El dos de mayo de 1808 La carga de los mamelucos. Francisco de Goya. 1814
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Algunos han considerado el levantamiento popular contra las tropas francesas, sucedido en Madrid cuando está en su apogeo la primavera de 1808, como un mito imposible de desmantelar debido a su arraigo. Nadie puede mostrarse crítico ante las escenas de valentía y de enfrentamiento desigual que comenzaron a divulgarse inmediatamente después como si se tratara de una epopeya incomparable, se ha machacado. De allí que no quede más remedio que seguir la corriente de un fenómeno magnificado, insisten los escépticos. Sin embargo, ocurre entonces un levantamiento del pueblo llano contra los poderosos ejércitos de Napoleón, que debe juzgarse como una manifestación de dignidad y como una muestra de altiva desesperación que no se observa a menudo en los anales de la historia universal. Nos acercaremos ahora a algunas de sus vicisitudes.
La reacción es una manifestación de lealtad hacia Fernando VII, recién ascendido al trono después de conjuras contra su padre, Carlos IV, y de trompicones con la nobleza progresista que no se espanta ante las reformas que el Emperador guarda en su equipaje. Pero el flamante monarca no solo está preso por el nuevo dominador, sino que también se ha postrado sin vacilación ante su autoridad. Lo prueba, entre otros documentos que sería prolijo enumerar, la siguiente misiva que los alzados de los barrios desconocen, pero que da cuenta de la debilidad del régimen español y del carácter poco recomendable de quien acaba de estrenar la corona. Escribe Fernando VII a Napoleón, poco antes del levantamiento madrileño: ¨Si los hombres que lo rodean aquí conocieran a fondo el carácter de Vuestra Majestad Imperial, con que ansia procuraría mi padre estrechar los nudos que deben unir nuestras naciones. ¿Y habría medio más proporcionado que rogar a V.M.I el honor de que me concediera por esposa a una princesa de su augusta familia?¨ Vil artificio para malponer al antecesor y, a la vez, unirse a la parentela triunfante en Europa, no ofrece razones para alabar las cualidades del remitente por cuyos derechos están los madrileños dispuestos a hacerse matar.
No han faltado analistas que no entienden de buenas a primeras la reacción popular, debido a que la opinión pública y los cabecillas callejeros debieron buscar auxilio inglés antes de inmolarse en una carnicería. Buscar opinión pública organizada en la época es trabajo baldío, así como pedir reflexión a unos agitadores sin experiencia. Además, no existe una sensibilidad proclive a comulgar con los descendientes de los piratas que asolaron las posesiones de ultramar, ni con herejes contra cuya maldad habían abundado las prédicas. Además, apenas mirando hacia sucesos recientes, está fresca en la memoria la pérdida de la isla de Trinidad, escamoteada por los británicos en la Paz de Amiens; y, por si fuera poco, la aparatosa derrota de la armada española en Trafalgar, baldón ejecutado en 1805 por el almirante Nelson, o la invasión del Río de la Plata en 1806. En lugar de pedir análisis rebuscados, lo razonable es detenerse en los hechos concretos.
Preso en Bayona, Fernando VII pide cooperación con los ejércitos franceses mientras los miembros de su familia comienzan a salir sigilosamente de la Corte. El 2 de mayo, en los alrededores de palacio corre la voz de que la Princesa de Etruria se marcha contra su voluntad, mientras el infantito Francisco de Paula llora porque pretenden sacarlo a la fuerza. Las novedades, probablemente sin fundamento, hacen que una multitud impida el paso de los coches. Una guardia francesa la dispersa a sablazos, para que se encienda la mecha de aglomeraciones que nadie ha previsto. Los que se libran del ataque de los escoltas de las carrozas corren la voz de alarma por los aledaños, llamando a una lucha patriótica contra el invasor y armándose con palos, fusiles viejos, chuzos y navajas. La invitación tiene eco, pues de todas las esquinas sale el pueblo a batirse contra las tropas.
Ni siquiera se arredran ante la embestida de los mamelucos, fuerzas mercenarias de origen egipcio que eran célebres por su afición a las matanzas desenfrenadas. Los oficiales y los soldados napoleónicos pillados en la calle, lejos de sus cuarteles o sin el apoyo de sus compañeros, encuentran la muerte en manos de los sublevados. Las banderas francesas y los símbolos imperiales son destrozados por mujeres que se encomiendan al ¨Dios de los españoles¨, mientras piden a gritos la compañía de los varones. Es un teatro desconcertado, una serie de hechos dispersos que se llevan a cabo en diferentes lugares de la ciudad, a los cuales Goya ubica en la Puerta del Sol para no disminuir la trascendencia de los episodios, para que aquello no se vea como una ruleta de escaramuzas. La resistencia mayor a los invasores sucede en el lugar que guarda el parque de artillería, que obliga a esfuerzos que la Guardia Imperial no ha hecho hasta entonces para impedir la multiplicación de la poblada.
Las consecuencias militares del suceso son mínimas. En nada disminuye entonces la potencia de las armas francesas, ni los comandos sufren la interferencia de su actividad. Sobre la magnitud real del acontecimiento da cuenta el jefe de los contingentes imperiales, mariscal Joaquín Murat. En la tarde del dos de mayo, envía a Napoleón detalles sobre la resistencia que debió superar: ¨Circulaban panfletos excitando a la rebelión, la cabeza de los generales y oficiales franceses hospedados en la ciudad se ponía a precio… Un batallón de la Guardia alojado en mi palacio, protegido por dos cañones y un pelotón de cazadores polacos, ha marchado hacia palacio atacando a la masa allí reunida y dispersándola a tiros de fusil. Por su lado, el general Grouchy reunía sus tropas en el Prado y recibía la orden de dirigirse por la calle de Alcalá a la Puerta del Sol, donde se habían reunido más de veinte mil rebeldes. Se asesinaba ya en las calles a los soldados aislados que intentaban incorporarse al puesto, sin perdonar a los que se ocupaban de distribuciones¨.
De cómo termina la jornada ofrece compendio el cuadro de Goya sobre los fusilamientos de 3 de mayo, un testimonio de cómo el pueblo llano es inmolado para permanecer en la memoria de la humanidad. Posteriormente, ya con el ejército en franca resistencia y con las localidades de todo el mapa alzadas, ocurren batallas a campo abierto -Cádiz, El Bruch, Bailén, La Coruña, Talavera, Ocaña, Torres Cedras, Ciudad Rodrigo, Arapiles, Vitoria-, y España gana la guerra de su Independencia.
Elías Pino Iturrieta
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