios. «El asesinato de Kennedy rompió el hilo narrativo de Estados Unidos. Dejó un vacío en el que todo lo malo era posible. Nos hizo vulnerables a las ideas y fantasías más increíbles», admite.

De Lillo piensa que los escritores tienen las armas para producir cambios en la conciencia de los lectores, aunque admite que los terroristas y los malintencionados le estén ganando la batalla a los solitarios, como él, entregado al mundo de las palabras. Muchos consideran su obra como filosofía moderna y, al igual que su contemporáneo Thomas Pynchon –que también ha marcado una huella en la literatura estadounidense–, la discreción caracteriza su vida.

Discreción en su vida y minimalismo en su prosa como sello de identidad, que además envuelve con planteamientos filosóficos muchas veces asidos en las ciencias, lo que crea una sensación de inquietud existencial. Además del chispazo creativo de las imágenes se considera a sí mismo un escritor de oraciones y que sigue lo que le dictamina el lenguaje y, así, la estructura de cada novela se manifiesta por sí misma a medida que avanza. Su prosa en clave de epigrama cuenta con la virtud de, al mismo tiempo, sacudir las emociones del lector, algo que pareciera contradictorio y, como mínimo, muy difícil de lograr. Ese es el efecto que suscita en mayor o menor grado como narrador y que muchas veces parece provenir de una sabiduría encriptada. Su última obra no es una excepción.

El silencio es una novela breve en la que De Lillo emplea la economía de lenguaje que se ha mencionado («Una calma íntima teñida de histeria») de manera evidente. A sus ochenta y tres años mantiene su habitual lucidez y se plantea en esta obra la interrupción de la vida como la conocemos al ocurrir un apagón tecnológico masivo. El resultado de este advenimiento es cuestionar nuestra forma de existencia actual, lo que al mismo tiempo la emparenta con los precipicios narrativos de otra de sus novelas cortas, Punto omega.

Punto omega –su única obra que admite haber concebido con una estructura previa simétrica: dos partes extremas oscuras y filosas, y una luminosa en medio (como el símbolo del infinito)– toma como asidero conceptual la noción de Teilhard de Chardin acerca de la posibilidad de instrumentar un pináculo de niveles de conciencia, el cual deriva en una introversión, en un salto en nuestra biología. Teilhard define el «Punto Omega» como «una colectividad armonizada de conciencias, que equivale a una especie de superconciencia». La historia comienza en una galería de arte en donde se muestra una película que dura veinticuatro horas. El filme se proyecta en silencio, palabra que vemos rasgar varias de las obras de De Lillo (silencio y ruido) para comprometer al espectador en la profundidad de las imágenes, eximido de la sugestión de las palabras. En la galería está Jim Finley, un estudiante de The New School, que quiere hacer un documental sobre Richard Elster, un erudito al que el gobierno contrata secretamente para que trabaje en el diseño de una guerra «haiku». El énfasis en la simultaneidad de los hechos y el tema de la memoria selectiva cobran relevancia: uno recuerda solo lo que se desea recordar. Elster se retira al desierto, donde la percepción de la realidad es distinta y el tiempo se vuelve ciego. Finley acude a él, entre arena y cactus, obsesivo en su propósito cinematográfico. Allí están Finley, Elster y Jessie, la hija de este último, dinámica que se ve alterada por su incomprensible desaparición. En Punto omega se emplean oraciones condensadas sin decoración metafórica, una forma de narrar que la conecta con El silencio.

De Lillo ha expresado en entrevistas que su última novela fue entregada a su editor en marzo de este año, antes de que comenzara o tuviéramos conocimiento de la pandemia. Sabemos muy bien que las cosas que uno escribe terminan a veces convirtiéndose en realidad, y no hay razón para poner en duda lo que dice el autor, quien de paso admite haberle costado mucho la escritura de esta novela plena de situaciones clarividentes. Para un escritor siempre preocupado por este tipo de temas no resulta extraño semejante coincidencia.

Lo que nos lleva a un escenario optimista: en 2022, año en que transcurre la trama, el tráfico aéreo se encuentra en estado de normalidad. Así comienza la novela, con un vuelo París-Newark en el que viajan Jim Kripps y Tessa Berens, que esperan llegar a tiempo para ver la edición 56 del Super Bowl en casa de unos amigos. Tessa, que es poeta y editora, escribe en su cuaderno de recuerdos, un cuaderno que también conecta con Punto omega y con el que intenta evadir el olvido selectivo: «Necesito saber qué día llovió. Se trata de mirar las notas dentro de unos años y ver la precisión, el detalle a lo largo del viaje». A su vez, durante el vuelo, como confiesa De Lillo que le ocurrió a él mismo (se podría considerar este el momento de ignición de la novela-imagen), Jim está pendiente de la pantalla que arroja datos sobre el avance del vuelo: distancia recorrida, tiempo de llegada, altitud. Números y palabras que De Lillo, en su propia experiencia, iba anotando en un cuaderno.

