Perspectivas

El país del retorno

Fotografía de Yuri Cortez | AFP

17/10/2020

Me contaba un amigo que cuando su hijo de veintitantos se marchó a Alemania «a buscar otra vida», dejó en una gaveta docenas de condones. Mi amigo ya no vislumbra las circunstancias para usarlos y los pasó a la guantera de su carro para ofrecerlos de propina a los bomberos que surtían gasolina gratis hasta mediados de febrero (¿lo recuerdan?). Siempre se lo agradecían con guiños de macho que tiene pendiente una cita amorosa esa misma tarde.

Ayer lo llamé por teléfono y le pregunté cómo estaba la cosa en Caracas. Respondió con seriedad, al menos en el tono:

—Pensar que hace seis meses regalaba condones y hoy no te cuento qué daría por una llenada de tanque.

Estas son experiencias para rumiarlas, no para digerirlas y compartirlas. Cuando toco estos temas fuera de Venezuela parezco un marido al que lo acaba de dejar la mujer y no logra desahogarse. Llega un momento en que me encadeno y no puedo parar mientras voy sintiendo que nadie me entiende. Padecemos extremos que pocos mortales conocen o imaginan. No existe otro país donde haya sido gratis la gasolina y a los pocos meses rebase los bordes de lo imposible. Es como vivir en dos eras geológicas. En poco más de veinte años logramos ser famosos en el planeta como el epicentro de una miserable barbarie manejada por multimillonarios. Semejantes estiramientos explican nuestras almas viejas sometidas al pesimismo crónico de quienes se sienten abandonados por la historia, por la justicia y la lógica, por la razón y los giros del destino, por el «no puede ser» y el «hasta cuándo», por lo posible y lo imposible. Ante tanto sufrimiento sin explicación ni sentido alguien podrá intentar desahogarse exclamando:

—Venezuela es una prueba supurante de que Dios no existe.

No quisiera quedarme varado en este tema, pero todo cuánto escucho y leo está relacionado con nuestra tragedia. Acabo de ver una película argentina, Rojo, que trata sobre los tiempos de la dictadura de Videla. Dos familias están reunidas jugando una especie de monopolio, pero con países que se compran o se invaden. De pronto, se escucha un sonido. Ha entrado una mosca en el inmaculado recinto. El dueño de la casa se levanta armado con una servilleta de tela y da manotazos al aire. El padre de la familia invitada le propone otro método:

—No trates de matarla, es imposible. Simplemente ahuyéntala una y otra vez. Ellas son como nosotros, también se cansan. Su vuelo será cada vez más corto y lento. Le faltará el aire y llegará un momento en el que ya no podrá volar. Y entonces… ¡Zas!

Los venezolanos somos esas moscas sin fuerzas para volar que aguardan temerosas la lotería de un manotazo al entrar en el radar de una sospecha, en la mira de un jerarca, en las inspiradas iniciativas de un esbirro. Basta que seas sospechoso, o pariente de sospechoso, para que arrasen tu casa y se lleven hasta los condones del hijo que no se ha ido. Para dar un ejemplo: uno de los oficios más peligrosos en Venezuela es ser primo de Juan Guaidó.

Hoy he estado pensando en las moscas que creemos haber logrado huir de los manotazos y redescubrir el placer de volar, y hasta hacer inútiles acrobacias.

Hace unos cinco años escribí un libro de cuentos sobre los que pretendemos habernos ido de Venezuela y habitamos un limbo. En el prólogo intenté explicar que los venezolanos llegamos a sentir, a un mismo tiempo, el dolor de querer marcharnos y el de habernos ido; el de querer volver y el de haber vuelto.

No se aprende en una generación el oficio de emigrante. Pareciera que los padres tienen que perder su tierra y su ciudad para que los hijos pueden nacer en una nueva. Mientras tanto se preguntan: ¿Debería sembrar en mi hijo el deber y el placer de retornar, o más bien dejarlo encontrar sus propios caminos y asomarlo a la posibilidad de jamás regresar? Yo, que vengo siendo más abuelo que padre, tiendo a la primera alternativa. La mejor y la mayor parte de mi vida transcurrió en Venezuela y este final, que nunca llega ni culmina, intento percibirlo como un absurdo y pasajero accidente.

Quisiera compartir unas anotaciones sobre nuestros vuelos, partiendo del poema de Cavafis, “La ciudad”:

 No hallarás otra tierra ni otro mar.

La ciudad irá en ti siempre. Volverás

a las mismas calles. Y en los mismos suburbios llegará tu vejez;

en la misma casa te poblarás de canas.

Pues la ciudad es siempre la misma. Otra no busques —no la hay—

ni caminos ni barco para ti.

