Perspectivas

El hogar es un lugar en la mente: la historia de Maeve Brennan

25/01/2020

Fotografía de Pedro Ribeiro Simões | Flickr

En la reciente presentación de la novela Broadway-Lafayette: El último andén en Barcelona, el escritor Jorge Carrión me comentó que yo tenía una extraña obsesión, enfermiza y por lo tanto literaria, por el tema de la mendicidad. Citaba el tema común que aparecía en el libro de crónicas de Nueva York, Lo que me dijo Joan Didion, y que la emparentaba con la novela que se presentaba, así como un proyecto de libro sobre una indigente en Barcelona que fue incendiada por unos jóvenes mientras dormía en un cajero y, su efecto espejo, en la historia de Maeve Brennan: una escritora que me cautivó desde que por puro azar descubrí uno de sus libros, hace no mucho, en la librería Tornamesa en Bogotá.

Digo que me cautivó no solo por la calidad literaria de sus crónicas y cuentos, sino también por su historia personal. Más que la mendicidad me interesa comprender cómo y en qué circunstancias se produce el cruce de esa línea frágil e invisible que lleva a una persona que tiene una buena vida o hasta una muy buena vida al borde del glamour, a caer en la fatalidad de tener que vivir en la calle. Tales son los casos de Rosario Endrinal -la mujer quemada viva en un cajero de La Caixa en Barcelona- o de Maeve Brennan. Se trata un poco de lo que decía E.B. White sobre Nueva York: “Puede destruir a una persona o satisfacerla, dependiendo en gran medida de la suerte.”

Maeve Brennan, nacida en 1917, fue hija del primer embajador de la naciente república de Irlanda en Estados Unidos en 1934. Como tal, a la edad de diecisiete años deja su Dublín natal junto a su familia. Mientras vive en Washington D.C. estudia literatura en The American University. Al culminar la misión diplomática del padre, Maeve decide quedarse en Estados Unidos y marcharse a Nueva York para, como deducimos en la biografía escrita por Angela Bourke, convertirse en escritora. Dada la época, una decisión de esta naturaleza nos irradia un alma libre, valiente y con sentido de independencia y autorrealización.

El primer trabajo que tuvo al llegar a Nueva York fue en la biblioteca pública de la calle 42. Gracias a conexiones irlandesas de su padre con una persona influyente en la revista de moda femenina Harper’s Bazar, logra que la contraten para escribir sobre temas relacionados a la moda. Cabe destacar que Maeve se caracterizaba por su elegancia. Era de baja estatura, medía alrededor de un metro con cincuenta y dos centímetros. Siempre tenía el pelo recogido con un moño impecable, ojos claros, vestía de negro y con zapatos altos. Parecía representar el epítome del buen gusto, la refinación y los buenos modales. Todos esto hacia que captara la atención de la alta sociedad neoyorquina. Al mismo tiempo, y paradójicamente, no era muy sociable, prefería andar por su cuenta.  E.B. White también dice que Nueva York es una ciudad que premia siempre con el regalo de la soledad y la privacidad. Unos años más tarde, aunque no se puede asegurar con certeza, serviría de inspiración a Truman Capote para crear el personaje Holly Golightly de su novela Desayuno en Tiffany’s.

Maeve Brennan trabajó en Harper’s Bazar desde 1943 hasta 1949 y llegaría a ascender de redactora a editora asociada de moda bajo el mando de la también dublinesa, Carmel Snow, que era la persona que llevaba la revista en ese momento. Aunque Harper’s Bazar estaba centrada en moda y en cómo llevar un hogar, publicaba artículos o crónicas sobre la guerra, las maneras de apoyar a las tropas, al igual que perfiles de personajes literarios, como Sartre, y poemas de autores reconocidos. Esa experiencia le serviría de puente o de entrenamiento escritural para ingresar a la revista literaria de mayor prestigio: The New Yorker.