Mientras el vuelo prosigue, Diane Lucas y Max Stenner, casados desde hace más de tres décadas, están en su apartamento a la expectativa de que comience el Super Bowl. Tienen tres invitados, uno ya está en el lugar, Martin Dekker, ex alumno de Diane, profesora retirada de física. Los otros dos invitados están a bordo del vuelo París-Newark. Martin, siguiendo el ejemplo de su mentora, es profesor de física en secundaria. Vive en el Bronx, el lugar de nacimiento de De Lillo, donde el autor creció en un modesto apartamento junto con una numerosa familia italiana en la que no había mucho interés por la literatura pero sí por el béisbol.

Martin está obsesionado con el manuscrito de 1912 de Einstein sobre la teoría de la relatividad. En este sentido –como en Punto omega, donde se evoca como cita central a Teilhard–, en El silencio el manuscrito de Einstein cobra vigencia para sustentar el trasfondo científico-filosófico de la novela. La obsesión de Martin con este texto es tal que cuando pensaba en él «tendía a caer en un trance pálido». Un manuscrito cuyo original envejecido, escrito a mano, lleno de tachones, cambió la compresión newtoniana del universo y la forma de entender el espacio, el tiempo, la gravedad. De hecho, así como en Punto omega está presente la noción de la sincronía y la conexión entre los hechos, en la teoría de la relatividad la simultaneidad, debido a la dilación del tiempo, no es una relación absoluta entre dos acontecimientos. He allí una diferencia de fondo, sutil pero sustancial.

El juego está a punto de comenzar en el Coliseo Memorial Descongestionante Nasal Benzedrex (en la cultura estadounidense no es descabellado que un estadio lleve el nombre de una medicina), mientras allá arriba en los cielos «las imágenes de la pantalla empezaron a temblar. No era una distorsión visual ordinaria, tenía profundidad, formaba patrones abstractos que se disolvían en forma de pulsaciones rítmicas, una serie de unidades elementales que parecían proyectarse hacia delante y retroceder. Rectángulos, triángulos, cuadros… Luego la pantalla se fundió en negro». El avión entra en una severa turbulencia y la pareja se empieza a ahogar en ruido, lo que al lector que ha tenido encuentro con otras obras de De Lillo le trae al instante el recuerdo de la pieza Ruido de fondo, en la que una nube negra cubre la atmósfera producto de una fuga química, y el personaje cae en un miedo atroz a la muerte. En el aire «se estaban ahogando en ruido… se oyó un golpe tremendo en algún sitio por debajo de ellos. La pantalla quedó en blanco».

Una escena, dos capítulos más adelante, nos remite a una furgoneta que traslada a Jim y Tessa a una clínica junto con otros pasajeros, todos con heridas leves tras un aterrizaje forzoso («que parecía la voz del mismo Dios») que incendió un ala del avión. Jim tiene una herida leve en la cabeza. Luego de que los dan de alta, y como hay un apagón generalizado, deciden irse caminando desde la clínica hasta la casa de Max y Diane. Antes de salir, una mujer les dice:

Sea lo que sea lo que está pasando, se ha cargado a nuestra tecnología. La palabra misma ya parece anticuada, perdida en el espacio. ¿Qué pasó con el trasvase de autoridad de nuestros dispositivos seguros, a nuestra capacidad de encriptación, nuestros tuits, trolls y bots? ¿Acaso en la dataesfera todo está expuesto a distorsión y robo? ¿Y nosotros solo podemos quedarnos aquí sentados y lamentarnos de nuestro destino?

Lo que nos trae a los padecimientos tecnológicos en tantas esferas de la realidad presente. Siempre estamos amenazados por la tecnología, pero no podemos vivir sin ella. De Lillo concibe una novela en la que, forzosamente, los personajes deben enfrentar el hecho de que la tecnología los ha abandonado. ¿Cómo será vivir sin celulares, sin televisión, sin correo electrónico, sin dispositivos de reconocimiento facial, sin luz, sin calefacción, sin autobuses, sin taxis ni ascensores? Mientras tanto, más o menos de manera simultánea pero no absoluta por la relatividad del tiempo, la tecnología también ha abandonado la casa de Max y Diane. Antes de comenzar el juego, la pantalla del Super Bowl, los teléfonos y computadoras dejan de funcionar. Se produce un estado de oscuridad y un giro de insinuación erótica entre maestra y discípulo.

Diane y Martin hablan sobre Einstein y la fascinación del científico, aunque judío, con la figura luminosa del Nazareno. Las disquisiciones de Martin aumentan en intensidad y profundidad, como una máquina de hacer teorías y especulaciones. En medio de esto la pregunta: «¿Qué pasa con la gente que vive dentro de sus teléfonos?» Al mismo tiempo Max se transmuta en locutor del partido que en teoría debería estar ocurriendo, quizás representando con su actuación, un poco enloquecida e influenciada por unos tragos de bourbon, la imposibilidad de vivir sin la tecnología: «Los equipos están muy igualados. Saque de centro. Un partido para tirar cohetes». La pantalla del televisor permanece inamovible en su oscuridad.

