Perspectivas

El obispo que vino de México

18/06/2022

Estatua de fray Juan Ramos de Lora. Universidad de Los Andes, Patio del Rectorado, Mérida. Fotografía de Prensa ULA.

Muchas veces me pregunté por qué, siendo un perfecto desconocido, el rey Carlos III se decantó por fray Juan Ramos de Lora para que fuera el primer obispo de la recién creada Diócesis de Mérida de Maracaibo, habiendo tantos ilustres en la lista. La respuesta me la dio hace poco Ricardo Contreras, miembro de la Academia de Mérida, quien publicó en 2015 una pequeña biografía de nuestro fraile. Me contó Contreras que quien recomendó al futuro obispo ante el rey Borbón fue don José Bernardo de Gálvez y Gallardo, primer marqués de Sonora. Gálvez había sido nombrado visitador de la Nueva España en 1765. Conoció a Ramos de Lora cuando éste dirigía la Misión de Todos los Santos en Baja California. Al parecer Gálvez enfermó y debió permanecer en la Misión más de lo previsto, entonces pudo constatar personalmente sus capacidades. De esta imprevista temporada nació una amistad que tendría, quién lo diría, consecuencias para la historia de la cultura en Venezuela.

El fraile sevillano

Juan Manuel Antonio Ramos de Lora nació en Los Palacios y Villafranca, pueblo cerca de Sevilla, un 23 de junio de 1722, hace exactamente trescientos años. Como recuerda el Cardenal Baltasar Porras, autor de la biografía definitiva de nuestro fraile (El ciclo vital de fray Juan Ramos de Lora, Mérida, 1992), Sevilla era entonces una ciudad que había conocido tiempos mejores, pero que seguía siendo, indudablemente y por mucho tiempo más, la ciudad americana de España. Sin ostentar la opulencia de los siglos pasados, a comienzos del XVIII continuaban partiendo de sus muelles las grandes expediciones al Nuevo Mundo, aún atracaban allí los galeones repletos de riquezas, todavía se enrolaban conquistadores sedientos de fortuna y aventuras, y también jóvenes religiosos sinceramente deseosos de predicar la Noticia y salvar las almas de los infieles aborígenes. Solamente la orden franciscana organizó, entre 1493 y 1820, casi seiscientas expediciones en las que 8.441 religiosos pasaron a América. México, la Nueva España, era el destino predilecto.

También para la Nueva España partió fray Juan Ramos de Lora en diciembre de 1749, como parte del segundo contingente de la expedición franciscana de ese año. Se dirigía a los Colegios de Querétaro y México, y compartía destino nada menos que con fray Junípero Serra, doctor en filosofía y teología que fundó nueve misiones e inició la evangelización de California, y que terminó siendo canonizado por el Papa Francisco en 2015. Los estudios de nuestro fraile no eran menores. Había ingresado antes de cumplir los quince años al Convento de San Antonio de Padua de Sevilla, donde se ordenó en 1746. Allí recibió formación en latinidad, gramática y letras, lógica, filosofía, metafísica y, desde luego, teología. La amistad y colaboración entre fray Juan Ramos y fray Junípero Serra duró cerca de treintaiséis años, en los que ambos rindieron valiosos servicios a la Orden seráfica en la Nueva España. Juntos enseñaron en el Colegio Apostólico de San Fernando; juntos misionaron en la Sierra Gorda, reducto cercano a Querétaro donde habían fracasado otros franciscanos; juntos, finalmente, permanecieron en la Baja California hasta que fray Junípero partió al norte en 1769. Las antiguas misiones de los jesuitas habían quedado abandonadas después de la expulsión de la Orden y a los de San Francisco les correspondió llenar ese vacío. Ambos frailes debieron verse por última vez hacia marzo de aquel año.

La Diócesis de Mérida de Maracaibo

Mientras, muy lejos de allí ocurrían acontecimientos que iban a cambiar la vida de nuestro fraile. Los habitantes de Maracaibo, una pequeña y lejana ciudad en los confines de Venezuela y Nueva Granada, hacía tiempo se quejaban de la desatención pastoral de que eran objeto. La razón era obvia: las inmensas distancias dificultaban la visita de los prelados. Es así que en 1765 el gobernador de la provincia, Alfonso del Río, escribe a la Corte solicitando la erección de un nuevo obispado. De inmediato el Consejo de Indias comenzó a recabar información, ratificando los argumentos de Del Río, si bien no pudo complacerlo en un importante detalle: la sede del nuevo obispado no sería Maracaibo, la capital de la provincia, sino Mérida. El 17 de febrero de 1778, casi trece años después de la carta de Del Río, el Papa Pío VI expedía la bula Magnitudo divinae bonitatis, que creaba el obispado de Mérida de Maracaibo. El 10 de julio de 1780 se le daba el pase regio por el Consejo de Indias y el 10 de diciembre de 1783 se despachaba la Real Cédula de Erección e Instrucción para la demarcación de la Mitra.

