Literatura

El paseo

08/05/2020

Autor desconocido. Imagen de Blogspot Losarciniegas

«Declaro que una hermosa mañana, ya no sé exactamente a qué hora, como me vino en gana dar un paseo, me planté el sombrero en la cabeza, abandoné el cuarto de los escritos o de los espíritus y bajé la escalera para salir a buen paso a la calle». Así comienza El paseo, la célebre novela de Robert Walser, cuyo arranque recordé con alegría esta mañana cuando (salvo por el sombrero: a mí me tocó ponerme un tapabocas) salí de mi casa dispuesto a aprovechar el permiso de esparcimiento de una hora diaria.

Mi estado de ánimo, al igual que el del narrador en la novela, era «romántico/extravagante». El cielo estaba despejado. La luz del sol proveía una agradable sensación de calidez sobre la piel. En general, este tiempo en cuarentena ha estado marcado por una seguidilla de días especialmente luminosos. Tal vez a causa de llevar encerrado tantas horas, por un segundo tuve la impresión de que las calles, ahora invadidas por cientos de palomas, estaban ocupadas también por una suerte de niebla dorada. Caminé midiendo cada paso, con los ojos bien abiertos, como si mirara todo por primera vez, apreciando, a decir del narrador en la novela de Walser, lo «divinamente hermoso y bueno y sencillo y antiquísimo que es ir a pie», dispuesto a disolverme en mi propia percepción de la realidad y concentrado en avanzar «por el luminoso y amable mundo matinal, no con apresuramiento, sino más bien cómoda, objetiva, llana, prudente y tranquilamente». Amo el sol de la palabra día, cité para mis adentros. El recuerdo derivó en sensación de gratitud: sonreí bajo el barbijo.

Aunque no tenía intenciones de copiar aquel inspirado paseo, a medida que avanzaba mi caminata cobraba, de forma espontánea, cierto tono irónico también presente en la novela: no llevaba puesto un elegante traje amarillo como el del narrador, sino un insulso suéter negro; no reconocía los sonidos de un mundo primitivo, sino la lejana melodía de una canción de UB40 y la voz de una mujer que, desde un balcón, repetía a los gritos la frase «voy a morirme sola», «voy a morirme sola»; no me encontraba con personajes bellos y estrambóticos, sino con una señora que golpeaba con un palo el lomo de un desnutrido pitbull gris; no atravesaba avenidas espléndidas, iba esquivando la incalculable cantidad de cagadas de perro que por estos días se camuflan bajo el tapiz de hojas secas que alfombran las veredas.

Hay una película de Kiarostami en la que, una madrugada, un hombre se interna en el bosque con firmes intenciones de acabar con su vida. Después de encaramarse en un árbol y ceñirse una soga al cuello, nota que un fruto le ha manchado las manos. El hombre se pasa la lengua por los dedos y, casi sin darse cuenta, termina comiéndose un par de cerezas maduras. De pronto, empieza a amanecer y el dulzor de la fruta, la uniformidad de la luz matutina y las voces de unos niños que se dirigen a la escuela, se le revelan con una intensidad y una belleza que lo obligan a reconsiderar sus planes. Esta sacudida no es otra cosa que el rostro poderoso del presente, el mismo sentimiento de plenitud que acompaña al narrador de Walser durante todo su recorrido.

Al igual que en la novela, mi paseo terminó al borde del agua. La soledad en los alrededores era tal que casi me alegro al advertir, unos metros más allá, la presencia de una mujer policía. Tenía una respuesta preparada, también irónica y también sacada de la novela, en el caso de que la agente se me acercara y cuestionara mi aparición en aquel sitio:

Pasear me es imprescindible para animarme y para mantener contacto con el mundo vivo, sin cuyas sensaciones no podría escribir media letra ni producir el más leve poema en verso o prosa. Sin pasear estaría muerto y mi profesión, a la que amo apasionadamente, estaría aniquilada. Encerrado en casa me arruinaría y secaría miserablemente. Un paseo está siempre lleno de imágenes y vivas poesías, de hechizos y bellezas naturales. Un paseo me recrea y consuela y alegra.

Resulta incomprensible y al mismo tiempo terriblemente lógico que, la persona que escribió aquellas palabras, sea la misma que pasó los últimos treinta años de su vida en un sanatorio.

Fue ante las aguas putrefactas del riachuelo, sobre cuya superficie he visto, como largas lenguas negras, los cuellos fláccidos de más de una tortuga muerta, donde evoqué, no sin cierto sentido del ridículo, debo confesar, la pregunta que el personaje de Walser se hace hacia el final de su paseo: «¿Dónde estaríamos si no existiera la tierra?» La respuesta sólo puede alcanzar formas puras de la comunicación como la risa, el llanto o el silencio, gestos que indefectiblemente acaban por tener cierto misterio y por los cuales el propio Walser siempre optó antes de emprender otra aventura.


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