Perspectivas

El incondicional apoyo de Chequia a Ucrania: un recorrido por Praga

23/08/2022

Fotografía de Pedro Plaza Salvati

Luego de dos intentos frustrados, que no viene al caso relatar en esta crónica, logramos llegar a Praga. No me referiré a la ciudad enigmática de espectacular belleza ni tampoco a lo que pude captar de la idiosincrasia de la gente. Quiero referirme al sorprendente apoyo de los checos a la causa de la guerra. La primera manifestación está a la vista por la gran cantidad de banderas ucranianas que parecen sobrepasar las checas. Desde el momento en que uno empieza a entrar a la ciudad se ven banderas ucranianas que cuelgan de las ventanas de casas y edificios residenciales. Lo que más impresiona, sin embargo, son las enormes banderas ucranianas colocadas en la sede de instituciones oficiales y sitios prominentes de la cultura. Me decía a mí mismo: ¿a qué país he llegado? Desde Ostrava, en Chequia, hasta Krakovets, en Ucrania, son 427 kilómetros de distancia en auto.

El Rudolfinum: Sala de conciertos y exposiciones. Fotografía de Pedro Plaza Salvati

La República Checa, un país sin salida al mar, ha sufrido dominaciones de sus vecinos a lo largo de del tiempo. Solo para referirnos al siglo XX, además de haber formado parte del imperio austrohúngaro padeció la ocupación nazi durante la Segunda Guerra Mundial. El dominio nacionalsocialista llevó al quiebre del equilibrio que existía en la población entre una mayoría checa, un importante segmento alemán y una significativa minoría judía que fue más que todo exterminada, además de los que lograron huir del país. Tras un breve período de relativa independencia de tres años fue sometida por la Unión Soviética, desde 1948 hasta 1989. En 1993 se oficializaría la disolución de Checoslovaquia en dos países: Chequia y Eslovaquia. Los checos, me han comentado, tienen sentimientos enraizados de repudio hacia los rusos, no solo por razones históricas más antiguas, sino por los cuarenta años de sometimiento soviético. Los rasgos de carácter que se formaron durante tantas décadas de dominio comunista todavía persisten de alguna manera, sobre todo en las generaciones que lo vivieron como para recordarlo. Es así como, en una explanada muy cerca del castillo de Praga, sede del gobierno, instalaron en julio de este año una exhibición de tanques y otros vehículos militares rusos destruidos por Ucrania en el conflicto, y que fueron trasladados hasta la capital checa mediante un convoy de camiones. Justicia poética si se piensa en los tanques rusos entrando a Praga tras la primavera de 1968, con su odiosa cara, en la hermosa plaza de Ciudad Vieja.

Tanques y vehículos rusos destruidos por Ucrania exhibidos en Praga
Fotografía de Radio Free Europe | Amos Chapple (RFE/RL)

Sentados en un café en plaza de Venceslao y, en otra ocasión, en el barrio judío, pasaron delante de nosotros autos sonando a todo volumen la canción «Stefania», de la agrupación ucraniana Kalush Orchestra, ganadora de Eurovisión 2022. Recuerdo haber aportado mi euro para votar desde mi número telefónico español durante la competencia. La canción es sobresaliente y se lo merecía. Es un tributo a las madres ucranianas y fue escrita y compuesta, por casualidad o premonición, antes de que se iniciara la guerra. Una formidable y triste coincidencia. La banda, cabe destacar, subastó el trofeo de Eurovisión por novecientos mil euros, cuyo monto donaron a las Fuerzas Armadas de Ucrania para la compra de drones. Relacioné la canción que sonaba en las calles de Praga con la solidaridad de los checos con el sufrimiento de las madres ucranianas por la muerte de sus seres queridos y la pérdida de sus hogares:

Ella me dejará dormir, ella me dejará dormir, en fuertes tormentas./

Levantará dos puños como balas, tal como lo hacía la abuela./

Ella me conocía muy bien, no se dejaba engañar, aunque estuviera cansada, me mecía a tiempo./

Arrorró, arrorró, arrorró.