La vida que aquí perdiste

la has destruido en toda la tierra.

Cuando sufrimos por algo que se ha tenido y se ha vivido y ahora no se tiene ni se vive, a veces no estamos añorando un lugar sino una época. Estas nostalgias que dependen del transcurrir del tiempo, al proyectar su sombra sobre una sustancia a través de la cual no podemos avanzar ni retornar a voluntad, confunden el tiempo con el espacio y nos sentimos paralizados, congelados. Volver al pasado es tan imposible como adelantarse al futuro, y terminamos refiriendo la medida de nuestro desasosiego al país, no a los años felices que en él vivimos, y entonces suspiramos: «¿De qué sirve volver?», imponiéndole al espacio las desdichas del tiempo.

Pero, ¿cómo no hacerlo? ¿Qué es una ciudad, una casa, sin los días que en ellos vivimos? Proust habla de un tiempo perdido, lo que implica que podemos al menos buscarlo. El espacio perdido, en cambio, puedes reencontrarlo y hasta recuperarlo.

Lo que hace que todo tiempo pasado sea mejor es la certeza de lo vivido frente a la incertidumbre de lo que estamos por vivir. Pero qué sucede cuando esta certeza se hace difusa, engañosa, frágil. Pessoa nos asoma a una penosa variante: «No hay nostalgia más dolorosa que aquella de las cosas que no han sido nunca».

El humorista Willy Rogers lo dice de una manera más cruda: «Las cosas no son como solían ser, y probablemente nunca lo fueron».

Esta posibilidad es la que nos resulta más cruel pues no es fácil constatar si son ciertas o falsas las cualidades de un ayer que cada día nos resulta más lejano e inalcanzable. Nuestra visión del pasado suele ser miope, desenfocada, pues recordar tiende a dar bandazos entre la complacencia y una inflexible terquedad. ¿Cómo saber si estamos deseando lo que nunca fue y extrañándolo como si hubiera existido? No lo sé. El verbo añorar es permisivo por vocación pues no exige resultados; de hecho, se crece mientras menos conseguimos.

El arquitecto Carlos Agell escribió un ensayo donde explica las diferencias entre “añorar” y “extrañar”.

Solo existe posibilidad de «extrañar» lo que sigue existiendo en tu mismo momento, aunque el poder disfrutarlo no se encuentre a tu alcance. En cambio, necesariamente «añorarás» aquello que pudiste disfrutar alguna vez, pero que ya no existe. Es por esa razón que solemos «añorar» algunas maravillosas épocas pasadas, debido a que el tiempo no nos las puede devolver al presente. «Extrañamos» lo que sucede en el presente y «añoramos» lo que sucedió en el pasado.

Ahora, empiezo a entender que la posibilidad del retorno a nuestro País está condicionada a la posibilidad de que lo sigamos «extrañando». En la medida que estemos dejando de «extrañarlo» y cada vez mas estemos pasando a «añorarlo», nuestra posibilidad de retorno se irá minimizando, porque cada vez mas lo vamos a considerar como una causa perdida.

Tiene tanta razón Carlos. Extrañas al amor que está en otro lugar; añoras al que está en otra época. Vamos a centrarnos ahora en esta segunda opción, la del tiempo.

Existe una dimensión aún más mortificante para nuestra nostalgia, la de añorar un futuro, o la nostalgia por volver a tener una esperanza de futuro. Lo que la añoranza tiene de ignorancia se exacerba cuando la proyectamos hacia lo desconocido, y así entramos de lleno en la masoquista contradicción de un porvenir cuya necesidad es cada vez más urgente y evidente y, al mismo tiempo, más confusa y lejana. Exclamar: «¡Esta mierda tiene que cambiar!», hoy tiene más de lamento que de proclama. Ya hay quienes utilizan la conjugación «tendría».

Por esos derroteros anda el ir y venir de nuestra nostalgia, dando bandazos entre un pasado cada vez más remoto y un futuro cada vez más difícil de articular. Aceptar esta condición, esta confusión, ya sería un gran paso, porque, al igual que el sostener un peso nos hace más conscientes de nuestros músculos y movimientos, asumir las trampas de la nostalgia puede revelarnos ciertos vacíos y eslabones perdidos en la comprensión de nuestro tiempo histórico.

Para esta exploración de nuestra historia, el poeta W. H. Auden nos aconseja evitar tanto la pereza como la impaciencia.

El perezoso relaciona el presente con el pasado ignorando su relación con el futuro.

El impaciente considera el futuro, pero no toma en cuenta el pasado.

Ninguna de estas dos tendencias, nos advierte Auden, nos permitirá abarcar la realidad plena de nuestro presente.


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