Perspectivas

El mal y el bien

27/06/2019

«La reproducción prohibida» (1937), de René Magritte

La gran dificultad para enfrentar lo que está sucediendo en Venezuela es la imposibilidad de describirlo con palabras. Quedamos entre turulatos e impotentes al intentar explicar lo que sucede, o lo que deja de suceder, incluso al dialogar con ese interlocutor del que podemos decir que siempre es el mismo, pues se trata de uno mismo.

En Friedrich Nietzsche he encontrado algunas ideas y sentimientos que me ayudan a aceptar mi estado de confusión e intrascendencia. Sirva de ejemplo una de sus sentencias: “De nadie estamos más alejados que de nosotros mismos”. Debería pedir excusas por citarlo. Apenas comienzo a asomarme a su obra, y es tan vehemente, desbordado, inquietantemente genial, creo que peligroso, siempre al borde del exceso y de la locura que finalmente alcanzó plenamente.

En su Genealogía de la moral, Friedrich cuenta cómo su curiosidad y sus sospechas tuvieron que detenerse, estupefactas, ante una pregunta ineludible: ¿Cuál es el origen del bien y del mal?

¿Bajo qué condiciones inventó el hombre esos juicios de valor del bien y el mal? y ¿qué valor tienen ellos mismos? ¿Han obstaculizado hasta ahora el desarrollo humano, o lo han fomentado? ¿Dan muestra de un estado de necesidad, de empobrecimiento, de degeneración de la vida? ¿O, al revés, se trasluce en ellos la plenitud, la fuerza, la voluntad de la vida, su valor, su confianza, su futuro?

Estas dolorosas preguntas alcanzan niveles insoportables cuando Friedrich se atreve a dudar de que lo “bueno” sea más valioso que lo “malo”. ¿Qué sucedería si en lo “bueno” residiera un síntoma de retroceso, un peligro, una tentación, un veneno, un narcótico, que permite al presente vivir a costa del futuro? De ser esto cierto, la moral sería “el peligro de los peligros”. Si hay algo de verdad en que el camino al infierno está empedrado con buenas intenciones. ¿De que está cubierto el que conduce al cielo?

Los niveles de maldad que enfrentamos en Venezuela, y la capacidad que han demostrado de permanecer impertérritos, también han agitado mi curiosidad y mis sospechas ante un abismo de preguntas, comenzando por la más básica: “¿Qué es el mal?”.

Para el inglés Herbert Spencer, la respuesta tiene que ver con una suerte de sociología darwinista, pues considera que lo “bueno” equivale a lo “útil”, lo adecuado para lograr un fin. Algo malo es simplemente aquello que no funciona. Decir que el televisor está malo no es un juicio moral. Independientemente del contenido de los programas, hay que llamar a un técnico o reemplazarlo.

El aparato de gobierno en Venezuela no funciona en ninguna de las tareas para las que fue concebido, por consiguiente, tanto para Darwin como para Spencer, debe ser sustituido. El problema es que, siendo genuinamente e integralmente “malo”, ha demostrado ser irremplazable e irreparable. Esta dicotomía nos asoma al incumplimiento de una de las cualidades que más apreciamos en un buen aparato, la garantía de su reemplazo en caso de mal funcionamiento (en este caso, elecciones justas). Nos enfrentamos a la paradoja de algo que continua funcionando a pesar de funcionar mal. Es malo para lo que debe hacer y bueno para continuar haciéndolo. Lo concebimos como un mal eterno y, por lo tanto, infernal. Volviendo a Darwin, el panorama no es auspicioso para la evolución del homo venezuelanensis.

La definición del “bien” es más complicada. De hecho la que nos ofrece la Real Academia Española es quizás la más embrollada de todo el diccionario:

El bien es aquello que en sí mismo tiene el complemento de la perfección en su propio género, o lo que es objeto de la voluntad, la cual ni se mueve ni puede moverse sino por el bien, sea verdadero o aprehendido falsamente como tal.

Confieso que no logro entender este acertijo. Me conformo con las últimas siete palabras, las cuales nos llevan de vuelta a las dudas de Friedrich: nuestra noción del bien puede ser tan verdadera como falsa.

Para muchas religiones, el problema del mal consiste en cómo conciliar su existencia, y su consiguiente coletilla de sufrimiento, con la existencia de Dios.

