Perspectivas

“Come Fly With Me”

29/04/2020

Fotografía de DIMITRI MESSINIS | AFP

Recuerdo perfectamente la impresión de asombro que me produjo la imagen de Jordan la primera vez que la vi: hasta ese momento imaginaba que era blanco. Tenía once años y mis amigos hablaban de él como si se tratara de un primo; aunque posiblemente yo también lo nombrara cada tanto, la verdad era que nunca lo había visto. Una tarde, mientras lanzábamos balones al aro que estaba frente a los banquitos, alguien comenzó a rodar una edición de Meridiano que contenía una foto de Jordan en el aire con las piernas abiertas. Cuando el periódico llegó a mis manos, no pude hacer otra cosa que guardar silencio: me paralizó la imposibilidad de poner en palabras la forma brusca con la que me tocó desanudar aquel principio racista. Al final del día, el ejemplar yacía doblado sobre uno de los banquitos. Corté la fotografía con las manos y, como si guardara un secreto, me la metí en un bolsillo. Durante años, la imagen estuvo pegada sobre un corcho en mi cuarto.

La cuarentena nos ha desplazado todavía más hacia el centro del objetivo de la maquinaria del entretenimiento y la publicidad: a través de la televisión y el internet, nos hostigan con servicios, promociones y ofertas a través de las cuales pretenden seguir sacándonos los churupos mientras languidecemos al interior de nuestras casas. Por ahí leí que, respecto del año pasado, Netflix sumó a sus ganancias más de trescientos millones de dólares. Por supuesto, yo no estoy exento (ni pretendo estarlo) de este tipo de consumos, de modo que, apenas la famosa plataforma publicó la serie de Jordan, me tiré de cabeza a verla. Hasta ahora, el resultado ha apuntado hacia dos direcciones: por un lado, tengo ansiedad por conocer el resto de los capítulos (los sueltan de dos en dos cada semana); por otro, se me activó y aceleró una nostalgia, despojada de sentido crítico, por aquellos años de basquetero adolescente.

Junto a las películas pornográficas en VHS que por entonces intercambiábamos entre vecinos, también circulaban Playground y Come Fly With Me, dos documentales sobre Michael Jordan. Recuerdo con especial agrado cómo se iban gastando, entre tantas idas y vueltas, las imágenes a color impresas en los empaques de cartón que cubrían aquellas cintas: eran originales, vaya usted a saber quién las había comprado y dónde. Más de una vez nos reunimos a verlas en grupo: al finalizar, salíamos corriendo en dirección a la cancha, al ritmo de la famosa canción de Vanilla Ice, donde pasábamos horas narrando en “inglés” nuestros intentos por copiar las maniobras de Jordan.

El mérito que tiene la serie es que no hay que ser fanático del básquet para disfrutarla. En tal sentido, articula con aquel documental sobre Senna, que se aprecia en su totalidad, incluso sin haber visto (como es mi caso) una sola carrera de Fórmula 1. Por lo demás, es un gusto volver a ver esas jugadas: Jordan incorporó al juego una elegancia a través de la cual realzó los triples, los tiros libres, las clavadas, por supuesto el salto y yo diría que hasta la manera de caminar en la cancha. No es casual que, en algún momento en la serie, uno de los entrevistados se refiera a sus levitaciones como una especie de «poesía en movimiento».

Nunca fui buen jugador, pero siempre fui alto: hasta hoy, mi vínculo con el básquet sigue siendo involuntario. Tuve un vecino, sin embargo, que me hizo confiar en mi estatura para quitar rebotes y dar tapas. Le decíamos Nesky (nunca supe por qué), pertenecía a una generación anterior a la mía y ostentaba una pasión genuina hacia el deporte: más de una vez me levanté a las siete de la mañana y lo encontré tirando balones en la cancha. Los más pequeños le profesábamos cierto respeto natural, reforzado por su manera efectiva de jugar basquetbol: era estratégico, lúcido, astuto, rápido y se jactaba de un flote que le permitía crear piruetas jordanianas. En términos literarios, Nesky generaba lo que generan aquellos escritores que al leerlos nos dan ganas de escribir.

En una ocasión, me reconoció, no sin estoicismo, que su tamaño –para aquel entonces, yo ya era más alto que él– no le permitiría jugar jamás en la liga profesional: supongo que aquello fue lo que lo llevó a abrir su vocación e improvisar una escuela de básquet en el bloque en la que hacía las veces de entrenador. Nesky fue quien nos enseñó a obtener el valor necesario para jugar contra equipos de otros barrios: las victorias se pagaban con balones, camisetas, potes de arroz chino, entradas a juegos de la Liga. Me acuerdo de una vez que nos obligó a darle la mano a cada uno de los jugadores de un equipo contra el cual acabábamos de perder. Me acuerdo de la alegría que nos produjo ver ganar a Cocodrilos contra Marinos en las Naciones Unidas.

En 1992 el país vivió un momento especial cuando el destino quiso que la Selección de baloncesto de Venezuela, en aquel momento conformada, entre otras reliquias, por Víctor David Díaz, Carl Herrera y Gabriel Estaba, se enfrentara en la final del Preolímpico de Portland, nada menos que al Dream Team de Estados Unidos, donde jugaban, sólo por nombrar a algunos de tantos monstruos, Magic Johnson, Larry Bird y el propio Jordan. Alguien bajó un televisor a la placita: vimos el partido sin movernos. Nunca olvidaré la imagen de los jugadores venezolanos sacándose fotos durante los descansos junto a sus rivales: tenía doce años y el hecho provocó en mí una sensación contradictoria, que vacilaba, no podía ser para menos, entre cierto sentimiento de amor patrio y la admiración profunda por aquellos personajes.

Nesky se mudó y con el paso de los años mi balón se desinfló debajo de la cama. Aunque nunca hablamos, todavía aprendo de su idea fija: a veces me quedo viendo los videos que sube a Instagram, en los que muestra parte de los entrenamientos que dirige en su propia escuela de básquet allá en Puerto Ayacucho.


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