CRÓNICA COVID-19

El regreso de los fantasmas a Los Roques

Pescadores, dueños de posadas y restaurantes nunca habían visto la isla tan vacía. Fotografía de Andrés Kerese | RMTF

12/04/2020

Noelia supo que era su turno cuando tocaron la puerta. Un militar con tapabocas la esperaba afuera. Dijo que la doctora y su auxiliar estaban por salir de la casa vecina. “Buenas tardes, señorita. Ya vienen a hacerle la prueba COVID-19”. Era lunes 30 de marzo de 2020. Dos médicos traídos de Caracas recorrían el Gran Roque, la isla más grande del archipiélago Los Roques. El gobierno del territorio insular Francisco de Miranda había anunciado el despistaje casa por casa dos días antes. Venezuela tenía para ese momento 135 casos acumulados del nuevo coronavirus. Cuatro fueron detectados en el archipiélago, a 168 kilómetros de tierra firme.  

El primer reporte oficial de infectados en el archipiélago se transmitió en cadena nacional el 20 de marzo de 2020, una semana después de que Delcy Rodríguez informara los primeros casos confirmados de COVID-19 en Venezuela. No fue una revelación clara. Nicolás Maduro habló de personas contagiadas “en una isla”. Que se habían infectado en una fiesta. Tres días después, dijo que se refería a Los Roques y anunció que dos personas dieron positivo en las pruebas diagnósticas.

Los dos primeros pacientes hablaron. Escribieron en los chats de vecinos cuando comenzaron a tener tos, fiebre y dolor de cabeza. Después de ser examinados por la doctora del pueblo, decidieron aislarse en casa mientras esperaban los resultados de las pruebas nasofaríngeas. Los otros dos casos eran un misterio. Noelia ignoraba si había estado cerca de una persona enferma. Es una operadora turística y tiene contacto con extranjeros, gerentes de posadas y pescadores todos los días. Intentaba calmarse repitiéndose que no tenía los síntomas. Pero sabía que el virus podía estar en el organismo sin dar señales. 

En el Gran Roque viven 1.471 habitantes. Todos se conocen. Los roqueños estaban obsesionados por saber quiénes eran “los contagiados sin nombre”. Desde que se inició la cuarentena, los pobladores sustituyeron las reuniones en las puertas de las casas por los grupos de WhatsApp. El celular de Noelia no paraba de sonar por las notificaciones del chat. Pedían respuestas al grupo de vecinos, al de pescadores, al de los trabajadores de las posadas. 

Pedían a las personas enfermas que se identificaran. “¿Cómo va a ser esto? ¡Siempre hemos tenido confianza para decirnos las cosas!”. “¿Por qué nos tuvimos que enterar por televisión?”. “Quiero saber si toqué a alguien contagiado”. Noelia no se separaba del teléfono, esperando que los casos sin nombre se revelaran. El vacío de información le hacía imaginar los peores escenarios. Pensaba que si todos comenzaban a tener síntomas, sólo podían acudir a un lugar: el único centro de salud de la isla, el ambulatorio Petra María Marcano. Temía que, siendo solo para atención primaria, no tuviera capacidad para acoger a más de veinte personas al mismo tiempo.

Los pobladores dejaron de preguntar nombres cuando el gobierno del territorio insular informó que los kits de prueba para COVID-19 habían llegado. Se refirieron a las pruebas diagnósticas como “test rápidos”, pero no explicaron qué detectaban en el organismo ni cómo se tomaban las muestras.

Los roqueños se encerraron en sus casas desde que se anunció la cuarentena en Venezuela. Fotografía cedida por un poblador de Los Roques.

El guardia nacional en la puerta de Noelia se hizo a un lado, y la doctora apareció con un traje impermeable que la cubría de pies a cabeza. Se presentó. Era nueva en la isla. La seguía un ayudante, que llevaba también un traje protector; y una joven que sostenía una bolsa negra para desperdicios. Junto a ellos caminaba la líder de calle, que suele encargarse de las cajas de comida que reparte el gobierno. Esta vez, solo observaba de lejos. Todos llevaban guantes y mascarillas.