Quedaba por resolver un espinoso asunto. Fiel al centralismo borbónico de influencia francesa y siguiendo la letra de los concordatos de 1737 y 1753, correspondía al rey de España nombrar a los obispos. Para la Silla de Mérida fueron propuestos numerosos candidatos. El Consejo de Indias propuso una terna, conviniendo en que se trataba de proveer “de un sujeto de virtud, literatura y demás circunstancias necesarias y convenientes para llenar este puesto y dignidad”. La terna estaba compuesta por Diego Martín Terán, canónigo de Santa Fe; José Antonio Isabella, racionero de Santa Fe, y Francisco de Ibarra, chantre de Caracas. Otros miembros de la Cámara propusieron también sus candidatos: dos dominicos, dos franciscanos, un benedictino, un carmelita descalzo y hasta un cura párroco de Madrid. La lista terminaba con una frase innecesaria: “Vuestra Majestad elegirá al que fuere más de su real agrado”. También se hicieron consultas y propuestas de este lado del Atlántico. Figuraban eclesiásticos de la Nueva España, Quito, Lima, Chile, La Paz y hasta Manila. Los gobernadores de Caracas y Maracaibo propusieron a fray Lucas Martel, Provincial de los franciscanos de Caracas, y los principales de Mérida a fray Manuel Cándido de Torrijos. Sin embargo, se impuso el consejo del viejo amigo de nuestro fraile, José Bernardo de Gálvez, ahora ministro y confesor de Carlos III. El 9 de octubre de 1780 el rey escribía escuetamente en un margen de la lista: “Nombro a fray Juan Ramos de Lora”. El nuevo obispo tenía cincuenta y ocho años.

De México a Mérida

En su biografía, el Cardenal Porras describe con detalle el largo camino de nuestro fraile a la que será la última etapa de su vida, la más breve, pero tal vez la más intensa y sin duda la más fecunda. La hermosa carta de agradecimiento a su amigo Gálvez, la alegría sincera de sus hermanos los franciscanos novohispanos, los preparativos y el accidentado viaje que lo llevó de Veracruz hasta Maracaibo, última escala antes de iniciar el peligroso y fascinante ascenso a través de las cumbres andinas. A Maracaibo arribó en el paquebote “Nuestra Señora del Rosario” el 16 de marzo de 1784. Se trataba de un pequeño poblado de unos diez mil habitantes, muy lejos de los más de cien mil que entonces vivían en Sevilla o Ciudad de México. El pueblo tenía una iglesia matriz dedicada a San Pedro y San Pablo, otro templo dedicado a Santa Bárbara y la iglesia de San Juan de Dios, donde desde hacía más de treinta años se veneraba la imagen de la Virgen de Chiquinquirá. En Maracaibo pasó el fraile once meses, casi un año, bien porque lo retuviesen los marabinos, que no terminaban de aceptar el no haber sido escogidos como sede episcopal; bien porque no lograba recuperarse de una vieja y molesta dolencia, unas úlceras que recurrentemente le salían en las piernas.

Finalmente el 9 de febrero de 1785 partía nuestro fraile para Mérida, primero cruzando el Lago “en una balandra que le equipó la real Compañía de Guipúzcoa”, posiblemente hasta Gibraltar, y después por el viejo camino que trepaba los altos páramos. A Mérida llegó el 26 de febrero, diecisiete días después. El paisaje tuvo que subyugar al anciano fraile. La ciudad tan diferente de todas las que pudo haber visto en el Caribe, en la Nueva España, en su Andalucía natal: diminuta, acurrucada entre las barrancas de dos ríos que recortan una angosta meseta, al fondo de un profundo valle cercado de altos riscos y montañas siempre nevadas. Sin embargo, la pequeña y recoleta ciudad había aprendido a perfilarse como centro de poder desde muy pronto. Con apenas cincuenta años de fundada, en 1608 Felipe III creaba el Corregimiento de Mérida, con jurisdicción sobre San Cristóbal, La Grita, Barinas, Pedraza y Gibraltar. En 1622 el corregimiento pasó a ser gobernación, si bien la capital fue mudada a Maracaibo en 1678. Nace así la “Provincia de Mérida de Maracaibo”. En lo eclesiástico, Mérida había sido cabecera de una de las vicarías del arzobispado de Santa Fe, esto hasta la creación del obispado en 1778. También en el cultivo de las letras y el saber, la ciudad había contado casi desde sus inicios con un centro de estudios de renombre, el prestigioso colegio jesuita de San Francisco Javier, en el que enseñaron maestros criollos, españoles e italianos. Fundado en 1629, funcionó ininterrumpidamente durante casi ciento cuarenta años, hasta la expulsión de los Jesuitas.