Epicuro trató esta incongruencia hace miles de años en una escuela que llamó “El Jardín”, donde admitía a prostitutas y esclavos. A Epicuro le interesaba la búsqueda del placer a través de la prudencia y situarse lo más lejos posible del fervor griego por la tragedia y la fatalidad. Su propuesta al problema de la coexistencia de Dios y el mal era simple: si existe una deidad omnipotente, omnisciente y omnibenevolente, entonces el mal no existe. Si existe maldad en el mundo, una deidad omnipotente, omnisciente y omnibenevolente no puede existir. Parece más un juego de palabras con diversas variantes que la esencia de nuestro pacto con Dios:

Dios quiere prevenir el mal, pero no puede, luego no es omnipotente.

Puede, pero no quiere hacerlo, luego es malo.

Puede y desea hacerlo. ¿De dónde entonces surge el mal?

No puede ni desea hacerlo. ¿Por qué llamarlo Dios y adorarle?

Para San Agustín, quien venía de los placeres carnales pero cargó en sus espaldas el primer milenio del cristianismo, el mal solo existe como privación o ausencia del bien. La ignorancia es la ausencia de conocimiento, tanto como estar enfermo es carecer de salud y la crueldad es falta de compasión. Si el mal existe solo como ausencia, Dios no es responsable de su existencia y, a su vez, el mal viene a ser ausencia de Dios, fuente de todo lo bueno.

El diccionario ratifica la propuesta de San Agustín sobre el carácter negativo del mal: “malo es aquello que carece de la bondad que debe tener según su naturaleza o destino”. Tengamos en mente la coletilla “según su naturaleza o destino” al pensar en nuestro mal gobierno, pues allí está la clave: ¿Para cuál naturaleza y cuál destino fue en verdad concebido?

Permítanme agregar una anécdota que algo tiene que ver con Epicuro y San Agustín. Siendo adolescente, mi hija Alejandra le preguntó al padre Baquedano:

—¿Cómo Dios, siendo infinitamente misericordioso, puede castigar al hombre, una criatura tan limitada, tan finita, con un castigo tan eterno como el infierno.

Baquedano se quedó pensando y le respondió:

—Ya en el seminario conversábamos mucho sobre este tema, y hemos llegado a la conclusión de que el infierno existe, pero está vacío.

Ciertamente el infierno no va a contar con Baquedano, quien seguro estará en el cielo cansado de que yo repita de una manera tan simple el mismo cuento.

La Teodicea de Leibniz propone que vivimos en el mejor de los mundos posibles pues ha sido creado por un Dios perfecto. A Leibniz le interesan más las matemáticas que la moral y sostiene que, en la infinitud de los mundos posibles, Dios ha encontrado la opción más estable entre variedad y homogeneidad. ¿Qué importa el que nuestras circunstancias sean moralmente buenas o malas, si son las mejores en el universo de lo posible? En esa matemática divina se basa Leibniz para asegurarnos que Dios puede coexistir con el mal al permitirle lograr un bien superior, o evitar males peores.

Escribió también un Discurso sobre la teología natural de los chinos. Espero que al otro lado del mundo las fórmulas sean las mismas.

Para Leibniz, el mundo se encuentra en el punto justo entre el infierno, donde se alcanza un máximo nivel de homogeneidad y los pecados se repiten eternamente, y el paraíso, donde se da una máxima heterogeneidad y riqueza de alternativas.

Volviendo a la teoría de Baquedano, veo ese infierno de homogeneidad absoluta y eternas repeticiones como un gran vacío en el que nada nuevo sucede realmente, y me temo que esta imagen es útil para intentar comprender a nuestro país, entre otras cosas porque se ha ido vaciando de su principal riqueza: los venezolanos. La reiterativa homogenización de la miseria es la tarea principal del gobierno, al alejarnos cada vez más de la enriquecedora y creciente posibilidad de opciones que palpita en nuestra naturaleza y destino.

Digamos aquí de una vez que el presente gobierno fue creado para permanecer, luego su comportamiento es bueno, y que Venezuela fue creada con un potencial para grandes cambios, luego está en pésimo estado, me temo que agonizando. ¡Qué desgracia cuando la vida de un país depende de la muerte de un gobierno que se concibe inmortal!

Otras corrientes suponen que a los dioses no les interesa demasiado nuestros males, o los asumen como un divertimento. Creo que la fatalidad griega que tanto molestaba a Epicuro tiene que ver con esta visión. Según explica Friedrich, en la Genealogía de la moral que ya he citado, la máxima y más agradable felicidad que los griegos podían ofrecer a sus dioses eran “las alegrías de la crueldad”:

¿O con qué ojos creéis que Homero hacía a sus dioses mirar los destinos de los hombres? ¿Qué sentido último tenían en el fondo las guerras de Troya y otros horrores trágicos similares? No cabe duda: estaban pensados como festivales para los dioses.

