Fotografía referencial de Jamie McCarthy | Getty Images North America | Getty Images vía AFP
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A Andrés Kerese
Teníamos los boletos comprados desde hace un par de meses para el concierto. Repasamos en la habitación del hotel algunas letras y canciones. Son tantas que parecen infinitas, como la ciudad misma en la que estábamos. Nos disponemos a salir. Caminamos hasta la calle 72. Pedimos dos cafés en el Aroma Expresso Bar, que no ha cerrado, como el de Houston Street, que era el que frecuentábamos cuando vivíamos aquí. Nos vamos a la Plaza Verdi donde está la entrada a la estación de metro, una de las pocas originales que quedan en esta línea y que asemeja a las antiguas del metro de París.
El estilo de arquitectura europea de los edificios a esta altura de Broadway Avenue pareciera tener un punto limítrofe para dar paso a una más moderna. El ambiente es de primavera, aunque ya se pronostica que volverán a bajar las temperaturas. En los años sesenta y setenta esta plaza era punto neurálgico de consumo de drogas. Mientras bebemos los últimos sorbos de café vemos personas con la esperanza perdida en la vida, algunos con tics nerviosos incurables. Un hombre que se parece a Jimi Hendrix tiene puesto un cartel que dice “Sound of Music”, mientras otro en silla de ruedas lee y pasa las páginas de un libro monumental. Una señora da pedazos de pan pita a unos pajaritos que se agolpan aceleradamente y que, con el sonido de «Foxy Lady», la guitarra y la voz, pareciera lograr que las aves entraran en un viaje alucinógeno plumífero, dando tumbos cortos y eléctricos con los pedazos del pan árabe en los picos. En medio de lo decrépito, muchas personas, a su paso por la plaza, sonríen por el clima primaveral.
Entramos a la estación de la línea 1 que nos lleva directo hasta Penn Station en la calle 33 donde está el Madison Square Garden. Apenas nos sentamos en el vagón entra un hombre que empieza a decir: “I’m not a bad person. I’m 53 years old. I need your help”. Lleva un pequeño pote vacío de papitas Pringles, avanza, pasa a nuestro lado. Una persona se compadece y le da un billete de un dólar. El hombre no da las gracias, completamente desfasado del mundo, sigue caminando poco a poco, con su lamento, cruza hacia el siguiente vagón, se cierra la puerta y se lo traga la oscuridad.
Salimos de la estación y entramos al Madison Square Garden desde la superficie. Hay muchos policías y militares en Penn Station, desconozco el motivo. Tenemos que pasar los controles de seguridad, cruzar los detectores de metales. Luego ascendemos por una escalera buscando la zona de nuestros asientos. Sin saberlo, porque no pagamos más allá del costo de los tickets en grada normal, nos llevan a un área llamada “Madison Club”. Pasamos por una puerta y llegamos a lo que podría semejar una sala de espera de primera clase en un aeropuerto. Nos indican hacia dónde debemos dirigirnos y no salimos del asombro. La ciudad, siempre con sus humores cambiantes, nos hace un regalo inesperado. Al andar vemos –en el pasillo– una galería de fotos en blanco y negro. Allí están Muhammad Ali, Jimmy Hendrix, Rod Stewart, David Bowie, John Kennedy, Paul Simon, Jimmy Carter nominado como candidato presidencial del partido demócrata, hasta una foto de Albert Einstein recibido en el coloso como invitado de honor.
Recorrimos varias puertas que daban acceso a cuartos y palcos privados, donde tenían snacks y bebidas colocadas en mesas, la gente hablaba alto y estaba alegre. Hasta que llegamos a un lounge grande del Madison Club. Una muchacha nos guía hasta unos cómodos asientos de cuero, con separadores de vidrio, cada lugar con capacidad para cuatro personas, con la visión directa sobre la banda y donde está colocado el piano de cola que tocará Billy Joel.
