Perspectivas

El cine soy yo: Luis Armando Roche

09/10/2021

El pasado primero de octubre nos dejó Luis Armando Roche, abuelo materno de mis dos hijos, Ariana y Guillermo. Me causó mucha tristeza enterarme de su muerte. Estaba a bordo de un tren cuando mi hija nos escribió para darnos la noticia. Enseguida las lágrimas con el tapabocas puesto y el silencio. Tuve que irme al pasillo estrecho que separa un vagón de otro para sonarme la nariz, lo tuve que hacer tres veces, porque los sentimientos iban y venían como el estremecimiento por momentos abrupto del tren. Al bajarme del vagón tuve que desechar la mascarilla humedecida. Una mala noticia llega de repente y las reacciones del cuerpo delatan los auténticos sentimientos.

Luis Armando era una persona inteligente, con mucho humor y, aunque mi vínculo matrimonial con su hija mayor se interrumpió hace ya unos cuantos años, lo seguía considerando suegro. Yo no sabía que esa condición nunca se pierde, al menos en Venezuela, hasta que me lo explicó un abogado amigo que me dijo que según el código civil venezolano de 1942, reformado en 1982, expresa: «La afinidad no se acaba por la disolución del matrimonio, aunque no existan hijos, excepto para ciertos efectos y en los casos especialmente determinados por la Ley». Además, Luis Armando fue el único suegro que conocí. El padre de mi esposa, Ana, un médico dedicado a sus pacientes con mística desinteresada, murió en un accidente de tránsito cuando ella era pequeña.

Luis Armando nos abandona a los ochenta y dos años. Ser el hijo menor de don Luis Roche, quien con su mentalidad avanzada y precursora fue el urbanista de La Florida, Don Bosco, Los Caobos y Altamira y cuyo rostro todavía permanece en el redondel del obelisco de Plaza Altamira a pesar de los cambios de símbolos permanentes al que nos ha sometido la revolución, no es cualquier cosa. Recuerdo un acto en el que estuve a dos metros de François Mitterrand, un hombre bajo de mirada entre enigmática y férrea, cuando se reinauguró la plaza con el nombre “Plaza Francia”, y mi exesposa, Beatriz, y su hermana, Nadine, sostenían la banda que cortó el presidente francés en su visita a Caracas.

No deja de ser irónico y simbólico que reciba la noticia de la desaparición de Luis Armando en un tren que había partido de Marsella. El estallido en el rostro llegó, además, en medio de la tensión que teníamos Ana y yo porque las autoridades ferroviarias francesas no habían solicitado a los viajeros presentar el pase digital de vacunación contra el covid de la Unión Europea para abordar el tren. El Green Card o Pase Sanitaire quedó solo para buenas intenciones y proclamas inútiles. Y lo digo por lo que significó recibir esta noticia en el contexto de la tensión que ya teníamos al estar en un vagón lleno de gente sin mascarilla tosiendo, estornudando, sin la ventaja del aire reciclado de los aviones. Podría haber sido esta una escena cinematográfica de un filme en tiempos de peste.

La pasión de Luis Armando fue el cine y no deja de tener un significado especial que la primera película de Luis Armando, quizás la que más quería, se llamara El cine soy yo. Se trata de la historia de un proyeccionista que junto con un niño recorre Venezuela en un vehículo en forma de ballena para exhibir películas a los habitantes de pueblos distantes y que en algo nos recuerda la belleza detrás del filme Cinema Paradiso, de posterior realización. Recuerdo tener una calcomanía tanto de esa película como de una posterior, ya de un corte más de acción –que no era su preferencia– llamada El secreto, a cuyo protagonista principal, Orlando Urdaneta, conocí en una cena en casa de Luis Armando y su adorable, enérgica, decidida, carismática y simpática esposa, Marie Françoise, a quien todos llaman simplemente “Fafá”. Fafá era el amor y el centro de la vida de Luis Armando y ella daba todo lo que tenía cuando decidían acometer la empresa de una nueva película.

En esos encuentros familiares aprendí mucho del difícil arte del cine oyéndolo hablar, primero del guion –además de director casi siempre escribía sus obras–, el financiamiento, los actores, el vestuario, las locaciones y las innumerables variables en la tarea de lograr la realización de una película, siempre contagiada de imprevistos. El proceso de concebir y armar un filme es muy largo y complicado y los días para filmar, comparativamente, son escasos y extenuantes. Recuerdo la complejidad al hacer realidad Aire libre, sobre la experiencia científica de Humboldt y Bonpland. Luis Armando también actuaba en papeles cortos pero contundentes en sus películas y tuvo el ojo clínico para descubrir el talento de Edgar Ramírez en Yotama se va volando. Su hermano, Marcel Roche –destacado científico, médico endocrinólogo, investigador, nominado al Nobel de Fisiología y Medicina, miembro de la Academia Nacional de Medicina en Francia, acreedor del premio Galinga de la Unesco, fundador y director del CONICIT– fue objeto de uno de sus documentales: Mi hermano Marcel Roche.

Luis Armando era una persona sencilla y como tal podía poner el ojo para sus cortometrajes en El indio Figueredo –arpista y compositor de música llanera– o en el maestro Carlos Cruz-Diez, a quien tuvimos la dicha de conocer en una de las cenas familiares de los lunes, que Luis y Fafá mantenían, contra viento y marea, como un rito. En la sala integrada al comedor de su casa de Santa Eduvigis tenía una moto colgada del techo como una de las nubes flotantes de Calder. Luis Armando era, además, un chef insigne y un catador de vino feroz y auténtico, que no escatimaba en aspirar con fuerza el líquido sin importar el sonido que ello produjera para que el gusto fuese captado en toda su dimensión. 

Estoy a bordo del tren en Francia que prosigue su camino a toda velocidad. Recuerdo el viaje que hicimos con Luis Armando para aprender a catar vino, la borrachera del primer día porque de novato me tragaba lo que me daban a tomar en vez de escupirlo. Ese viaje lleno de alegría y de buenos momentos, tan vívidos como cuando nos recibía vestido con un overol azul de granjero junto a Fafá en una casita de campo en Turgua (su escape de la locura caraqueña y de la intensidad abrumadora del estrés del tiempo de ejecución de una película), quedaban –él y Fafá– como en estado de éxtasis, entre el alivio y la euforia, entre la nostalgia y la expectativa de cómo sería recibida la película en momentos en los que el cine venezolano no era tan apreciado y a veces un esfuerzo épico parecía una obra quijotesca de calidad que, a veces, quedaba sin el merecido reconocimiento.

Cuando un artista lleva en la sangre el empeño de la creación no hay nada que lo detenga. Y ese era el caso de Luis Armando Roche. Su posición preferida, cuando tenía que cavilar sobre un asunto, era llevarse las manos detrás de la cabeza, se podía quedar así, serio, largo rato hasta que se le aclaraban las ideas y cambiaba de expresión. En mi cabeza y en mi corazón quedarán sus bromas brillantes, su espíritu alegre y humilde, de aquellos que cuentan con una verdadera cultura elevada y no tienen nada que demostrar ni ostentar, más bien recogido en la sencillez de los sabios, de los que ven la vida como una aventura –Luis Armando y Fafá, junto a otra pareja, echados a la inmensidad del mar cruzaron el Atlántico en un pequeño velero desde Europa hasta Venezuela–, de los que saben que cada segundo de la vida debe ser sentido con la ilusión y el esplendor que las circunstancias permitan.


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