En torno a seis velas encendidas en la sala hacen su aparición Jim y Tessa. Cuentan lo ocurrido y su camino a pie: «Ni farolas ni las luces de las tiendas ni de los rascacielos, ni las torres, todas las ventanas oscuras». Martin concluye que nadie quiere llamarlo «Tercera Guerra Mundial», pero es lo que está ocurriendo en estos tiempos: ciberataques, intrusiones digitales, agresiones biológicas, ántrax, viruela, patógenos, hambrunas, plagas, colapso de redes eléctricas, terrorismo, ondas fantasmas, hackeo, contrahackeo, gérmenes, esporas, polvos, tormentas, incendios descontrolados, microplásticos, criptomonedas. De nuevo, se produce una conexión con obras anteriores de De Lillo, en este caso con el cuento «Momentos humanos en la Tercera Guerra Mundial» de su libro El ángel Esmeralda.

En los nueve relatos (homenaje a Salinger)  de El ángel Esmeralda, al igual que con Punto omega y El silencio, se puede deducir que mientras más corto escribe De Lillo su prosa se vuelve más poderosa. El mencionado cuento está narrado desde el punto de vista de un astronauta en órbita junto con un muy joven compañero llamado Vollmer. Están encargados de una misión relacionada con una guerra que ya lleva tres semanas en la Tierra, eso sí, de un tipo más convencional que la planteada por Martin en El silencio. El astronauta narrador dice que, estando en la vastedad del espacio, solo le gusta hablar de los pasos operativos de la misión y de cosas muy concretas. Vollmer, como Martin en el apartamento, se empeña en entablar reflexiones sobre la condición humana y la ciencia. El astronauta en silencio concuerda con todo lo que dice su colega, aunque solo quiere hablar y pensar en asuntos prácticos. Desea enfocarse en la cotidianidad de su cometido: obtener información de inteligencia que ayude a librar la Tercera Guerra Mundial, recolectar data en imágenes de las posiciones de las tropas enemigas. Vollmer finalmente observa extasiado la Tierra desde la escotilla: los océanos, los continentes, los archipiélagos llenan su conciencia y lo callan.

Mientras Max sale intempestivamente a dar una vuelta por la ciudad a oscuras y Martin continúa con sus teorías, Tessa, la poeta, se pregunta: «Imaginemos que no somos lo que creemos. Que el mundo que conocemos está siendo completamente reestructurado mientras estamos aquí mirando o sentados y hablando… ¿Acaso el tiempo ha dado un salto adelante, como dice nuestro joven amigo, o se ha desmoronado?» Y la frase siguiente: «Lo que está más fresco en nuestro recuerdo, el virus, la plaga, el desfilar por las terminales de los aeropuertos, las mascarillas, las calles de las ciudades vacías».

La mención a la pandemia hermana El silencio con otra obra de De Lillo, en el sentido del confinamiento: Cosmópolis. Esta vez se trata de un ejecutivo billonario, Eric Packer, que se ve obligado a permanecer dentro de su limusina un día entero en Nueva York debido a la presencia del presidente de Estados Unidos en la ciudad, una violenta protesta masiva y el funeral de una estrella de rap. La amenaza externa define nuestra vida. Packer, desde su limusina, observa la calle con sus personajes de la misma manera como Martin se queda a menudo con la mirada perdida tratando de entender el mundo; o como Vollmer que se apacigua mirando el planeta desde el espacio.

Martin, en su torrente de elucubraciones que sin embargo no abruma al lector, y por si fuera poco agregado a la referencia a la pandemia, afirma: «Puede que hayan tomado el control con algoritmos. Los chinos ven la Super Bowl. Juegan fútbol americano. Los Barbarians de Pekín. Es completamente cierto. Nos las han jugado. Han iniciado un apocalipsis selectivo de Internet». Pandemia y China. Todo ello, además, encaja a la perfección con dos de las obsesiones de De Lillo: las conspiraciones y el apocalipsis.

Bien sea como un acto de premonición del escritor, bien sea porque el manuscrito fue comenzado y terminado antes de la pandemia, o bien sea porque la referencia a la pandemia pudo haber surgido casi al final, con los últimos retoques de edición, ¿a alguien realmente le importa? Sea por lo que sea, El silencio nos hace pensar que, en efecto, la humanidad libra la Tercera Guerra Mundial: respiradores como misiles, mascarillas como cascos antibalas, distanciamiento social como alejarse del punto de mira del francotirador, lavarse las manos como encender un lanzallamas al enemigo. Lo que pone en perspectiva la frase del epígrafe, la cita de Einstein que luego aparece, de nuevo, en la novela: «No sé con qué armas se librará la Tercera Guerra Mundial, pero la Cuarta se librará con palos y piedras».


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