En el barrio judío visitamos el cementerio con sus miles de lápidas inclinadas o torcidas sobre gamelote o hierba que le da un aire de misterioso desorden. Acabábamos de ver la preciosa sinagoga española, a lado de la cual está el Memorial a Frank Kafka, una estatua inspirada en uno de los relatos del autor checo, cuya presencia se encuentra diseminada en la ciudad con monumentos y referencias de casas y edificios donde vivió ‒se supone que tuvo unas doce residencias‒. Nos sentamos en un café antes de continuar al castillo de Praga, el mismo donde se detuvo el auto con la canción «Stefania» a todo volumen. Tras unos minutos se oye desde unos parlantes colocados en lo alto de una pared del otro lado de la calle una retahíla de palabras en checo. No entendíamos nada, por supuesto. Lo que sí entendía es que repetían la misma frase corta una y otra vez. La voz calla y, luego de unos segundos, empieza el sonido de las sirenas de advertencia cuando es inminente un ataque, como las que se oyen en Ucrania al momento en que se aproxima un misil ruso (a la fecha se registran unos tres mil). Era fácil dejarse llevar por la imaginación y pensar que se había dado inicio a un ataque si no fuese por la relativa naturalidad con la que los locales caminaban. Estamos paralizados, miramos al cielo, que de pronto era un lugar donde podría aparecer a toda velocidad un mensaje de odio y devastación. Pasados poco más de dos minutos, aquel sonido cinematográfico va cediendo, languidece derrotado. De nuevo voces en checo por los parlantes que repiten lo mismo que al inicio, o tal vez era algo distinto, quién sabe. Tratamos de entender qué ocurría hasta cuando damos con la información que lo explica: el primer miércoles de cada mes a las doce del mediodía la ciudad realiza una práctica de preparación de un ataque. La preparación para la guerra. La preparación para un posible cohete cayendo en los cielos praguenses sin Golem que lo detenga. Y allí estábamos nosotros, 6 de julio de 2022, el primer miércoles del mes. Nos dirigimos al castillo de Praga, considerado el castillo antiguo más grande del mundo.

Fotografía de Pedro Plaza Salvati

En nuestro descenso, luego de haber recorrido los espacios externos del castillo y el enorme complejo, y tras haber estado en el callejón del Oro, donde en el número 22 está la casita donde Kafka vivió no más de un año (laberíntica su huella en la ciudad, como el sentido de su literatura), vemos a una mujer vestida con un traje típico ucraniano cantando canciones sentimentales. Nos enteramos de que cuando empezaron a llegar los primeros refugiados ucranianos a República Checa ‒que ya sobrepasan la cifra de trescientos mil y es el país número uno del mundo, en estos momentos, en recibir a más refugiado ucranianos‒ se establecieron campamentos de acogida. Todavía teníamos la sensación espeluznante de la sirena que oímos antes de ascender al castillo. De hecho, la práctica de la sirena la suspendieron por un tiempo para evitar malestares a los miles de ucranianos refugiados recién llegados, escapados de la guerra: oír las sirenas y pensar que se trata de un ataque real, seguido de explosiones reales, como la salvaje cotidianidad que padecían.

Número de refugiados ucranianos acogidos por distintos países. Fuente: UNHCR, julio, 2022

Algunos ucranianos querrán seguramente regresar a sus hogares a pesar de la devastación. Una librería cerrada en plaza Venceslao, por ser día festivo, tiene exhibida a lo largo una bandera de Ucrania con la proclama en inglés «#StopRussianAggression». Noto el libro, con la ayuda del traductor Google de imágenes, Volver a Leópolis. Destacaba en la vitrina el rostro de Volodímir Zelenski, con cara preocupada y algo demacrado, en una obra cuyo título era Por la libertad del alma y el cuerpo.

Fotografía de Pedro Plaza Salvati

El escritor Ivan Klima, en su ensayo El espíritu de Praga, dice que el centro espiritual de Praga es el puente Carlos, que une al este con el oeste de la ciudad, construido hace más de setecientos años sobre el río Moldava. Estuve varias veces en el puente y creo que fue mi lugar preferido de Praga ‒nada se compara a una ciudad a la que la atraviesa un río‒ con sus impresionantes estatuas con motivos religiosos, santos, crucifixiones y demás alegorías, tan lleno de historia y que casi fue arrasado por las inundaciones de 2002. Es el mismo puente enigmático tantas veces cruzado por Kafka y donde se supone que intentó suicidarse Jaroslav Hašek, el autor de la monumental obra Los destinos del buen soldado Švejk en la Guerra Mundial. Kafka escribía en alemán; Hašek, en checo. Son las dos influencias literarias más enraizadas en la cultura checha, de la cual hay acepciones semánticas que definen una postura o estado de ánimo ante la vida: “kafkárna”, para describir las situaciones absurdas y angustiosas y, por la otra, “švejkovina”, la de enfrentar la violencia y lo absurdo con humor a través de la resistencia pasiva. La primera vez que lo crucé, cuando estaba a punto de llegar a la impresionante torre gótica medieval de Ciudad Vieja, el portal de entrada al puente, veo la iglesia de San Salvador. Sobre ella cuelga una gran pancarta con los colores de la bandera de Ucrania y una leyenda escrita en inglés, como para que sea vista por los miles de visitantes que pasean por estas calles. Un mensaje de la iglesia católica, religión que profesa alrededor de un veinticinco por ciento de la población. El restante setenta y cinco por ciento del pueblo checo es no creyente. Se trata de un ateísmo rodeado de iglesias católicas por la historia pasada. La pancarta dice: «¡Saca tus manos de Ucrania, Putin!».