El Real Seminario de San Buenaventura

Por eso no es difícil pensar que una de las principales peticiones de los merideños a su obispo fuera el restablecimiento de un gran centro de instrucción. En realidad, el que fray Juan Ramos haya tenido el proyecto en mentes desde su designación como obispo lo prueba el hecho de que en su equipaje se contaran dos docenas de ejemplares del Arte de Nebrija, la famosa gramática latina, que por cierto fueron gravadas con un impuesto de 398 reales de plata por la Real Hacienda. Desconocemos los detalles del recibimiento del nuevo obispo, y solo nos queda imaginar rústicas aunque sinceras escenas de pompa y protocolo: el Te Deum en la Iglesia Matriz, los discursos de bienvenida por parte de las autoridades civiles y el besamanos de los principales. Sabemos mejor el itinerario de la intensa actividad abocada a las dos metas que nuestro fraile se trazó a su llegada a la ciudad: la organización del obispado, con la consecuente elevación de la modesta iglesia matriz a la categoría catedralicia propia de una sede episcopal, y el establecimiento y organización del Seminario.

Los últimos años de su vida serán frenéticos. Consciente del deterioro de su salud y de la cercanía de la muerte, fray Juan Ramos había urdido un plan con el objeto de lograr la aprobación de su proyecto en el menor tiempo posible. Los pormenores de la fundación del Real Seminario de San Buenaventura de Mérida, origen indiscutible de lo que después fue la Universidad de Mérida y después la Universidad de Los Andes, están referidos por Eloi Chalbaud Cardona en su Historia de la Universidad de Los Andes (Mérida, 1967-1982). En enero de 1785 escribe todavía desde Maracaibo al rey, exponiendo la penosa situación de sus diocesanos, los largos y peligrosos viajes que deben hacer hasta Caracas o Bogotá para completar su formación. Paralelamente, aunque con las debidas precauciones, decide actuar por su cuenta. El 29 de marzo promulga las Constituciones de una “casa de educación”, donde dispone que “se impriman las máximas de Religión y se enseñe la lengua latina e instruya en las materias morales”. El 6 de mayo escribirá de nuevo al rey, solicitando directamente la erección del Colegio Seminario. Por Real Cédula del 9 de junio de 1787, Carlos III aprobará la fundación de la Casa de Estudios y le adjudicará los bienes que habían sido de los jesuitas para su funcionamiento. El Seminario habría de estar situado en la antigua sede del Convento de los Franciscanos, a pocos pasos de la Plaza Mayor. Para ello, fue menester reconstruir el edificio, que estuvo listo a mediados de 1790. Y hubo que dotar la biblioteca, para lo que nuestro fraile donó su propia biblioteca personal, compuesta de 617 volúmenes.

Un espectador insospechado

A fray Juan Ramos de Lora le cupo la satisfacción de ver terminada su obra antes de morir. El 1 de noviembre de 1790 inauguró y bendijo en acto solemne la capilla del Seminario, donde quería ser enterrado, y en la mañana del día 9 murió. El acta de defunción dice que “conforme a la disposición de Su Señoría ilustrísima, fue sepultado su sagrado cuerpo en medio del Presbiterio de la Iglesia del Colegio Seminario Conciliar (que fundó) con Misa, Vigilia y demás ritualidades que prescribe el Ceremonial de Obispos…” Su cuerpo no ha podido ser hallado. Se sabe que está en algún lugar bajo el Auditorio “César Rengifo” en el Edificio del Rectorado, construido en el lugar donde estaba la vieja capilla. A veces, cuando asisto a algún concierto o alguna obra en ese teatro, me gusta pensar que de alguna manera sus huesos están escuchando y disfrutando de su legado y de la cultura que él mismo ayudó a sembrar.


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