Preguntaron los datos personales de Noelia. Nombre, edad, cédula de identidad. Eso fue todo. No tomaron nota sobre posibles contactos con pacientes contagiados o con personas que presentaran síntomas asociados al nuevo coronavirus.

La doctora extrajo el test de COVID-19 de un paquete cerrado al vacío. Parecía una prueba de embarazo casera, pero más pequeña. Algunos laboratorios lo llaman cassette de prueba rápida. La doctora explicó que usaba muestras de sangre. 

―¿No hará la prueba con un hisopo? ¿No tomarán muestras de la nariz para un cultivo? ―preguntó Noelia. Las pruebas no se parecían a lo que había visto en las noticias internacionales.

―Este es un test preliminar, una prueba rápida ―dijo la doctora. ―Si da positivo, haríamos el estudio nasofaríngeo para confirmar que estás infectada.  

Las pruebas rápidas no detectan el virus. Detectan la presencia de un tipo específico de anticuerpos, las inmunoglobulinas. La presencia de esta respuesta inmunológica del organismo indica que está defendiéndose contra un virus extraño. Los test no son infalibles. Pueden pasar varios días antes de que el cuerpo produzca inmunoglobulinas y puedan hacerse detectables por estos estudios. Noelia desconfiaba.

La doctora limpió el dedo anular de la joven con un algodón empapado en alcohol. Después lo pinchó con una lanceta estéril, una pequeña aguja desechable. Acercó el dedo al cassette y la gota de sangre que emergió al instante cayó dentro de un pequeño orificio. En otro, la doctora colocó una gota de solución buffer. La que impide que el pH de la muestra se altere.

Pidió a Noelia que mirara el cassette. Dos líneas rojas horizontales serían igual a positivo para COVID-19. Si solo aparecía una, podía darse por librada de la nueva enfermedad. 

La doctora dejó de hablar. Noelia dejó de hacer preguntas. Pasó solo un minuto cuando vieron una raya delgada de color rojo aparecer en el cassette. Era tenue, apenas visible. Noelia se acercó para verla mejor, temiendo que la segunda línea apareciera de pronto. No pasó. La doctora dio por terminado el procedimiento. Aunque Noelia no podía ver la mitad de su rostro, sabía que le estaba sonriendo. Interrumpió el silencio para gritar: “¡Dio negativo!”. 

La prueba rápida aplicada a Noelia muestra el resultado negativo. Fotografía cedida por un poblador de Los Roques.

El equipo médico se despidió sin darle un documento que avalara el resultado. Noelia sentía alivio porque ya no tenía dudas, pero pensó que estaría más segura con un certificado, como el cartón que dan a los vacunados contra la fiebre amarilla.

―¿La prueba es confiable? ―insistió Noelia.

―99%  ―aseguró la doctora.

―¿De dónde vienen?

―De China.

La incertidumbre en Los Roques

Noelia leía los mensajes de las buenas noticias en el chat de vecinos. Cada vez que alguien pasaba la prueba se hacía una fiesta de emoticones felices. En la casa del señor Rufino, un pescador de 73 años, se aplicó la prueba rápida a 16 personas. El resultado fue el mismo: nadie parecía haber desarrollado inmunoglobulinas en las últimas semanas. Tampoco tenían síntomas. Cuando terminó la semana, Magaly Gutiérrez, presidenta del Instituto Venezolano de los Seguros Sociales, dijo que se realizaron 1.393 pruebas en Los Roques. Todas dieron negativo. Los pobladores escribían en los chats que tal vez los dos contagiados sin nombre no eran roqueños. Tal vez solo estaban de paso en el archipiélago.