Fotografía de Pedro Plaza Salvati

Sin saberlo, el hotel donde nos quedamos era el lugar donde había nacido Jaroslav Hašek. Qué coincidencia tan increíble. La novela de Hašek está considerada por muchos como la obra maestra de la literatura checa. Esta novela ha despertado la admiración de escritores de la talla de Bertolt Brecht o David Foster Wallace. En el cintillo de la edición que tengo hay varias citas. Una de ellas es de Max Brod, el mejor amigo de Kafka, el responsable de la difusión de su obra y de que no haya sido incinerada; dice: «Jaroslav Hašek es un autor satírico de primera categoría. Tal vez los años le otorguen el lugar que le corresponde, junto a Cervantes y Rabelais». Podríamos no habernos enterado del nacimiento de Hašek en este hotel, ya que no hay ninguna referencia a ello; solo en la calle contraria a la entrada del lobby hay un busto encima de una puerta privada que lo confirma. Es irónico pensar que, por el repudio a Rusia debido a la invasión a Ucrania, al final de la novela, que se desarrolla en 1914 cuando estalla la guerra, Švejk, siempre curioso, charlatán, lúcido, resignado, respetuoso de las jerarquías, inagotable echador de cuentos y anécdotas, inteligente, fiel, seguro de sí mismo e imbécil a la vez, como él se autodenomina, se coloca un uniforme ruso que encuentra al borde de un lago en la región de Galitizia (territorio entre Polonia y Ucrania). Lo hace para ver cómo se sentía estar del otro lado del combate, para sentir cómo era el uniforme del enemigo ruso (por este hecho fue sometido a juicio y, con la suerte que lo caracterizaba, devuelto a su regimiento aun cuando debían fusilarlo).

Fotografía de Pedro Plaza Salvati

En las calles de Praga hay unas cuantas esculturas que destacan por su originalidad; una de ellas es Los meones, ubicada en la placita del museo de Kafka; u otra que, cuando miramos hacia arriba en una calle de Ciudad Vieja, resulta un hombre tomado de un tubo, a punto de suicidarse, y que representa a Sigmund Freud; ambas piezas del artista David Černý. En ese mismo orden de ideas, ya casi antes de partir de este breve viaje, sostenida y tensada en el aire por varias cuerdas, aparece una escultura que representa una madre ucraniana. Asemeja una de las figuras de la época en la que Praga era conocida como el centro de Europa de la magia negra, hechizos, encantos, maleficios y Golems. En la cabeza tiene un arreglo floral llamado «Vinok», que representa una madre ucraniana. Los vestidos que la acompañan son de los tiempos paganos y se dice que tenían valor mágico. La corona que lleva la estatua se ha convertido en un símbolo de Ucrania.

Fotografía de Prague Morning

La mañana del regreso salimos del hotel para tomar la línea A del metro, con trasbordo a la línea B para llegar a la parada de autobuses que, por solo cien coronas (unos cuatro euros) lo lleva a uno al aeropuerto. Antes de entrar veo el afiche de un anunciado concierto con tres artistas locales cuyos fondos serán destinados a las Fuerzas Armadas de Ucrania. Como la primera vez que utilizamos este sistema, no dejó de impresionarme la profundidad de la estación Můstek, como casi todas las que usamos. Esta tiene veintinueve metros de profundidad. Hay escaleras mecánicas para bajar y subir. Tanto de los costados laterales como en el centro que separa ambos sentidos de la escalera mecánica, hay decenas de anuncios publicitarios de cualquier naturaleza en tamaños relativamente pequeños.

Fotografía de Pedro Plaza Salvati

El metro de Praga fue construido con tecnología rusa y la línea A, color verde, la que tomamos ahora, fue inaugurada el 12 de agosto de 1978, en pleno dominio soviético. Las estaciones de Praga nos recuerdan imágenes de la gente refugiada en el metro de Kiev los primeros días de bombardeo ruso. (Kiev, por cierto, comienza a ser reemplazada por Kyiv, en ucraniano, para sepultar la denominación que proviene del ruso). A la espera del tren y en los vagones, tanto en esta línea A, como el trasbordo a la B, la gente estaba silente.

Hicimos el cambio de línea y nos bajamos en la estación central de trenes, enfrente de la cual está el autobús que nos llevó hasta el aeropuerto. El día está nublado y hace viento. Todo el mundo está callado. Es el recorrido inverso a cuando llegamos. Miraba el paisaje y seguía viendo las numerosas banderas ucranianas en casas y edificios, el azul del cielo y el amarillo del trigo que se repetía con frecuencia a lo largo del trayecto. En mi abstracción, mirando el paisaje a medida que avanzábamos, podía creer que habíamos estado en dos países, que Praga nos permitió acercarnos al sufrido pueblo ucraniano. La guerra de Putin ha hecho padecer calamidades a una nación independiente por ambiciones territoriales que ya se creían superadas en el mundo civilizado. Ha infringido golpes económicos a Europa y al mundo, llenado los medios de comunicación del planeta de imágenes del horror de la guerra. Da dolor ver el padecimiento de un pueblo que desea recuperar la libertad de su alma y cuerpo, como el título de libro de Zelensky que había visto en la librería de plaza Venceslao.

Fotografía de Pedro Plaza Salvati


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