Brennan logra publicar un par de cuentos en la emblemática revista literaria antes de que el editor para ese momento, Willam Shawn, reconociendo su talento, la invitara a unirse al equipo de escritores. La oficina que ocupó trajo el glamour y la distracción de las miradas de sus colegas, casi todos hombres. Tal vez en aquella época un cigarrillo en la boca de una mujer no se consideraría un riesgo para la salud sino parte de su encanto. Ella fumaba mucho. Su oficina llegó a estar en el mismo pasillo de la del legendario cronista de Nueva York del siglo XX, Joseph Mitchell, autor del insuperable perfil El secreto de Joe Gould.

Resulta inquietante pensar en el paralelismo que puede haber entre Joe Gould y Maeve Brennan. Gould era un graduado de Harvard, escribía un libro monumental que resultó ser una farsa, An Oral HIstory. Se la pasaba en bares, exaltado y ebrio, en estado de mendicidad, sobreviviendo con la ayuda de amigos poetas, escritores conocidos que siempre se apiadaban de él y le daban algunos dólares para que prosiguiera con su monumental proyecto. Siendo la historia de Gould más bien la de un monumental fracaso y engaño, se emparenta con la de Brennan, la de un éxito reconocido en su momento, porque ambos llegaron a Nueva York con el sueño de convertirse en escritores y ambos terminaron sus vidas de manera similar.

Las fuentes del afecto

Cuando Maeve Brennan muere en 1993, su nombre, como suele ocurrir con grandes talentos, estaba rezagado en el olvido. El rescate literario ocurrió con la publicación en 1997 de Las fuentes del afecto, de la mano de su antiguo amigo y editor, William Maxwell, con el nombre original de The Springs of Affection. La historia más larga y que da el título a este compendio de cuentos que toman lugar en su natal Dublín, publicado en 1972, fue el último escrito de ficción de Brennan antes de su declive personal.

Las fuentes del afecto causó tal impresión a Alice Munro cuando lo leyó, que pasó a considerarlo uno de sus cuentos preferidos. El libro, en su totalidad, es una serie de relatos de alta factura literaria. De hecho, ha sido comparado con los Dublineses de James Joyce. Existe mucha similitud con la sensación que dejan los cuentos de Brennan con los de Munro, aquella en la que pareciera no pasar nada del otro mundo, pero en realidad ocurren muchas cosas que sirven para llegar a la profundidad de la vida a través de lo sencillo. De allí, seguro, parte el deslumbramiento de Alice Munro al descubrir a la escritora irlandesa.

En sus cuentos Maeve Brennan hurga en los sentimientos de los personajes: “Muchas veces la veía como una niña que atraviesa un manicomio y no tiene miedo porque no conoce la diferencia entre estar dentro y estar fuera”, leemos en Libre elección. En casi todas las historias se siente la rareza en la manera de pensar de la autora que se escuda detrás de la narradora. Sabe crear suspenso, tensión y ansias de conocer un posible desenlace, atributos indispensables del buen cuentista. Además, al adentrarse en la piscología de los personajes no desborda hacia lo novelesco.

Su editor, William Maxwell, dice que las historias son las de la “casa de su imaginación”, aquellas centradas en torno a lo que ocurre en una calle y una casa en Dublín, e insinúa el poder de la imaginación a partir de los recuerdos. Lo autobiográfico surge a modo de crónica que se confunde con el cuento, como ocurre marcadamente con El día que nos vengamos. De hecho, ella ha dicho sobre sí misma: “Mi vida siempre será una versión editada”. Se dice entonces que las paredes de esa casa en Irlanda contienen lo mejor de su ficción. El nivel de detalle es extraordinario.  Sus relatos están narrados desde el punto de vista de la niña que va creciendo en casa alrededor de sus padres, Bob y Una, de los Derdons y los Bagots, de las cosas que transcurren en esa calle, una cotidianidad engañosamente inofensiva.