Para Nietzsche, la maldición que pesa sobre la humanidad no es el sufrimiento sino su falta de sentido, y esto la obliga a buscar una respuesta, o un culpable, o, como en el caso de los griegos, unos espectadores. Nada más terrible que un sufrimiento escondido y sin testigos, por eso hace falta inventar dioses, “seres intermedios de todas las alturas y profundidades”, que no dejen escapar un “interesante espectáculo de dolor”. La búsqueda de espectador es una constante y ya nos vamos quedando en Venezuela sin variantes para mantener viva la frase más cruda del filósofo: “Todo mal cuya contemplación agrade a un dios está justificado”.

Existen otras salidas, otros enfoques. Entender el mal como parte de dos fuerzas que se oponen mutuamente, o que se complementan y dependen una de la otra. O considerar que el mal y el sufrimiento son necesarios para nuestro crecimiento espiritual, pues al forjar nuestras almas nos conducen a la verdadera moral y acercan a Dios.

De todas estas opciones, la que contará con la asistencia de más espectadores será el Juicio Final. Para quienes aguardan el veredicto de ese omnisciente tribunal, el mal y el bien vienen siendo analizados por Dios en un incesante recaudo de pruebas y testimonios, de cuyo resultado nos enteraremos en una audiencia suprema que va a durar mil doscientos noventa días. Las sentencias serán tan definitivas que cerrarán la historia de la humanidad. La vida después de la muerte será la encargada de definir el mal y el bien.

En un cielo de infinitas opciones, seguro encontraremos la que mejor se ajusta a nuestro caso (un poco tarde para mi gusto), pero no todos tendrán esta suerte: “los que duermen en el polvo de la tierra serán despertados, unos para una vida eterna, y otros para una vergüenza y confusión perpetua”. Muchos consideran que será una ajustada compensación a los males sufridos, pero también viene a ser una pobre justificación.

Triste y abrumado, cierro la lectura de las profecías de Daniel. Aún no estoy muerto y ya siento vergüenza y el peso de una absurda confusión. ¿Será verdad que quienes dormimos sobre el polvo de nuestra tierra alguna vez despertaremos?

Friedrich (o Federico para hacerlo más familiar) también ofrece algunas palabras para casos como el mío. Voy a suavizar su descripción para no quedar tan aplastado. Nos retrata como dolientes dispuestos a encontrar pretextos para nuestras dolorosas emociones, y con bastante inventiva en lo que a pretextos se refiere. Dice que unas veces disfrutamos de nuestra desconfianza y otras de cavilar sobre las ocasiones en que nos parece que no hemos sido tomados en cuenta o hemos hecho de menos. Hurgamos en las entrañas de nuestro pasado y de nuestro presente en busca de historias oscuras y dudosas que nos permitan refocilarnos en atormentadoras sospechas y embriagarnos con el propio veneno de la maldad. Volvemos a abrir las heridas más viejas y se desangran por cicatrices curadas largo tiempo atrás. Convertimos en malhechores a nuestros líderes, a nuestros amigos, y a cuanto sea próximo y afín a nosotros. “Yo sufro: alguien tiene que ser el culpable”, así es como pensamos.

Entonces interviene una figura suprema que Nietzsche llama el “sacerdote ascético”, encargado de darle sentido al sufrimiento y al dolor de nuestras vidas, quien nos advierte alzando la voz:

—¡Es tal como dices! Alguien tiene que ser el culpable: pero tú eres ese alguien, tú eres el único culpable, ¡tú mismo eres el único culpable de ti mismo!

A primera vista no parece la mejor manera de enfrentar un gobierno de maléficos que murmuran en su aquelarre como los Nazis: “¡Qué duros tenemos que ser para crear un mundo nuevo!”; de malévolos, que fieles a la etimología, sienten un exuberante placer al hacer daño; de malvados señalados por un mal destino que intentan aliviar contagiándolo; de malversadores que hacen malos versos y excelentes rapiñas. Pero si nos detenemos a pensar ante el abismo, el vértigo nos hará aceptar que todo comienza y termina en cada uno de nosotros. Esa es nuestra fortaleza y fuente de creación, posible antídoto contra el resentimiento y el íntimo espectáculo que no podemos eludir. Así, cada uno de nosotros será causa de lo que está por venir y no la consecuencia de lo que ha sido, y hasta el más maldito de los gobernantes, y hasta el más servil de sus esbirros, asumirá la culpa del infierno que ha creado y hablará consigo mismo, aunque sea a gritos por lo lejos que se encuentra y ya no tenga nada que decirse.


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