El gobierno no ha declarado Los Roques libre de COVID-19 en un comunicado oficial. Tampoco ha reportado nuevos casos. No importa si Noelia confía o no en las pruebas rápidas. Es la única evidencia de que, al menos, su cuerpo no está batallando contra el nuevo coronavirus. Venezuela tiene 175 casos confirmados acumulados al domingo 12 de abril. Los cuatro detectados en Los Roques ya están fuera del archipiélago. El gobierno aseguró en cadena nacional que tres estaban en el estado Aragua. La cuarentena nacional sigue en pie y los roqueños la respetan. En la plaza del pueblo desactivaron el Wi-Fi gratuito para evitar que la gente se reuniera a usar la red. Noelia decide confiar en que no hay señales de que el COVID-19 siga en la isla.

Una semana después del despistaje, llegó un barco con suministros al mercado del Gran Roque. La entrada de la carga se ha mantenido desde que se inició la cuarentena, pero los roqueños pidieron que la tripulación no bajara. No querían arriesgarse al contagio. Noelia salió de casa para comprar carne, frutas y verduras. Las calles del Gran Roque no se veían llenas, pero notó más personas que la semana anterior caminando hacia el mercado. La gente comentaba que sus vecinos no se habían quejado de síntomas asociados a la nueva enfermedad, y eso también los tranquilizaba. 

Los pescadores de la isla piden permisos para trabajar. Fotografía cedida por un poblador de Los Roques.

Noelia miró en el cielo grandes cometas de kitesurf. No las veía desde el 16 de marzo. Más temprano, había leído en Instagram que uno de los deportistas franceses varados en el archipiélago posteó una fotografía para contar que habían podido salir unas horas a volar. Algunos pescadores también salieron. Llevaban consigo los permisos especiales para trabajar durante la cuarentena.  

La tensión por el contagio fue sustituida por una nueva incertidumbre. Los roqueños temen quedarse sin dinero en efectivo. Dinero verde.

Los Roques recibe cada año a más de veinte mil viajeros. Los vientos fuertes de marzo y abril atraen a los atletas de kitesurf y windsurf de todo el mundo. Desde hace 20 años, el turismo sustituyó la pesca como principal actividad económica de la isla. Con los turistas llegan dólares en efectivo a las 60 posadas del Gran Roque.  

Noelia habló con su amiga Carmen. Las dos operadoras turísticas sentían lo mismo: vivían una larga pausa que no habían planeado. Aunque estaban frente a las playas del Caribe, la pausa no se parecía a las vacaciones. Nunca habían visto la isla vacía. Esperaban dos vuelos con 60 turistas para Semana Santa. Se cancelaron a última hora. Los 57 deportistas colombianos que llegaron en carnaval se fueron entre el sábado 14 y el domingo 15 de marzo. Los turistas ingleses, alemanes e italianos, dejaron el archipiélago en una huida exprés hacia sus países de origen. La isla se vació en dos días. Junto al mar solo se veía a los niños que pescaban con carnada de camiguana, jugando a no ser vistos por la Guardia Nacional que patrullaba la isla en cuarentena. 

A la espera de la normalidad

Las posadas se preparan para recibir visitantes sin saber cuándo acabará la pandemia. Un amigo de Noelia limpia las habitaciones vacías de una posada al extremo de la isla. Tres días a la semana, el muchacho se encarga del mantenimiento. Los gerentes le garantizan alojamiento y comida. Si necesita dinero para comprar champú, jabón, o algo más para comer, la administración tiene permiso para darle dinero de la caja chica. El dinero sale, pero no entra. 

Un turista puede pagar entre 100 a 190 dólares por una noche en Los Roques. Las posadas ofrecen servicios de pensión completa: alojamiento, desayunos y cenas, cavas con comida para pasar el día en la playa y toallas. Pero la calidad de la comida y las comodidades de cada habitación varían. Una posada pequeña de cuatro habitaciones, entre las que se incluye una VIP, puede tener 4000 dólares en ingresos brutos en una semana si está a casa llena. Con las puertas del Gran Roque cerradas durante la pandemia, los bolsillos de los roqueños se vacían.  

Los restaurantes y posadas están vacíos. Solo 8 turistas se quedaron varados en el archipiélago, y se ajustan a las medidas como los lugareños. Fotografía cedida por un poblador de Los Roques.