Cabe destacar que la única novela que escribió, The visitor, se conecta temáticamente con los cuentos. De visita (Lumen) no llegó a ser publicada en vida. No es sino hasta el año 2000 cuando se publica esta novela breve, cuyo manuscrito estaba perdido en los archivos de la Universidad de Notre Dame. Se trata de la historia del regreso de Anastasia King a la casa de su abuela en Dublín, luego de la muerte de sus padres que vivían en París. Pensando que sería bienvenida, se ve atrapada por la hostilidad de su abuela. En esta novela los hombres están relegados a un plano superficial y minúsculo mientras que el drama entre las mujeres prevalece como fuente de conflicto y tensión con ferocidad íntima. El hecho de que Anastasia no es bienvenida a la misma casa donde creció de niña, parece validar lo que la autora afirmaba: “El hogar es un lugar en la mente” (Home is a place in the mind).

La dama prolija

Luego de la publicación de sus cuentos, la segunda fase del rescate literario del anonimato en el que había caído Maeve Brennan, se produce con la publicación en 1998 de una selección de sus crónicas o columnas en la muy leída sección Talk of the Town de The New Yorker. Estas se publicaron desde 1954 hasta 1968 con el pseudónimo The Long-Winded Lady que, traducido, sería algo así como La dama prolija. Su identidad fue revelada en 1969 y los lectores se enteraron, doce años después del inicio de la columna, que se trataba de Maeve Brennan, la misma que había escrito algunos cuentos notables.

Crónicas de Nueva York, el libro que descubrí en Bogotá, fue el título que Ediciones Alfabia y su traductora, Isabel Nuñez, decidieron darle en español a la versión original publicada sencillamente como The Long-Winded Lady, en la que Brennan escribía sobre sus impresiones de la ciudad. Se trata de retratos o más bien instantáneas, momentos que capturaba en su permanente y vigilante actitud de observadora de la cotidianidad en la ciudad que ella definía como “la más temeraria, ambiciosa, confusa, cómica, triste, fría y humana de todas las ciudades”.

Me sentía atraído y conectado con esta autora no solo porque yo había escrito un libro de crónicas de Nueva York, sino también por varias coincidencias, como la de que yo había estudiado en la misma universidad que ella, The American University en Washington D.C. y había también vivido en los alrededores del Village en Nueva York, donde toman lugar muchas de sus instantáneas de la ciudad. La escritura desde el desarraigo se convertiría en una de sus motivaciones centrales, como puede ser la de uno mismo. Angela Bourke reconoce tres temas centrales en la obra de Brennan: identidad, migración y exilio. No es fortuito que esta detallada biografía lleve como título: Homesick at The New Yorker, que traducido sería algo cercano a “Extrañando el hogar en The New Yorker”.

A pesar de haber vivido tantos años en Nueva York, de no haber regresado más a Irlanda, salvo por un tormentoso viaje donde se reconoció extraña en su propio país de origen, Maeve Brenan siempre se consideraba una extranjera en Nueva York: “lo único que sabemos con certeza es que tiene un secreto que nos ata a ella, algo intranquilo e inquieto, algo que comparte con nosotros, aunque no se nos permita comprenderlo”.

Esto último lo podemos deducir fehacientemente en una frase de una sus tantas columnas: “… el pasaporte, que siempre llevo encima desde el día en que un taxista me dijo que, si alguna vez me paraban por cruzar en amarillo, me llevarían a la comisaría a menos que pudiera identificarme”. Andar con el pasaporte es reconocerse en el desarraigo, no tener la documentación debida a pesar de vivir en ese país tantos años. Sobre ella misma narra en tercera persona en otra de las columnas: “Ni siquiera después de veinticinco años en esta ciudad podría la señora Prolija considerase una auténtica neoyorquina. Si puede arrogarse algún título, será un estatus compartido con muchos otros, el de viajera residente”.