¿Por qué estas entradas? Un golpe de suerte, no logro explicarme la razón. Vamos a buscar un sándwich y una Coca Light para cada uno. Regresamos a nuestros puestos y llega una parejita, un poco acartonada, que se sienta en los otros dos asientos. Antes de que comience el concierto voy al baño y en el trayecto pienso que, ya que lo mío es el rock, la electrónica y otros géneros más intensos, qué mejor condición que la que nos ha tocado por sorpresa para ver al bueno de Billy Joel.
El Garden, como abrevian los neoyorquinos la manera de referirse al legendario recinto, está ahora completamente lleno. Ocurre lo que siempre he pensado de Nueva York, que, por distintas razones y por su propia complejidad y magnitud, es muy latinoamericana en el sentido de la puntualidad: los eventos, conciertos, charlas, conferencias casi siempre comienzan con unos minutos de retraso. Así que, para no romper con la costumbre, el concierto inicia veinte minutos más allá de la hora que marcan las entradas.
Cuando vimos a Rammstein en este mismo lugar el 10 de diciembre de 2010 en su gira “Liebe ist für all da”, al contrario empezó justo a la hora, y eso debe haber sido porque son alemanes y la puntualidad en ellos es una necesidad genética: el concierto arrancó como un tren europeo que parte al momento preciso indicado en la pizarra de una estación. Rammstein tenía en ese entonces diez años que no tocaba en suelo estadounidense y las entradas se agotaron en menos de media hora de salir a la venta. El otro concierto que presenciamos acá fue el de Rush el 29 de junio de 2015 en su gira “R40”, abreviatura que hacía referencia a los cuarenta años de la banda. Suerte que tuvimos de verlos antes de que falleciera su virtuoso baterista, Niel Peart, a los sesenta y siete años.
Se apagan las luces y la ovación es estruendosa. La tarima donde está el piano de Billy Joel gira 360 grados para que pueda apuntalar la vista o dirigirse hacia todos los ángulos del público. Toca varias piezas conocidas. Entabla una relación íntima ante los más de veinte mil espectadores, como si estuviéramos en un bar de vecindad. Se trataba, nada más y nada menos, que del concierto número 97 que daba en el Madison Square Garden.
Las primeras palabras pronunciadas ese 13 de abril de 2018, luego de tocar varias piezas, fueron para celebrar que “finalmente” había llegado la primavera (el pronóstico del tiempo predecía una baja violenta de temperatura). De hecho, el día después del concierto seguiría la primavera pero el domingo llegaba de nuevo el invierno. Así es la ciudad, golpea y luego uno se levanta, como la temperatura, dos estaciones en dos días, el que no tiene la disposición de luchar, y también la suerte, el sistema se lo lleva por delante. Algunas de las letras de Billy Joel versan sobre las características de Nueva York y la vida en Estados Unidos.
Joel hace juegos con el público. Cuando va a tocar una pieza informa que ahora es de selección múltiple. Nombra tres canciones y dice que la que aplaudan más fuerte será la próxima. Tiene mucho sentido del humor. Billy Joel es patrimonio de la ciudad, está a sus anchas, toca en el Garden, que es como el patio trasero de su casa, como tantas veces lo ha hecho, consecutivamente llenando el aforo.
La tarima sigue girando e interpreta canciones muy neoyorquinas, como «Big Man on Mulberry Street», cerca de donde vivimos hace pocos años:
Cruzo de Houston a Canal Street,
realmente no soy un inadaptado.
Veo que los vientos hablan a sí mismos
y puedo entender,
¿por qué cada vez que salgo
siempre me meto en problemas?
Sigue la racha de selección múltiple, casi todas las opciones son ovacionadas. Empiezo a recordar o redescubrir tantos éxitos que conozco y que había olvidado, a pesar del repaso en el hotel antes de salir. Tiene un repertorio que parece inabarcable, como lo es en sí mismo el «New York State of Mind»; un reflejo de la ciudad:
A algunos les gusta irse lejos de vacaciones, irse del barrio,
tomar un vuelo a Miami Beach o a Hollywood,
pero yo tomo el autobús Greyhound
de la línea del río Hudson.
Estoy en un estado de ánimo de Nueva York.