La última vez que Noelia fue al mercado compró dos kilos de limón, un kilo de tomate y un kilo de papas. Pagó por todo 30 dólares. Ahora solo tiene 50. Noelia va al puerto y pregunta a los tripulantes del barco de carga y a los vendedores de frutas que vienen de Caracas, si tienen dólares en efectivo. Responden que sí, que han cambiado algunos bolívares en tierra firme. Noelia aprovecha para proponer un intercambio: ella deposita dólares en sus billeteras digitales, y ellos dan a cambio la misma cantidad en billetes. Aceptan. Noelia llega a casa feliz y anuncia que ha comprado lo que necesita para una semana. 

Son pocos los lugareños que tienen cuentas en bancos estadounidenses o usan billeteras digitales como Noelia. Así que el efectivo se impone a la hora de pagarle al lanchero que hace los traslados a los cayos, o al señor que vende el pescado fresco, o al señor Rufino en la bodeguita. 

El señor Rufino fue pescador por más de sesenta años. No le faltan ganas de volver al oficio, pero tiene diabetes y le duelen las piernas. Dice que el mar exige mucho brío y mucha voluntad. Sus ancestros también fueron pescadores y sus nueve hijos siguen la tradición en las aguas de Los Roques. Por eso, aunque tuvo que abandonar la pesca para encargarse de una pequeña bodega, no deja de pensar en el mar. 

Vende café, azúcar, champú, bebidas. Ofrece de todo un poco. La norma en cuarentena es abrir de 8:00 am a 2:00 pm y de 5:00 pm a 7:00 pm. Hay días en los que prefiere dejar la santamaría abajo. “¿Para qué voy a abrir si no tengo nada?”. Desde que comenzó la cuarentena el 16 de marzo, Rufino no ha recibido mercancía de sus proveedores en tierra firme. 

Gran Roque es una isla pequeña, todos se conocen y saben lo que ocurre en la casa del vecino. Fotografía cedida por un poblador de Los Roques.

Rufino no podría pagar el mercado en bolívares aunque quisiera. Dice que hace 9 meses perdió la clave de su tarjeta de débito y no ha podido usar su pensión desde entonces. Cuando quiso pagar por el Sistema Patria, el aparato que toma las huellas dactilares no reconocía la suya. Antes de que iniciara la cuarentena, voló a La Guaira buscando solución en las sedes de los bancos de tierra firme. Pero le pidieron papeles que no tenía. Le dijeron que no podían resolver el problema y Rufino regresó a Los Roques resignado. 

Cuando no está en la bodega, se sienta en el porche de su casa con el tapabocas puesto. A Rufino no le gustan los turistas que llegan al Gran Roque en los últimos años. Dice que son ruidosos y que no son de confiar. Los Roques fue declarado Parque Nacional en 1972. Al ser un área protegida, los operadores turísticos y los servicios para el público solo pueden funcionar bajo régimen de concesiones, y en los últimos años han denunciado que la ley no se respeta. Tampoco los horarios para las fiestas nocturnas en las playas ni las normas de protección de los cayos, rodeados por barreras de coral. Las playas solitarias le traen a Rufino recuerdos de su infancia. La ocupación permanente de la isla comenzó a principios del siglo XX, con la llegada de pescadores originarios de Nueva Esparta. Rufino es hijo de una de las tantas pareja de margariteños que llegó al Gran Roque en la década de los 40. En aquel entonces, la población no llegaba a 500 personas

Cuando era niño, no había electricidad en el archipiélago. Iluminaba la noche con velas o lámparas de kerosene. Contaba relatos de fantasmas. Los holandeses antillanos llegaban a Los Roques en el siglo XIX en busca de guano, y no faltaban historias de náufragos que aparecían muertos en las playas. Se decía que un holandés, de sombrero muy grande, vagaba por la isla. En tiempos de COVID-19, lo más parecido a un espanto son los hombres de trajes blancos que caminan por las noches, rociando cal clorada a las fachadas de las casas.

***

Los nombres reales de las personas que forman parte de esta historia han sido cambiados. La protagonista pidió que las identidades no fueran reveladas por seguridad ante información sensible.


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