Como buena paseante o flâneuse, a Maeve Brennan le interesaba la gente común. Sus crónicas son momentos de reconocimiento de ella misma, admite, lo que en el fondo implica una noción y entendimiento universal del ser humano: “Yo sé que todos somos solo recordatorios unos de otros, pero no me gustaría que se acercase a mí y me mirase en mi cara como si fuese un espejo. Y aún me gustaría menos mirar a su cara y verme allí escondida”.

Brennan tenía la disposición a ponerse en el lugar de la otra persona. Era capaz de sentir empatía por los desposeídos o aquellos a los que les ocurría algún percance, a los que siempre, de paso, les deseaba lo mejor. Joseph Mitchel se interesaba también por los desposeídos, las personas comunes. Pero en su caso le atraía lo raro y lo estrafalario. Sobre la gente común y los estratos más bajos, ambos, Mitchell y Brenann, comparten su afán creativo. Aunque Brennan despertase singularidad en la manera de contar, ella no buscaba a esos seres alucinados que tanto le gustaban a Mitchell, los personajes verdaderamente extraños de una ciudad única. Ella en su observación diaria, en su soledad escogida como forma de vida, retrataba más bien a la gente común a la que le podía ocurrirle cosas comunes.

Las crónicas de La dama prolija están escritas con un lenguaje sencillo, depurado, que no hace alarde alguno de rimbombancia, pero que no es aséptico.  Con ello podemos resaltar las descripciones de lugares: “El Empire State cambió de color bruscamente y perdió su aire de autosatisfacción”. Sobre los personajes: “Su piel tenía el aire estirado e innoble de las toallas de mano que ponen en los hoteles malos”. Sobre el clima: “Era uno de esos felices atardeceres en que el blanco día de verano se vuelve ámbar antes de empezar a quebrarse en distintas tonalidades de crepúsculo, y en aquel extraño resplandor, el elevado perfil de la ciudad hacia el sur parecía monumental y solitario”. Sobre las calles de la ciudad: “Broadway, la calle de los sueños, tiene tanta conexión con la vida normal de una ciudad como un circo ambulante”.

Una vida de hoteles

La errancia en la vida de Brennan, el sentirse extraña en su ciudad natal, Dublín, y la de ser una transeúnte permanente en Nueva York, deriva en una cotidianidad nómada. Brennan no vivía en un lugar en particular sino en habitaciones de hoteles en las que pasaba alguna temporada, para luego mudarse a un nuevo hotel o habitación, todo ello a voluntad propia y marcando, a la vez, una vida dispendiosa. No solo no escatimaba en comprar la ropa que la hacía mantener su apariencia a la moda, su estilo elegante, sino que también gastaba mucho más de lo razonable al convertirse en una perpetua peregrina de cuartos de hoteles. Esto lo atestiguan las personas que la conocieron, pero también se desprende de frases que se detectan en varias de sus columnas: “En este momento yo dispongo de dos amplias habitaciones en un hotel en la calle cuarenta y nueve”. “En el hotelito de Washington Square donde solía alojarme esporádicamente”. “Vivo en una callecita que da al Washington Square”. “Últimamente estoy viviendo en Washington Place, entre la Sexta Avenida y el parque Washington Place”. “Resido temporalmente en una de esas casas pequeñas de la calle Diez, tocando a la Quinta Avenida”.

Esa manera gastiva de llevar la vida, aunque no fuese en realidad ostentosa en lo personal, se vio magnificada cuando se convirtió en la cuarta esposa de St. Clair McKelway, quien también fuera escritor y editor de The New Yorker. Siendo editor entre 1936 y 1939 fue el responsable de contratar a escritores de gran talla como el propio Joseph Mitchell. Durante la Segunda Guerra Mundial sirvió a las Fuerzas Armadas y, luego de su reincorporación a The New Yorker, permaneció en la revista casi medio siglo. La tendencia a la bebida de Brennan, que ya era notoria, se vio acentuada por el alcoholismo de McKelway (se decía que los dos eran alcohólicos). Fue un matrimonio que se llenó de deudas que pagaba The New Yorker. Se divorciaron en 1959.