Comienza a sonar «She’s always a woman to me» y la gente se pone en modo romántico. La parejita a nuestro lado empieza distenderse un poco y se dan miradas cómplices. Tengo la impresión de que hablan con acento sureño:
Oh, ella se cuida de sí misma,
ella puede esperar si así lo desea,
ella está por delante de su tiempo,
oh, y ella nunca se agota,
y ella nunca cede,
ella simplemente cambia de parecer.
Termina la pieza y Billy Joel le dice al público, como completando el círculo narrativo de la canción, y ya casi en tono de stand up comedy: “Y luego nos divorciamos”. Las risas de miles de personas son un tsunami de felicidad.
Algunas de las canciones de Joel también muestran su preocupación por la situación del mundo, cabe destacar, como cuando sacó el mega hit «We didn’t star the fire», con su retahíla de acontecimientos y personas significativas desde el año de su nacimiento hasta 1989, y que también forma parte del reportorio de la noche:
Nosotros no comenzamos el fuego,
siempre ardió,
desde que el mundo gira.
Nosotros no comenzamos el fuego.
No, no lo encendimos, pero tratamos de combatirlo.
En el set de canciones Joel incluye fragmentos de otras piezas conocidas que no son suyas, bromea, es juguetón, no tiene el ego que a veces sabotea a las celebridades, sabe burlarse de sí mismo. En Estados Unidos el día de mala suerte no es el martes 13 sino el viernes 13, la fecha y día en que estamos. La banda toca un pedacito de «Superstition», de Stevie Wonder. Así, dependiendo del eje temático del desarrollo incluye versiones de músicos tales como Jimmy Hendrix con «Purple Haze». Doble casualidad: hace un rato habíamos oído la ejecución de «Foxy Lady» en la Plaza Verdi y habíamos luego pasado al lado de su foto en blanco y negro en la galería de la exclusiva sección Madison Club. También toca una parte de «Whole Lotta Love», de Led Zepellin.
En un momento del concierto se calla la banda y Billy Joel toca el piano y el guitarrista, Mike DelGuidice, despliega una impresionante interpretación vocal de «Nessun Dorma» que, cuando llega al alto barítono, el «Vincerò, Vincerò», hace que la piel se te ponga de gallina. La parejita acartonada termina de romper el hielo y juntan sus cabezas con ternura.
Billy Joel nació en 1949 en el Bronx. Pensando que había optado por una carrera fracasada, trató de suicidarse con tinte para pulir muebles y se enfermó seriamente varios días. Joel tiene treinta y tres canciones que han sido consideradas como Top Hits, ha ganado seis premios Grammy y ha vendido más de ciento cincuenta millones de discos. Las letras de sus composiciones manifiestan estados de ánimo o situaciones en los que la gente se puede sentir identificada, por eso, en parte, la devoción casi de culto que muestran sus seguidores en el Garden, a este Piano Man:
Ahora Paul es un novelista agente inmobiliario,
que nunca tuvo tiempo para una esposa,
y está hablando con Davy, que aún está en la marina,
y probablemente lo estará de por vida.
Joel dice que en mayo de 2018 cumple sesenta y nueve años, y agrega: “Ese siempre había sido mi número favorito”. La vigencia y el poder de la música y las letras de Billy Joel repercuten hasta en los tiempos que vivimos. Un par de jóvenes productores, Alfonso Loya y Tony Márquez, que viven en El Paso, ese mítico lugar fronterizo entre Estados Unidos y México, con Ciudad Juárez del otro lado de la valla, se inventaron una versión inspirada en Joel y que llamaron «We didn’t start this virus». La pieza ejecutada por músicos que tocan cada uno desde sus casas, habla de cómo les cambió la vida el virus y mencionan eventos significativos y, sobre todo, lo que caracteriza el drástico cambio de vida ocurrido entre marzo y abril de 2020, al inicio de la pandemia. Según ellos, se trata del año escrito por Stephen King y dirigido por Tarantino y David Lynch. La influencia de las canciones de Billy Joel, el hombre del piano, seguirá perdurando a través del tiempo y tal vez alguna estatua suya será erguida en un futuro en alguna calle de su Bronx natal.
Pedro Plaza Salvati
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