La actitud de Brennan hacia el gasto se tornó frenética. Su biógrafa cuenta que en 1964 llegó una nota de cobro judicial a la revista de la tienda Saks de la Quita Avenida por $1.940,70 (lo que corresponde a unos $16.088 del 2020, según el cálculo inflacionario). Luego de su divorcio Maeve Brennan escribió sus mejores crónicas. Pero esa prolijidad de la dama prolija en los años sesenta iba acompañada del inicio de un deterioro en su estado mental. Empezaba a mostrar conductas erráticas, temperamentales y excéntricas e, inclusive, al transcurrir los años, comenzó a descuidar su acostumbrada elegancia.

A pesar de lo tormentoso y corto que fue su matrimonio, la separación de su marido parecía haber afectado su constitución emocional. Ahora en los hoteles, incluyendo una temporada en Los Hamptons, se rodeaba de gatos. Maeve se encontraba divorciada, sin niños, sus padres habían muerto, sus parientes estaban en Irlanda. The New Yorker era lo más cercano a casa (Homesick at The New Yorker). Maeve, una persona siempre nocturna, cada vez se volvía más extraña al tiempo que muchos de sus escritos podrían, en cierta forma, reflejar su estado de ánimo, como una columna de 1967 que inicia con una prosa evocadora:

“Ayer nevó toda la noche y el alba, que no llegó en forma de despertar radiante, sino gris y silencioso, mostró la ciudad vaga y pasiva como convaleciente bajo campos luminosos de nieve que caía rápida y constante de un cielo inexpresivo… La calle Cuarenta y nueve oeste parecía más que nunca un reducto, o una calle fronteriza, o un pueblo de una sola calle que se hubiera construido en un impulso-una fiebre de oro o un chorreo de petróleo-y que se desmoronaría en ruinas cuando pasara la excitación”.

La mente no es un rascacielos

La cita de E.B. White a la que nos referíamos al principio suele aplicarse en un sentido o en el otro. Es decir, en la mayoría de los casos hay gente que fracasa en Nueva York, la ciudad la hunde, la vence, así como hay otras personas que llegan a tener éxito, logran sus propósitos. En el caso de Maeve Brennan se aplica en ambas direcciones. La hija del primer embajador de Irlanda en Estados Unidos se muda a Nueva York para convertirse en escritora, trabaja unos años en Harper’s Bazar y luego en The New Yorker, una cima literaria.

Se trataba entonces de una escritora que había logrado lo que se había propuesto y que, además, debido a su gracia, glamour y elegancia, se codeaba con la alta sociedad neoyorquina. Sin embargo, su escogida soledad y errancia de hoteles, la forma desastrosa en la que manejó sus finanzas y su fracasado y breve matrimonio, la empujó hacia linderos de la mente que estarían al borde de lo psicótico. Un día estalló la puerta de la oficina de Phillip Hamburger, un colega escritor de The New Yorker con el que era cercano.

William Maxwell, su gran amigo, el responsable de parte de su éxito como editor en la revista y, años más tarde de su rescate literario del olvido, tomó riendas para tratar de detener el proceso de mengua personal de Maeve. Maxwell había dicho que era muy singular y notable que una inmigrante se había convertido en uno de los mejores escritores de la vida en Nueva York. Luego de mucho esfuerzo, Maxwell logra internarla en una clínica psiquiátrica.

Brennan estaba ahora medicada. El deterioro continuaba: si se sentía bien dejaba de tomar las pastillas y sufría recaídas. En una oportunidad la policía reportó haberla encontrado en el parque enfrente de City Hall (como decir la Alcaldía de Nueva York) dándole de comer a las palomas y regalando billetes a los transeúntes, de nuevo el despilfarro así sea en un estado mental alterado.

Uno de los hechos más significativos del proceso de deterioro de Brennan, ya sin el dinero suficiente para transitar por los hoteles de la ciudad y muy endeudada, fue el hecho de que empezó a pernoctar en el baño de The New Yorker. Cuando la encontraron la primera mañana se encendieron todas las alarmas. Luego dejarían que se quedara en ese lugar por un tiempo. El baño de la legendaria revista se había convertido en su hogar temporal. Debe haber sido muy duro para sus colegas ver el descenso a los infiernos tan marcado de una de sus colegas más brillantes.

Literatura y realidad

En la vida de esta talentosa autora hay una conexión que resulta escalofriante entre literatura y realidad. El primer cuento publicado de Brennan, que no parecía el de una escritora en formación, The Holly Terror o El terror sagrado, narra la vida de Mary Ramsay, la huraña encargada del baño de señoras del hotel Royal de Dublín. Si relacionamos ese relato con el estado de pérdida de noción de la realidad de Brennan, es como si un círculo de vida se cerrara: escribir un primer cuento sobre la dama huraña de un baño de hotel y terminar la dama prolija viviendo en el baño de la revista. Así como su personaje de ficción, Mary Ramsay, consideraba su hogar el hotel Royal de Dublín, Maeve pensaba lo mismo de The New Yorker

Es así como a mediados de los años setenta Maeve Brennan entró en un bloqueo de escritura, producto de todos estos desbalances. Al transcurrir un tiempo, debido a las agresiones a sus colegas y su vida en el baño de señoras, le prohibieron la entrada a la revista. Se le veía a veces acercase a The New Yorker, así como Joe Gould, el mendigo que se fue a Nueva York para convertirse en escritor, merodeaba las mismas oficinas asediando a Joseph Mitchell. En ocasiones ella se quedaba en la puerta casi todo el día. Algunos colegas la veían en la calle, en distintos sitios, a veces junto a los homeless cerca del Rockefeller Center.

Maeve Brennan terminó sus días en el Lawrence Nursing Home, bordeando con Long Island, murió de insuficiencia cardíaca. Joe Gould había fallecido en el Pilgrim State Hospital, un psiquiátrico en Log Island, no tan lejos el uno del otro.  En el lugar donde Brennan pasó sus últimos días, frente al mar, la dejaban tener sus gatos. Murió a la edad de 76 años. Antes de su muerte, por un período de unos veinte últimos años huecos de su vida, pasó a vivir en la calle, se convirtió en una mujer sin techo. Había caído en lo más profundo de la línea de derrota de la sentencia de E.B. White, aunque ella, a decir verdad, sostenía que el hogar es un lugar en la mente y no un sitio o lugar físico, lo que podría significar que aun en la mendicidad el hogar la acompañaba.

Maeve Brenan nos deja un legado extraordinario, cuentos y crónicas sobre lo cotidiano, escritos sencillos pero a la vez profundos, desde la inocencia y el asombro, con un gran talento. Nueva York era la ciudad que permitía a una persona darse cuenta, como a ella le ocurriría, de la transitoriedad de los lugares, el derribo de estructuras, las demoliciones, la no permanencia. Ella había escrito: “No hay nada como un corto paseo por esta ciudad para recordarnos la naturaleza accidental de nuestras vidas”. Si bien el final de su existencia nos deja un sentimiento de ruina y tristeza, allí queda su prosa, de lo real o de lo imaginario, o la fusión de ambos, gracias al afortunado rescate de su obra del anonimato en que se encontraba:

“El parque Washington Square me pareció muy satisfactorio la otra mañana, a eso de las seis. Era un día laborable, una mañana ordinaria, ya cerca del horario de trabajo, pero la apariencia evanescente de la plaza insinuaba que podía estar a punto de ocurrir algo, una opereta, una danza arlequinada, una pantomima, una fantasía de criaturas rústicas atraídas por la ciudad, por sueños que resultaban ser meras trampas que se habían tendido a sí mismas. A esa hora flotaba en la plaza un aire de llegada y también de retorno”.


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